13.9.21

Jinetes en el páramo.


Hace como una milenta de años, en la yerma estepa mongólica, una esplendorosa caravana se llega a paso campanudo y no poco pomposo al tosco asentamiento de Karakórum, recientemente establecido como campamento permanente por el mismísimo Gengis Kan como base capital para su vasto imperio aún en ciernes.

A la cabeza de la comitiva viene Xuan, emisario del Imperio tangut, vestido a la moda china con un pijama Hanfu muy colorido y abigarrado, ornamentado con guirnaldas y cascabeles y con una trencita de lo más graciosa saliéndole de la cocorota. Su séquito iba más o menos por el estilo, pero un tanto más sobrio y menos ilustre, tratando de disimular la insoportable sed que les acuciaba tras una fastidiosa marcha por el Gobi.

               Sale a recibirles un jinete mongol con cara de no haber tenido un solo amigo en toda su vida, escoltado por dos Mangudai, uno a cada lado, armados con sendos arcos compuestos.

               —¡Saludos! —saluda Xuan, con un agudo tembleque en la voz. El jinete mongol responde con un gruñido gutural.

               —Mi nombre es Xuan —continuó Xuan—, emisario del fabuloso y fantástico Imperio tangut. Vengo aquí desde lejanas tierras allende el desierto para presentar mis más sinceros respetos a vuestro Kan en nombre de mi honorable nación, y también para hacerle entrega de este juego de porcelana nuevecito y a estrenar como obsequio y gesto de buena voluntad —tosió un poco, tapándose la boca con la manga del pijama—. Bueno, y, ejem, para que no arrase nuestros dominios y tal.

               El jinete mongol hace una seña con la cabeza a uno de sus compinches y este sale a trote hacia una de las yurtas, la más pequeña y andrajosa de Karakórum. Vuelve al rato, tras un silencio de lo más incómodo, acompañado por un venerable anciano con pintas de monje tibetano que se apoya en un bastón de palo y que calza en el lomo una chepa muy, pero que muy parabólica.

               —¡Wololó, forasteros! —saludó el monje (así saludaban los monjes por aquel entonces)—. Mi nombre es Pinipong, y haré las veces de humilde intérprete durante vuestra estancia en Karakórum. Sean bienvenidos —hizo una leve reverencia con la cabeza y el espantoso crujido de varias de sus vértebras hizo que unos cuantos cuervos levantaran el vuelo—. Adelante, pasen a la yurta de invitados y descansen un poco. Ahora mismo les agasajaré con un poco de té de matojo.

               Xuan y compañía se apretujaron como bien pudieron en la angosta yurta y aprovecharon para descalzarse las sandalias de sus doloridos y diminutos pies. Enseguida apareció Pinipong con el apestoso té y lo sorbieron a regañadientes y quemándose los labios.

               —¿Y bien? —dijo entonces Pinipong— ¿Qué les trae por esta estepa, si se puede saber?

               —Pues lo típico —masculló Xuan, con la lengua abrasada—, movidas diplomáticas y todo ese rollo. Venimos a charlar con vuestro líder, Gengis Kan, ya sabes, para que no se nos lleve por delante con su horda y nos parta al medio.

               —Ya veo —dijo Pinipong—. Pues me temo que el Gran Kan no podrá recibirles por el momento. Justo ayer marchó a Samarcanda a luchar contra los jorezmitas, esos mamelucos del demonio, y supongo que tardará un rato en regresar.

               —Vaya —respondió Xuan—, pues sí que es una jodienda.

               —Y tanto que sí —sentenció Pinipong.

               —¿Entonces? —preguntó Xuan, contrariado.

               —Pues podéis volver por donde habéis venido, y, si tal, regresáis para el otoño o así —dijo Pinipong—. A ver si tenéis mejor fortuna.

               —Pero no podemos marcharnos así, sin más —protestó Xuan—, venimos francamente agotados y apenas sin provisiones —un par de lágrimas resecas manaron de sus rasgados ojos—. ¿No podríais convidarnos, aunque sea, a una pequeña merendola antes de que emprendamos la marcha a Yinchuan?

               —Tampoco nosotros tenemos gran cosa —contestó Pinipong—. Como ya os dije, el Gran Kan partió ayer con su horda; y se llevó consigo todos los víveres.

