Es
miércoles cientos noventa y pico en el decadente y bien poco lustroso barrio de
Koboldo. Nos encontramos —esto es mi plural mayestático y vuestro humilde
narrador mismo, aquí presente— apuntalados de cualquier manera en la grasienta
barra del Pancró, compartiendo una cerveza Amarillo sin espuma y masticando las
sobras de alpiste que dejara el pretérito ocupante del taburete, allá por el
martes. Sin más.
Afuera ocurre
entonces un fenómeno meteoro y lógico del todo inusual y exclusivo, y es que
una serie de nubarrones obscuros como patada de monja vinieron a agruparse en
una suerte de conglomerado de condensación homeostática y justo sucede, tras el
relámpago-centella con su tronar reglamentario que todos conocemos, una única
lluvia momentánea y sólida, como si todo el diluvio coagulado en una sola gota
gorda y obesa cayera de golpe y porrazo. Y ya.
Todo esto
puede, quizás, resultar del todo interesantísimo para cualquier lector
medianamente distraído que pueda toparse con este pasaje; pero la historia que
ciertamente nos atañe es diametralmente opuesta e incluso, si me lo permiten,
un tanto más vulgar.
Dice así:
Un quídam
nefasto e imperecedero, pero cualquiera, entra en el peor baño de Escocia. De
este personaje no conocemos ni su nombre, ni su aspecto, ni su religión o
afiliación política y, ni que decir tiene, tampoco nos interesa. Lo único que
nos interesa de su mera existencia es que, en este mismo instante que
miserablemente tratamos de relatar, agarra con su índice y su pólice oponible el
medallón de la cremallera de su bragueta, lo baja todo ello con un rasgueo de
lo más melódico, y del interior de la bragadura extrae un pene semierecto de lo
más genérico y superestándar.
Inmediatamente
pasa que, del mismísimo extremo del rosado glande, esa especie de abertura, ese
guiño, esa brecha bondadosa conocida modestamente como meato, emerge un
chorrazo dorado con brillo propio y refulgente, un hilo oropelado de aroma
acre, agrio y avinagrado. Un auténtico manantial aeropónico y parabólico
confirmando prácticamente todas las reglas y conformidades de la física
moderna.
A esta
profusión líquida, en cuanto a su colisión con la superficie porcelanoidea
preparada ad hoc para tal acto (contingente y necesario), la denominaremos de aquí en
adelante como Chorro
Musical.
El
quídam en cuestión está orinando. No es nada particular, todos nos hemos visto
en esa al menos una vez en la vida, o ninguna. El quídam mea y se dice: “Uf, por fin que meo”. Y a continuación dice: “Y, también
te digo, que te agradezco que te vayas de mí, porque ya no te aguantaba. Que
saciaste mi sed antaño, hace un rato, pero que ya no te necesito. Estuvo bien y
tal, no me tomes como un malaje… pero tú y yo sabíamos que esto no era más que
un tránsito momentáneo, un filtrar de nefrona y ciao. Que tú no eres sino al
desprenderte de mí, y yo sin ti no soy nada más que un quídam”. Esto último se lo dice al Chorro Musical.
Mientras
tantísimo, el Chorro Musical sigue manando, esculpiendo una ojiva broncínea y
fulgurante como levitando sobre el váter y alrededor.
El
quídam continúa a lo suyo: “Lo
interesante de nuestra concomitancia es que, pragmáticamente, subyace en la huida
o «volo e fuga» del uno para con el otro. Y eso me inspira varios dilemas
ontológicos y ciertos delirios derivados que ni por asomo estoy dispuesto a
manifestar por aquí. Pero una cosa es segura: Las sepias son expertas en la
sagaz sutileza del camuflaje”.
El
tintineo de la cascada miccinoica templa unos armónicos que ni la misma Euterpe
en su primer álbum. Salpica el suelo y parte de la pared. Entra en comunión con
el charco de las meadas ancestrales.
En
eso que el quídam sigue: “Lo que
vengo a decirte, así en confianza, es que no sé qué se viene a continuación. Tú
dejarás de fluir algún día, y te irás por el desagüe, al mar o donde fuere. Y
yo me quedaré aquí mismo, con la pija en la mano y sin mear, y… mierda, ¿y qué
será de mí entonces?”.
El
Chorro Musical mantiene su acorde prolongado e impertérrito. Un trémolo acuoso
con algo de arena. Durante un rato.
Alguien
llama a la puerta.
El
quídam, ahora en voz alta: “¡Ocupado!”.
El
Chorro Musical se desvía de su trayectoria practicando una suerte de clinamen,
anegando el suelo de un húmedo amarillo mostaza pollo curry.
¿Por dónde íbamos? ¡Ah, sí! El quídam trata de
enderezarse y recuperar la perpendicular, el Chorro Musical rezuma caudal como
un Orinoco orinado, el quídam piensa para sí: “¿Qué
son estos malditos animales?”.
Y
es entonces cuando sucede.
[A PARTIR
DE AQUÍ LA VOZ DEL NARRADOR SE VUELVE UN 17% MÁS DRAMÁTICA Y SOBREACTUADA]
Una
anomalía gravitacional posgenital, debido a pequeñas variaciones, provoca que
—nadie sabe muy bien por qué— el genuino e indivisible Chorro Musical se separe
en dos (¡2!) Chorros Musicales, un auténtico doppelgänger de la naturaleza en
ambas direcciones, un redoble de fluido percutido en todo el puto suelo y
mientras tanto llaman a la puerta a puñetadas y patazos y, con las mismas, el
quídam: “¡Ocupado!”.
Total, que aquí seguimos esperando por mear.
Adriaen van Ostade |
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