28.2.22

Phábula de Esquilo y Quelonio | canto decisorio: El asunto quelonio (Parte II)

(Parte I)

              Hermes, el heraldo de los dioses, desciende de los cielos sostenido por sus deportivas Niké aladas, sacude su caduceo engalanado con guirnaldas y anuncia:

HERMES:             ¡APUESTA, APUESTA, APUESTA!

ESOPO:                ¡Estupendo! Ya está todo dispuesto para el pistoletazo de salida, honor que corresponde al semicentauro Antónios, el único centauro de la ecúmene que carece de cuartos traseros equinos.

ZENÓN:               Pues a mí me parece un tipo normal.

               En ese precioso instante, Antonios levanta sobre su cabeza una Smith & Wesson reglamentaria y dispara al aire, acertándole entre los ojos a un meteco de entre el público, y da comienzo la espantada.

ESOPO:                ¡Y ahí van! ¡La cierva de Cerinea se coloca rápidamente en primera posición, seguida de cerca por la liebre! La nube de polvo en suspensión apenas nos deja percibir lo que ocurre… ¡Oh! ¿Qué es lo que veo? ¡Parece que el catoblepas ha aplastado con sus pesuños a la mantícora enana! ¡Primera baja de la jornada!

ZENÓN:               Ha quedado convertida en un auténtico despojo, desde luego.

PORFIRIO:           ¡Qué infortunio!              

ESOPO:                ¡Atención ahora porque se acercan a la ribera del Glafkos! ¡La cierva lo salta con la elegancia de un gamo, la liebre hace lo propio y les siguen todos los demás haciendo gala de las más diversas técnicas de natación, brinco y/o planeo! ¡Pero qué ven mis ojos! ¡Parece que el hipocampo está teniendo problemas en su propio elemento y…! ¡Sí! ¡Se va a pique sin remedio! ¡Hipocampo fuera!

PORFIRIO:           ¡No! ¡Era mi favorito!

ZENÓN:               ¡Pasto para las anguilas electrónicas! ¡Guau!

ESOPO:                ¡Ojo, que aquí no hay pausa! ¡Un tartesio emperifollado de luces irrumpe en el camino con mucho arte y apuñala al ofiotauro en todo el lomo con un estoque de Damocles! ¡Otro menos!

ZENÓN:               ¡Olé!

PORFIRIO:           ¡Desde luego, no hay derecho!

ESOPO:                ¡Se aproximan ahora a la encrucijada de Clarksdale, Misisipi, donde deberán tomar el camino de la izquierda para no salirse de la ruta! ¡Pero qué le pasa a la esfinge, por Hécate!

PORFIRIO:           ¡Parece que duda!

ZENÓN:               ¡Efectivamente! ¡No sabe qué camino escoger!

ESOPO:                ¡Me cago en el lacto! ¡Se acaba de desgarrar la garganta con sus propias zarpas, presa de la desesperación catatónica!

ZENÓN:               ¡Fíjate cuánta sangre!

PORFIRIO:           ¡Vaya chasco!

ESOPO:                ¡Y esto no para! ¡Quien tiene problemas en este momento es el catoblepas, que parece estar sufriendo un ataque de asma neumática por el esfuerzo! ¡Vaya! ¡Ha caído rendido entre estertores agoreros!

PORFIRIO:           Una hiperventilación alveolar de libro.

ZENÓN:               Sí, está muerto.

ESOPO:                Repasemos la clasificación; En el céfalo de la carrera la preciosísima cierva de Cerinea, seguida de cerca por la liebre, con varios cuerpos de ventaja sobre el pelotón compuesto por el resto de supervivientes de la hecatombe. Y atrás, más atrás, muy atrás, por detrás del todo, el pobre pobre quelonio, que por lo menos sigue a su ritmo lánguido, pero sin pausa. ¿Cómo lo ves, Z?

ZENÓN:               Pues te diría que, según la paradoja de la flecha y a efectos cuánticos, en este preciso instante no se está produciendo movimiento alguno, oigan.

PORFIRIO:           ¿Cuánto de cuántico?

ZENÓN:               ¡Cuantiquísimo!

ESOPO:                Hablando de flechas, ¿Habéis visto esa saeta silbando por los aires?

PORFIRIO:           ¡Ay, mi madre! ¡Es Heracles! ¡Parece que trata de dar caza a la cierva con su arco, el muy canalla!

ZENÓN:               Pues no es temporada…

ESOPO:                Tranquis, por muy semidiós que sea, jamás alcanzará con sus flechas a la divina divina cierva de Cerinea… Uf…     

ZENÓN:               ¡En toda la cabeza!

PORFIRIO:           ¡Menuda carnecería, rezeus!

ESOPO:                Pues, así las cosas, tenemos a la liebre en primera posición. Pero vaya…

ZENÓN:               ¿Es que no van a dejar de ocurrir cosas?

ESOPO:                ¡Ya te digo! Resulta que, confiada por su ventaja y haciendo gala de una petulante soberbia que jamás habríamos imaginado, ha decidido acostarse bajo un olmo y echarse una reconfortante siesta, ¡menuda es la liebre!

PORFIRIO:           ¡Es que es íbera!

ESOPO:                ¡Pues ahora es la pérfida quimera quien se coloca en cabeza! ¡Mosquis! ¿Qué daimones es eso?

