Hace como
una milenta de años, en la yerma estepa mongólica, una esplendorosa caravana se
llega a paso campanudo y no poco pomposo al tosco asentamiento de Karakórum,
recientemente establecido como campamento permanente por el mismísimo Gengis
Kan como base capital para su vasto imperio aún en ciernes.
A la
cabeza de la comitiva viene Xuan, emisario del Imperio tangut, vestido a la
moda china con un pijama Hanfu muy colorido y abigarrado, ornamentado con
guirnaldas y cascabeles y con una trencita de lo más graciosa saliéndole de la
cocorota. Su séquito iba más o menos por el estilo, pero un tanto más sobrio y
menos ilustre, tratando de disimular la insoportable sed que les acuciaba tras
una fastidiosa marcha por el Gobi.
Sale
a recibirles un jinete mongol con cara de no haber tenido un solo amigo en toda
su vida, escoltado por dos Mangudai, uno a cada lado, armados con sendos arcos
compuestos.
—¡Saludos!
—saluda Xuan, con un agudo tembleque en la voz. El jinete mongol responde con
un gruñido gutural.
—Mi
nombre es Xuan —continuó Xuan—, emisario del fabuloso y fantástico Imperio
tangut. Vengo aquí desde lejanas tierras allende el desierto para presentar mis
más sinceros respetos a vuestro Kan en nombre de mi honorable nación, y también
para hacerle entrega de este juego de porcelana nuevecito y a estrenar como
obsequio y gesto de buena voluntad —tosió un poco, tapándose la boca con la
manga del pijama—. Bueno, y, ejem, para que no arrase nuestros dominios y tal.
El
jinete mongol hace una seña con la cabeza a uno de sus compinches y este sale a
trote hacia una de las yurtas, la más pequeña y andrajosa de Karakórum. Vuelve
al rato, tras un silencio de lo más incómodo, acompañado por un venerable
anciano con pintas de monje tibetano que se apoya en un bastón de palo y que
calza en el lomo una chepa muy, pero que muy parabólica.
—¡Wololó,
forasteros! —saludó el monje (así saludaban los monjes por aquel entonces)—. Mi
nombre es Pinipong, y haré las veces de humilde intérprete durante vuestra
estancia en Karakórum. Sean bienvenidos —hizo una leve reverencia con la cabeza
y el espantoso crujido de varias de sus vértebras hizo que unos cuantos cuervos
levantaran el vuelo—. Adelante, pasen a la yurta de invitados y descansen un
poco. Ahora mismo les agasajaré con un poco de té de matojo.
Xuan
y compañía se apretujaron como bien pudieron en la angosta yurta y aprovecharon
para descalzarse las sandalias de sus doloridos y diminutos pies. Enseguida apareció
Pinipong con el apestoso té y lo sorbieron a regañadientes y quemándose los
labios.
—¿Y
bien? —dijo entonces Pinipong— ¿Qué les trae por esta estepa, si se puede
saber?
—Pues
lo típico —masculló Xuan, con la lengua abrasada—, movidas diplomáticas y todo
ese rollo. Venimos a charlar con vuestro líder, Gengis Kan, ya sabes, para que
no se nos lleve por delante con su horda y nos parta al medio.
—Ya
veo —dijo Pinipong—. Pues me temo que el Gran Kan no podrá recibirles por el
momento. Justo ayer marchó a Samarcanda a luchar contra los jorezmitas, esos
mamelucos del demonio, y supongo que tardará un rato en regresar.
—Vaya
—respondió Xuan—, pues sí que es una jodienda.
—Y
tanto que sí —sentenció Pinipong.
—¿Entonces?
—preguntó Xuan, contrariado.
—Pues
podéis volver por donde habéis venido, y, si tal, regresáis para el otoño o así
—dijo Pinipong—. A ver si tenéis mejor fortuna.
—Pero
no podemos marcharnos así, sin más —protestó Xuan—, venimos francamente
agotados y apenas sin provisiones —un par de lágrimas resecas manaron de sus
rasgados ojos—. ¿No podríais convidarnos, aunque sea, a una pequeña merendola
antes de que emprendamos la marcha a Yinchuan?
