2.9.21

Cuentos de la taberna del Cuervo Blanco: Retales modernos.

Corre el tristísimo año de Nuestro Señor de 1812 en la encapotada aldea de Chesterfield, en el condado de Derbyshire. Dos lugareños de horrorosa dentadura juegan al bridge en el poco pomposo pub del pueblo, conocido por aquellos entonces como el Cuervo Blanco, embriagados desde hace rato por los efluvios de la brown ale de la casa y ataviados con sendas chaquetas de tweed desgastadas y andrajosas.

“¿Te has enterado?”, dice el primero. “¿De lo qué?”, responde el otro, ajustándose un bombín anacrónico para tratar de ocultar su incipiente calvorota. “De las revueltas del otro día en Nottingham”. “Ah, pues ni papa. ¿Qué pasó?”. “Al parecer unos exaltados reventaron los telares mecánicos de la textilería local y redujeron la factoría a escombros. No sin antes destrozarle la jeta al patrón a base de patazos y puñetadas tras una deliciosa sesión de la vieja ultraviolencia”. “Vaya”, dice el disminuido capilar, “Desde luego que no se andan con mindundeces en Nottingham”. “Y tanto que no”. “¿Y eso debido a?”, cuestiona el alopécico. “Pues que dicen que esos cacharros del demonio les están quitando el curro. Que antes sí, la brega era más chunga y tal, más farragosa, pero claro, por lo menos tenían trabajo. Aunque estuvieran doblando el lomo de sol a sol (me refiero a esa exótica cosa pálida que se adivina tras los nubarrones) podían, como poco, alimentar a sus familias, y en cambio ahora más de la mitad del pueblo se aburre de lo lindo y fenece de apetito. Vamos, que ni tanto, ni tan calvo”. “¡Qué me vas a contar!”.

               Ambos beben de sus pintas y otro dipsoda al fondo de la tasca comienza a canturrear: “En la bella ciudad de Dublín, las muchachas hermosas son como un jazmín…”, pero un eructo inmundo seguido del tradicional vómito termina con el lamentable espectáculo antes incluso de que nadie llegara a protestar por la nefasta entonación.

“Hazte así”, dice el calvo. “¿Así, cómo?”, pregunta el otro. “Tienes el mostacho lleno de espuma”. “Me la guardo para el final”. “Tipo listo”. Y vuelven a beber.

“Pero aún no te he contado lo mejor”, dice el del bigote. “Cuenta, cuenta”, apremia el otro. “Pues, mira”, saca un recorte de The Sun del mohíno bolsillo de su chaqueta de tweed y lo menea ante la mirada estrábica del calvo. “No sé leer”, dice éste, lánguido. “Yo tampoco”, contesta el otro, “Pero el chaval de las gacetas me lo leyó a cambio de dos peniques y me contó que más o menos pone algo tal que así”, y empieza a recitar:

«(…) Tras los terribles sucesos acontecidos en la irrevocablemente nublada Nottingham la pasada madrugada, a esta misma redacción nos llegan reportes que apuntan a un agente provocador de los mismos. Al parecer, un tal Ned Ludd, pronunciado Ned Ludd, autoproclamado capitán del insurgente Ejército de Justicieros, es el instigador de tales viles actos de destrucción de la propiedad privadísima de Sir John Johnson, dedicada a la lana lanosa y a derivados de diversas urdimbres; ahora, por descontado, en la ruina más ruinosa. Resulta que, el mismo Ned Ludd, un bastardo maleante, subversivo e insubordinado, acezó a sus secuaces a desmantelar las maquinarias factoriales como respuesta a lo que estos macarras bolcheviques y bolivarianos consideran como una usurpación tácita e inmoral del esfuerzo proletario y, por consiguiente, y también por extensión, del beneficio natural del fruto del mismo. Charadas, desde luego, para la época que nos atañe, en plena expansión industrial y tal, y contrarias a esta por definición, vaya. Cabe resaltar las epístolas amenazadoras y perversas que anticipaban tan lamentable actuación por parte del vulgo, en las que se exigía al divino-divino Sir John Johnson que se desprendiera de su preciosa y bien cara maquinaria antes de que, no solo la mano de obra, sino el cuerpo de obra por entero, tomara represalias; advirtiendo incluso de que no se contentarían únicamente con cobrarse propiamente el desbarajuste de los aparatos pertinentes, sino que también se llevarían por delante, por detrás, y por el mismo medio a la descendencia y equipolencia del tal Sir John Johnson con cuantas armas blancas, arrojadizas y punzantes fueran necesarias. Deja su rúbrica este tal Ludd, bajo el amparo y salvaguarda de la gentuza de su calaña, con remitente en el frondoso y no menos célebre bosque de Sherwood, lugar en el que, en estos instantes, una somanta de patrulleros orquestados por el mismísimo sheriff del condado de Nottinghamshire trata de darle caza».