               De entre los peñascos asoma una bestia extraña, una suerte de perro mitad lobo, mitad zorro, mitad perro, mitad cartún; conocido en las ignotas y bastas mesetas de Arizona como coyote (Carnivorous Vulgaris). De detrás de su lomo se saca un lanzacohetes homologado de la marca ACME y lo dispara sin contemplaciones. El proyectil ejecuta una parábola brownoidea con doble tirabuzón y carpado horizontal, impactando de pleno en la susodicha quimera y haciendo bum.

ZENÓN:               ¡Bum!

PORFIRIO:           ¡Por todos mis aliños! ¡La ha dejado hecha un yogur!

ESOPO:                ¡Ojo, porque ahí regresa Heracles a paso raudo! ¡Parece que aún le queda algún recado pendiente! ¡Sí, en efecto! ¡Alcanza sin despeinarse al jabalí de Erimanto y lo decapita usando sus propios pulgares!

ZENÓN:               ¡Qué pelazo!

PORFIRIO:           La verdad es que sí…

ESOPO:                ¡Bueno, bueno, bueno! ¡No nos distraigamos ahora, los contendientes se aproximan al último tramo del dólico, el decisorio! ¡Sortear el despeñadero del Afrodiso! Una insondable garganta más profunda que el mismo Hades, aunque también menos interesante, por no ser más que un boquete en el hueco de un hoyo en un agujero.

ZENÓN:               Eso es así.

ESOPO:                ¡El dodo llega primero, perseguido por el coyote, sacude sus ridículas alitas y…! ¡Sí! ¡Parece que, después todo, vuela! ¡Por detrás, el coyote, galopa varios metros por el vano hasta que repara en que está incumpliendo, como poco, diecisiete leyes de la física gravitacional newtoniana, muestra un letrero que reza “Oh-oh”, y cae, cae, cae al abismo dejando tras de sí la caricatura de un chistoso nimbo de pantomima con su figura!

PORFIRIO:           Y no se supo más.

ESOPO:                ¡Atención ahora porque ahí llega el cinocéfalo papión! ¡Se prepara para el salto y…! ¡Por Zeus! ¡El semisimio infla una especie de vejiga natatoria monstruosa en su abdomen y cruza flotando! ¡Lo veo y no lo creo!

ZENÓN:               ¡Joder, qué ascazo!

ESOPO:                ¡Y así, sin más, alcanza al dodo en pleno planeo y lo devora de una dentellada certera! ¿¡Pero qué!? ¡El peso del dodo en los mondongos provoca que el papión también se precipite al fondo de la fosa! ¡Qué final!

PORFIRIO:           Ya sólo quedan la liebre y la tortuga…

ESOPO:                ¡Justamente! Pero eso, como bien dijera Heráclito al meter los pies en el río, es otra historia.

CORO:                 Y tal que así fue como el célebre dólico de los aqueos llegó a su terminación como la misma vida; dejando un majestuoso reguero de sangre y ni un solo vencedor. El quelonio, sin embargo, prosiguió con su periplo a paso lento y desacompasado; y por ello imploramos a las musas que sean inspiradoras de este canto (que prometemos será el ultimisimísimo). Anduvo dilatados días a través del Ática, Beocia y Tesalia, y entre medias el dorado Apolo le afanó al bueno de Helios su esplendoroso carromato. Cruzó Macedonia entera y buena parte de la Tracia, y siguió, y siguió con eternizada parsimonia y se llegó después de eso hasta las lejanas tierras de Polonia, donde fue vilmente capturado por las broncíneas y oropeladas garras de un pajarraco de Estínfalo perverso y hitchcockiano. Este se lo fue a llevar por los aires de Céfiro, desvolando el camino practicado rumbo sur y doblando hacia occidente, pasando por la anhelada Ítaca donde Penélope tejía que te tejía una bufanda requetelarga para el rey Laertes. Atajaron por el mar jónico, que nada, pero nada, tiene que ver con los jonios, y, en una tierna mañana, alcanzaron por fin la trigonal y humeante ínsula de Sikelia. De esto que al avechucho de plumas de oro peladas le aguza un hambre atroz, y otea desde lo alto en busca de una buena piedra, aunque no fuera precisamente preciosa, contra la que arrojar su presa, destrozar el cascarón, y así dar comienzo a tal banquete. Y resultó que por allí mismo pasaba, en rutinario pindongueo matutino, un viejo carcamal eleusino y de reluciente cocorota, conocido en sus tiempos entre los hombres por el humilde y sobrevalorado antropónimo de Esquilo. Sucedió en un pliki, y de esto no hubo testigo alguno, que el quelonio, libertado por fin de las garras de su volante captor, fue a estrellarse de canto contra el cráneo del dramaturgo, resultando del todo incólume, pero dejando a este último metamorfoseado en una auténtica ruina minoica y perfectamente difunto, consumándose así el vaticinio profetizado por la Pitia allá en Delfos un puñado de años atrás. Después de esto, el tortugo se fue por ancas a paso sanguinolento y concluyó sus días quizá por Cabo Verde, o Madagascar, por ahí o por cualquier otro archipiélago similar de clima tropical y habla portuguesa. Heracles, sin en cambio, dio muerte al pájaro con otra de sus puntiagudas flechas y le llevó los despojos desplumados a su adorado Euristeo a la sombra de las pétreas columnas de la Argólida, que le obsequió con un amablemente con un cálido besito. Y ya como epílogo hay que decir que la altanera liebre jamás nunca volvió a despertar, y que cuando cayó el invierno se murió de frío.

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