—Tampoco
nosotros tenemos gran cosa —contestó Pinipong—. Como ya os dije, el Gran Kan
partió ayer con su horda; y se llevó consigo todos los víveres.
—¡Qué
jodienda! —se quejó Xuan.
—Pero
se me ocurre una cosa —dijo Pinipong.
—¿Qué
cosa? —preguntó Xuan.
—Podemos
escribir a Yami-Yam, y encargar algo de picoteo —aclaró el monje.
—¿Yami-qué?
—Yami-Yam
—reiteró Pinipong—. El servicio de comida a domicilio más eficiente del mundo
mundial. Verás, aquí en Mongolia contamos con un sistema postal de lo más
práctico. Una ruta de correos que atraviesa toda la estepa y que consiste en un
ciento de estaciones de repostaje y relevo de los mensajeros, una larga, larga,
larga cadena desde el lago Baljash hasta el mojado mar oriental. Nuestros
jinetes son capaces de cubrir toda la anchura del territorio en apenas unos
días, si es que no les alcanza un rayo por el camino —explicó—. Podríamos pedir
la manduca al mismo macizo de Altái y tenerla aquí en un periquete. Solo hace
falta contar con palomas mensajeras para encargar los pedidos.
—¿Mensajeras?
—No,
no te ensajero.
—¡Pues
no se hable más! —exclamó Xuan agitando los brazos y haciendo tintinear cuantos
cascabeles colgaban de sus ropajes— ¡Pidamos, pero tal que ya mismo, un auténtico
banquete! ¡Arroz tres delicias! ¡Pollo Kung Pao! ¡Cerdo agridulce! ¡Pato a la
pekinesa! ¡Un tonel de ramen! ¡Y rollitos de primavera para todos!
El
séquito al completo hizo una ovación exageradísima y salivaron como salivan los
salivanes.
—¡Hurra,
hurra, hurra! —vitorearon todos, excepto uno, que estaba afónico y además era
mudo.
—No
tan rápido —apaciguó Pinipong—. Aquí no tenemos nada de eso —y le alcanzó a
Xuan un mustio folleto de menú escrito con letras raras—. En Mongolia tenemos
únicamente dos tipos de platos; los blancos, que son queso o yogur de yegua, y
los marrones, que básicamente son salchichas de caballo con salsa de caballo y
sin patatas. Y de beber, airag.
—¿Y
eso es…? —inquirió Xuan.
—Leche
de yegua fermentadísima —respondió el otro.
Los
tangutos se aguantaron una arcada colectiva, tratando de disimular el asco
diplomáticamente, y, al poco, aceptaron aun reacios.
Y
así fue que el monje Pinipong agarró una de las palomas mensajeras, ató la
comanda a una de sus mutiladas patas y, sin más preámbulos ni ceremonias ni
nada de nada, la arrojó de cuajo a los vientos de la estepa.
* * *
Al
oeste, en el Altái, crecía y vivía un joven mongoloide llamado Glovuyín.
Glovuyín se ganaba el parné pastoreando los rebaños de su tribu, cazando alguna
que otra liebre despistada que le pudiera salir al paso, y también haciendo las
veces de correo de la Yam cuando llegaba algún recado.
Pero
aquella mañana, aquella fría mañana de agosto, Glovuyín no tenía más tarea que
vigilar que las ovejas, las cuatro ovejas y media que aún les quedaban tras los
ataques de la jauría del temible lobo Ornlu, no se fueran demasiado lejos del
campamento. Así que se tumbó en una ladera cercana y se lio un tremendo canuto
de cardo uzbekistaní para pasar el día.
Apenas había pegado dos largas caladas humeantes
cuando advirtió que su mamá, Qulan, la de los fornidos muslos, le hacía gestos
y ademanes con los brazos desde la lontananza.
—¡Glovuyín!
—oyó que le gritaba.
—¿Qué?
—aulló Glovuyín.