               —¡Qué jodienda! —se quejó Xuan.

               —Pero se me ocurre una cosa —dijo Pinipong.

               —¿Qué cosa? —preguntó Xuan.

               —Podemos escribir a Yami-Yam, y encargar algo de picoteo —aclaró el monje.

               —¿Yami-qué?

               —Yami-Yam —reiteró Pinipong—. El servicio de comida a domicilio más eficiente del mundo mundial. Verás, aquí en Mongolia contamos con un sistema postal de lo más práctico. Una ruta de correos que atraviesa toda la estepa y que consiste en un ciento de estaciones de repostaje y relevo de los mensajeros, una larga, larga, larga cadena desde el lago Baljash hasta el mojado mar oriental. Nuestros jinetes son capaces de cubrir toda la anchura del territorio en apenas unos días, si es que no les alcanza un rayo por el camino —explicó—. Podríamos pedir la manduca al mismo macizo de Altái y tenerla aquí en un periquete. Solo hace falta contar con palomas mensajeras para encargar los pedidos.

               —¿Mensajeras?

               —No, no te ensajero.

               —¡Pues no se hable más! —exclamó Xuan agitando los brazos y haciendo tintinear cuantos cascabeles colgaban de sus ropajes— ¡Pidamos, pero tal que ya mismo, un auténtico banquete! ¡Arroz tres delicias! ¡Pollo Kung Pao! ¡Cerdo agridulce! ¡Pato a la pekinesa! ¡Un tonel de ramen! ¡Y rollitos de primavera para todos!

               El séquito al completo hizo una ovación exageradísima y salivaron como salivan los salivanes.

               —¡Hurra, hurra, hurra! —vitorearon todos, excepto uno, que estaba afónico y además era mudo.

               —No tan rápido —apaciguó Pinipong—. Aquí no tenemos nada de eso —y le alcanzó a Xuan un mustio folleto de menú escrito con letras raras—. En Mongolia tenemos únicamente dos tipos de platos; los blancos, que son queso o yogur de yegua, y los marrones, que básicamente son salchichas de caballo con salsa de caballo y sin patatas. Y de beber, airag.

               —¿Y eso es…? —inquirió Xuan.

               —Leche de yegua fermentadísima —respondió el otro.

               Los tangutos se aguantaron una arcada colectiva, tratando de disimular el asco diplomáticamente, y, al poco, aceptaron aun reacios.

               Y así fue que el monje Pinipong agarró una de las palomas mensajeras, ató la comanda a una de sus mutiladas patas y, sin más preámbulos ni ceremonias ni nada de nada, la arrojó de cuajo a los vientos de la estepa.

 

*   *   *

 

               Al oeste, en el Altái, crecía y vivía un joven mongoloide llamado Glovuyín. Glovuyín se ganaba el parné pastoreando los rebaños de su tribu, cazando alguna que otra liebre despistada que le pudiera salir al paso, y también haciendo las veces de correo de la Yam cuando llegaba algún recado.

Pero aquella mañana, aquella fría mañana de agosto, Glovuyín no tenía más tarea que vigilar que las ovejas, las cuatro ovejas y media que aún les quedaban tras los ataques de la jauría del temible lobo Ornlu, no se fueran demasiado lejos del campamento. Así que se tumbó en una ladera cercana y se lio un tremendo canuto de cardo uzbekistaní para pasar el día.

                Apenas había pegado dos largas caladas humeantes cuando advirtió que su mamá, Qulan, la de los fornidos muslos, le hacía gestos y ademanes con los brazos desde la lontananza.

               —¡Glovuyín! —oyó que le gritaba.

               —¿Qué? —aulló Glovuyín.

               —¡Baja aquí! —vociferó Qulan.

               —¡Ahora después! —regateó Glovuyín.

               —¡Como no bajes ahora mismo te arranco la cabeza!

               Glovuyín corrió a toda prisa colina abajo temiendo de veras por su integridad física y se encontró con su mamá Qulan esperándole con un papelajo en la mano gruesa, la de los tortazos.

               —¿Eso qué es lo que es? —preguntó Glovuyín, hiperventilado.