“¡Pamplinas!”, dice entonces un viejo del que, sinceramente, el humilde narrador que esto relata no se había ni pispado. El viejo es un viejo inglés y estándar, común y corriente. Y lleva una larga barba blanca, pero no tan larga, y manchada de ocre nicotinesco a la altura del alto labio, y también calza una andrajosa chaqueta de tweed y un bombín decimoctávico. Pues eso, el viejales dice: “¡Pamplinas!”, y eructa birra ale, “Yo conocí (hipo) conocí (hipo) conocí (hipo) a ese tal Ned Ludd y ni de coña (hipo), vamos, que ni de coña digo se refieren (hipo) al mismo Ludlam que yo conocí (hip-hip-hipo)”.

Y, sin que nadie le preguntara nada de nada, comenzó su relato, esta vez ya sin hipo y con inusitada sobriedad:

«Galopaba por San Jorge el año de 1779, hace como treinta y pico de años, y una serie de procesos y cambios económicos, estructurales, industriales y blablablá acechaban apremiantes como pegajosos tentáculos invisibles e inminentes a la sociedad británica y no menos pecaminosa del momento. El vapor que antes no servía para nada de nada empezaba a mover ferrocarriles enteros y empezó a salirnos pelo donde antes no lo había.

»Éramos felices antes todo aquello. Bueno, digo felices y me vais a permitir semejante término, pues todos sabemos que la felicidad no sería patentada hasta que Mr. Pemberton sintetizara la Coca-Cola allá en Atlanta en la aún no celebrada añada de 1886. Éramos felices, digo, cultivando lo que fuera y tuviera forma de semilla o similar, y mezclando lo que quisiera que brotara con gachas y pastaza de pantano. ¿Qué más puede pedir un hombre, pensábamos, más que alimentarse del producto de su esfuerzo regado con el sudor de su frente despoblada?

»Entonces, tú verás, llegaron Watts y Kay, y hasta el puto Mr. Hargreaves con sus voluptuosos ingenios y artefactos y nos vimos de pronto llenos de grasa y hollín y betún y reducidos a la escoria del escombro chamuscado por el ruido de las máquinas y una deformación profesionalizada. Una mierda.

»De agasajar los campos con nuestras hoces esplendorosas pasamos a apretujar las oxidadas tuercas y tornáculos de cachivaches que ni de coña comprendíamos.

»Y ahí estaba el pobre-pobre Ned. Más tonto que un arenque. Calzando unos botines de cartón y unos tirantes de felpa barata y sin sombrero. Ajustando las bielas, manivelas, poleas y mecanismos de los cuales no conocía ni su nombre. Un poco al tuntún, como todos, vaya. Pero aquello funcionaba. Y la máquina hacía chú-chú soltando bataholas de vapor y del orificio salían requetesalían suéteres y jerséis de Jersey a tercios pelados y sin sonrisa».

El viejo vomita un poquito. Sigue:

«La cosa es que Neddy era un poco burro, ya sabéis, en todos los sentidos y acepciones del vocablo, incluso en su certera traducción. Y, pues eso, que en un momento dado por la Divina Providencia o vete tú a saber por qué coño o yo qué hostias sé por qué, estornudó o hizo una especie de aspaviento raro, como alguien que se va a cagar encima sin remedio y, para tratar de evitarlo, se mete un dedo en el ojo propio sin necesidad alguna, y, pues tal que así, una palanca se desplazó cuando no debía, un botón fue pulsado en el instante menos oportuno, un comando fue programado en parámetros incongruentes en sí mismos con un código indescifrable hasta para el desindescifrador que se desenfibrile, y todo el armatroste mecanicoso se fue a la mierda en un periquete dejando no más que una nube de humo alrededor y un insondable cráter en el suelo, manchándolo todo».

El viejo eructa, el calvo pota, el del bigote está dormido, el dipsoda pelicorinto clama trompa por Molly Malone y el tabernero anónimo yace muerto sobre la barra con un vidrio roto incrustado en el gaznate y ensuciando de escarlata sangre su camisa y el resto demás. Todos con su chaqueta de tweed impoluta y sucia, a la mismísima hora del té.

“Y nada”, sigue el viejo, “Eso fue lo que pasó. ¿A qué venía esto?” Y soltó un hipido incólume.

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