—¡Baja
aquí! —vociferó Qulan.
—¡Ahora
después! —regateó Glovuyín.
—¡Como
no bajes ahora mismo te arranco la cabeza!
Glovuyín
corrió a toda prisa colina abajo temiendo de veras por su integridad física y
se encontró con su mamá Qulan esperándole con un papelajo en la mano gruesa, la
de los tortazos.
—¿Eso
qué es lo que es? —preguntó Glovuyín, hiperventilado.
—Pedido
de la Yami-Yam —aclaró Qulan, entregándole la comanda—, agarra un penco y sal
para Karakórum cagando hostias.
—¿¡Karakórum!?
—exclamó Glovuyín— ¡Pero si eso está a tomar por el mismo culo! ¡Además, todos
los jinetes de la Yam están en la horda del tío Gengis, allá por Jorasmia!
¡Tendría que hacer todo el trayecto yo solito!
—¡Mal
rayo te parta como no marches para allá tal que ya mismo! —amenazó Qulan, y
ambos esbozaron una mueca de pavor en sus rasgados párpados, mirando al cielo.
Por todos es bien conocido que lo único que acobarda, amilana y, en paráfrasis,
acojona a los mongoles es un buen relámpago certero y fulminante.
—¡Vale,
vale! —accedió Glovuyín—, pero al menos dime qué pone en este papelucho; yo no
sé leer.
—¡Ni
yo, pedazo de idiota! —le propina un coscorrón en la chola con la mano gruesa—,
¡Tú lleva un puñado de todo y regresas con lo que sobre!
—¡Está
bien, está bien! —dijo Glovuyín, rascándose el cacumen.
Glovuyín
llenó su ambarina mochila cúbica con salchichas rancias, queso pestoso y algo
de airag maloliente y a medio cuajar, se encaramó a horcajadas de su viejo
jamelgo, al que nunca se les ocurrió ponerle nombre alguno, y partió raudo como
una diarrea hacia el oriente.
Galopaba
Glovuyín por la llanura, y el galopar del viejo jamelgo resonaba bajo su
trasero como las dos mitades de un mismo coco chocando entre sí. Galopaba
Glovuyín por la planicie, mecido por el vaivén de la marcha en allegro ma
non tropo. Galopaba Glovuyín por los vastos eriales de Mongolia, con la
mirada fija en el remoto horizonte y sin pensar en apenas nada.
Y,
antes de darse cuenta siquiera, Glovuyín se durmió a las riendas.
Días
después, despertóse Glovuyín con un espantoso y acre regusto a cardo en la boca
pastosa y con la triste novedad de que el viejo jamelgo había muerto entre sus
piernas, quizás de agotamiento, o tal vez de sed, o incluso de viejo; no se
podía saber. Mientras tanto, un cuervo de plumas negras se daba un estupendo
festín con sus ojos.
—¡Mosquis!
—se dijo Glovuyín, mirando alrededor, donde solo había inconmensurable estepa
llena de distancia. Un auténtico secarral infame y baldío en todas direcciones.
La extensión por antonomasia en el mismísimo medio de la nada. Un océano de
suelo.
Y
así, con una refulgencia cegadora, un rayo certero y fulminante venido de los
cielos impactó de lleno en el cráneo de Glovuyín, convirtiéndolo en difunto
antes de poder siquiera escuchar el propio trueno.
* * *
Para aquel
entonces, Xuan y su comparsa ya se habían hartado de esperar por el almuerzo y,
tomando eso mismo como una grave ofensa interimperial y mayúsculo agravio,
habían vuelto a Yinchuan con los mondongos vacíos y huecos y lanzando toda
clase de improperios y borborigmos.
A su regreso, el emperador de turno, informado de dichas vicisitudes y considerando tal afrenta, decidió declarar la guerra a los mongoles con carácter retroactivo e inmediato. Guerra que, por supuestísimo, finalmente perdieron al lustro; y el imperio Tangut fue arrasado de una vez por todas, desapareciendo para siempre, siempre, siempre.
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