               —Pedido de la Yami-Yam —aclaró Qulan, entregándole la comanda—, agarra un penco y sal para Karakórum cagando hostias.

               —¿¡Karakórum!? —exclamó Glovuyín— ¡Pero si eso está a tomar por el mismo culo! ¡Además, todos los jinetes de la Yam están en la horda del tío Gengis, allá por Jorasmia! ¡Tendría que hacer todo el trayecto yo solito!

               —¡Mal rayo te parta como no marches para allá tal que ya mismo! —amenazó Qulan, y ambos esbozaron una mueca de pavor en sus rasgados párpados, mirando al cielo. Por todos es bien conocido que lo único que acobarda, amilana y, en paráfrasis, acojona a los mongoles es un buen relámpago certero y fulminante.

               —¡Vale, vale! —accedió Glovuyín—, pero al menos dime qué pone en este papelucho; yo no sé leer.

               —¡Ni yo, pedazo de idiota! —le propina un coscorrón en la chola con la mano gruesa—, ¡Tú lleva un puñado de todo y regresas con lo que sobre!

               —¡Está bien, está bien! —dijo Glovuyín, rascándose el cacumen.

               Glovuyín llenó su ambarina mochila cúbica con salchichas rancias, queso pestoso y algo de airag maloliente y a medio cuajar, se encaramó a horcajadas de su viejo jamelgo, al que nunca se les ocurrió ponerle nombre alguno, y partió raudo como una diarrea hacia el oriente.

               Galopaba Glovuyín por la llanura, y el galopar del viejo jamelgo resonaba bajo su trasero como las dos mitades de un mismo coco chocando entre sí. Galopaba Glovuyín por la planicie, mecido por el vaivén de la marcha en allegro ma non tropo. Galopaba Glovuyín por los vastos eriales de Mongolia, con la mirada fija en el remoto horizonte y sin pensar en apenas nada.

               Y, antes de darse cuenta siquiera, Glovuyín se durmió a las riendas.

               Días después, despertóse Glovuyín con un espantoso y acre regusto a cardo en la boca pastosa y con la triste novedad de que el viejo jamelgo había muerto entre sus piernas, quizás de agotamiento, o tal vez de sed, o incluso de viejo; no se podía saber. Mientras tanto, un cuervo de plumas negras se daba un estupendo festín con sus ojos.

               —¡Mosquis! —se dijo Glovuyín, mirando alrededor, donde solo había inconmensurable estepa llena de distancia. Un auténtico secarral infame y baldío en todas direcciones. La extensión por antonomasia en el mismísimo medio de la nada. Un océano de suelo.

               Y así, con una refulgencia cegadora, un rayo certero y fulminante venido de los cielos impactó de lleno en el cráneo de Glovuyín, convirtiéndolo en difunto antes de poder siquiera escuchar el propio trueno.

 

*   *   *

 

Para aquel entonces, Xuan y su comparsa ya se habían hartado de esperar por el almuerzo y, tomando eso mismo como una grave ofensa interimperial y mayúsculo agravio, habían vuelto a Yinchuan con los mondongos vacíos y huecos y lanzando toda clase de improperios y borborigmos.

A su regreso, el emperador de turno, informado de dichas vicisitudes y considerando tal afrenta, decidió declarar la guerra a los mongoles con carácter retroactivo e inmediato. Guerra que, por supuestísimo, finalmente perdieron al lustro; y el imperio Tangut fue arrasado de una vez por todas, desapareciendo para siempre, siempre, siempre. 


2.9.21

Cuentos de la taberna del Cuervo Blanco: Retales modernos.

Corre el tristísimo año de Nuestro Señor de 1812 en la encapotada aldea de Chesterfield, en el condado de Derbyshire. Dos lugareños de horrorosa dentadura juegan al bridge en el poco pomposo pub del pueblo, conocido por aquellos entonces como el Cuervo Blanco, embriagados desde hace rato por los efluvios de la brown ale de la casa y ataviados con sendas chaquetas de tweed desgastadas y andrajosas.

“¿Te has enterado?”, dice el primero. “¿De lo qué?”, responde el otro, ajustándose un bombín anacrónico para tratar de ocultar su incipiente calvorota. “De las revueltas del otro día en Nottingham”. “Ah, pues ni papa. ¿Qué pasó?”. “Al parecer unos exaltados reventaron los telares mecánicos de la textilería local y redujeron la factoría a escombros. No sin antes destrozarle la jeta al patrón a base de patazos y puñetadas tras una deliciosa sesión de la vieja ultraviolencia”. “Vaya”, dice el disminuido capilar, “Desde luego que no se andan con mindundeces en Nottingham”. “Y tanto que no”. “¿Y eso debido a?”, cuestiona el alopécico. “Pues que dicen que esos cacharros del demonio les están quitando el curro. Que antes sí, la brega era más chunga y tal, más farragosa, pero claro, por lo menos tenían trabajo. Aunque estuvieran doblando el lomo de sol a sol (me refiero a esa exótica cosa pálida que se adivina tras los nubarrones) podían, como poco, alimentar a sus familias, y en cambio ahora más de la mitad del pueblo se aburre de lo lindo y fenece de apetito. Vamos, que ni tanto, ni tan calvo”. “¡Qué me vas a contar!”.

               Ambos beben de sus pintas y otro dipsoda al fondo de la tasca comienza a canturrear: “En la bella ciudad de Dublín, las muchachas hermosas son como un jazmín…”, pero un eructo inmundo seguido del tradicional vómito termina con el lamentable espectáculo antes incluso de que nadie llegara a protestar por la nefasta entonación.

“Hazte así”, dice el calvo. “¿Así, cómo?”, pregunta el otro. “Tienes el mostacho lleno de espuma”. “Me la guardo para el final”. “Tipo listo”. Y vuelven a beber.

“Pero aún no te he contado lo mejor”, dice el del bigote. “Cuenta, cuenta”, apremia el otro. “Pues, mira”, saca un recorte de The Sun del mohíno bolsillo de su chaqueta de tweed y lo menea ante la mirada estrábica del calvo. “No sé leer”, dice éste, lánguido. “Yo tampoco”, contesta el otro, “Pero el chaval de las gacetas me lo leyó a cambio de dos peniques y me contó que más o menos pone algo tal que así”, y empieza a recitar:

«(…) Tras los terribles sucesos acontecidos en la irrevocablemente nublada Nottingham la pasada madrugada, a esta misma redacción nos llegan reportes que apuntan a un agente provocador de los mismos. Al parecer, un tal Ned Ludd, pronunciado Ned Ludd, autoproclamado capitán del insurgente Ejército de Justicieros, es el instigador de tales viles actos de destrucción de la propiedad privadísima de Sir John Johnson, dedicada a la lana lanosa y a derivados de diversas urdimbres; ahora, por descontado, en la ruina más ruinosa. Resulta que, el mismo Ned Ludd, un bastardo maleante, subversivo e insubordinado, acezó a sus secuaces a desmantelar las maquinarias factoriales como respuesta a lo que estos macarras bolcheviques y bolivarianos consideran como una usurpación tácita e inmoral del esfuerzo proletario y, por consiguiente, y también por extensión, del beneficio natural del fruto del mismo. Charadas, desde luego, para la época que nos atañe, en plena expansión industrial y tal, y contrarias a esta por definición, vaya. Cabe resaltar las epístolas amenazadoras y perversas que anticipaban tan lamentable actuación por parte del vulgo, en las que se exigía al divino-divino Sir John Johnson que se desprendiera de su preciosa y bien cara maquinaria antes de que, no solo la mano de obra, sino el cuerpo de obra por entero, tomara represalias; advirtiendo incluso de que no se contentarían únicamente con cobrarse propiamente el desbarajuste de los aparatos pertinentes, sino que también se llevarían por delante, por detrás, y por el mismo medio a la descendencia y equipolencia del tal Sir John Johnson con cuantas armas blancas, arrojadizas y punzantes fueran necesarias. Deja su rúbrica este tal Ludd, bajo el amparo y salvaguarda de la gentuza de su calaña, con remitente en el frondoso y no menos célebre bosque de Sherwood, lugar en el que, en estos instantes, una somanta de patrulleros orquestados por el mismísimo sheriff del condado de Nottinghamshire trata de darle caza».

“¡Pamplinas!”, dice entonces un viejo del que, sinceramente, el humilde narrador que esto relata no se había ni pispado. El viejo es un viejo inglés y estándar, común y corriente. Y lleva una larga barba blanca, pero no tan larga, y manchada de ocre nicotinesco a la altura del alto labio, y también calza una andrajosa chaqueta de tweed y un bombín decimoctávico. Pues eso, el viejales dice: “¡Pamplinas!”, y eructa birra ale, “Yo conocí (hipo) conocí (hipo) conocí (hipo) a ese tal Ned Ludd y ni de coña (hipo), vamos, que ni de coña digo se refieren (hipo) al mismo Ludlam que yo conocí (hip-hip-hipo)”.

Y, sin que nadie le preguntara nada de nada, comenzó su relato, esta vez ya sin hipo y con inusitada sobriedad:

«Galopaba por San Jorge el año de 1779, hace como treinta y pico de años, y una serie de procesos y cambios económicos, estructurales, industriales y blablablá acechaban apremiantes como pegajosos tentáculos invisibles e inminentes a la sociedad británica y no menos pecaminosa del momento. El vapor que antes no servía para nada de nada empezaba a mover ferrocarriles enteros y empezó a salirnos pelo donde antes no lo había.

»Éramos felices antes todo aquello. Bueno, digo felices y me vais a permitir semejante término, pues todos sabemos que la felicidad no sería patentada hasta que Mr. Pemberton sintetizara la Coca-Cola allá en Atlanta en la aún no celebrada añada de 1886. Éramos felices, digo, cultivando lo que fuera y tuviera forma de semilla o similar, y mezclando lo que quisiera que brotara con gachas y pastaza de pantano. ¿Qué más puede pedir un hombre, pensábamos, más que alimentarse del producto de su esfuerzo regado con el sudor de su frente despoblada?

»Entonces, tú verás, llegaron Watts y Kay, y hasta el puto Mr. Hargreaves con sus voluptuosos ingenios y artefactos y nos vimos de pronto llenos de grasa y hollín y betún y reducidos a la escoria del escombro chamuscado por el ruido de las máquinas y una deformación profesionalizada. Una mierda.

»De agasajar los campos con nuestras hoces esplendorosas pasamos a apretujar las oxidadas tuercas y tornáculos de cachivaches que ni de coña comprendíamos.

»Y ahí estaba el pobre-pobre Ned. Más tonto que un arenque. Calzando unos botines de cartón y unos tirantes de felpa barata y sin sombrero. Ajustando las bielas, manivelas, poleas y mecanismos de los cuales no conocía ni su nombre. Un poco al tuntún, como todos, vaya. Pero aquello funcionaba. Y la máquina hacía chú-chú soltando bataholas de vapor y del orificio salían requetesalían suéteres y jerséis de Jersey a tercios pelados y sin sonrisa».

El viejo vomita un poquito. Sigue:

«La cosa es que Neddy era un poco burro, ya sabéis, en todos los sentidos y acepciones del vocablo, incluso en su certera traducción. Y, pues eso, que en un momento dado por la Divina Providencia o vete tú a saber por qué coño o yo qué hostias sé por qué, estornudó o hizo una especie de aspaviento raro, como alguien que se va a cagar encima sin remedio y, para tratar de evitarlo, se mete un dedo en el ojo propio sin necesidad alguna, y, pues tal que así, una palanca se desplazó cuando no debía, un botón fue pulsado en el instante menos oportuno, un comando fue programado en parámetros incongruentes en sí mismos con un código indescifrable hasta para el desindescifrador que se desenfibrile, y todo el armatroste mecanicoso se fue a la mierda en un periquete dejando no más que una nube de humo alrededor y un insondable cráter en el suelo, manchándolo todo».

El viejo eructa, el calvo pota, el del bigote está dormido, el dipsoda pelicorinto clama trompa por Molly Malone y el tabernero anónimo yace muerto sobre la barra con un vidrio roto incrustado en el gaznate y ensuciando de escarlata sangre su camisa y el resto demás. Todos con su chaqueta de tweed impoluta y sucia, a la mismísima hora del té.

“Y nada”, sigue el viejo, “Eso fue lo que pasó. ¿A qué venía esto?” Y soltó un hipido incólume.