—¿Para cuándo tendrás listo el relato,
Village? —Fue lo único que entendí del incesante y airado torrente que soltaba
mi jefe, Peter Walden, por su grasienta bocaza mientras me rociaba con una
lluvia de espumarajos e insultos. Hacía ya un rato que mi cabeza se había
evadido a lugares más tranquilos y silenciosos, algo así como una sala de
espera cualquiera cuando aún quedan muchos turnos hasta que llegue el tuyo.
—Tres días más, Village. Si en tres días no
tienes mi relato —enfatizó
ese “mi”—, te vas a la calle ¿qué clase de escritor no escribe nada en dos
meses? ¡dos meses!
—Está bien
—respondí con desidia—, ¿puedo irme ya? —eso le enfureció aún más.
—Largo de
mi vista —dijo con seriedad.
Salí del
pequeño despacho y de su atmósfera de humo y sudor y me dirigí con una sonrisa
hacia las escaleras. Sabía que todos habían oído la riña. No me importaba. Lo
cierto es que por dentro me sentía más triste que el tubo de cartón que es
olvidado cuando se ha terminado el papel higiénico y otro ocupa su lugar. Aquella
era una sonrisa ensayada frente al espejo. Todo va bien, dice, pero no mires
mis ojos tristes.
La calle no
estaba diferente al resto de los días. En eso pensaba. Brillaba el sol con
alguna nube blanca blanca de paso, se oía algún gorrión entre las ramas de
aquellos árboles que La Máquina aún permite en la ciudad y el sosegado bullicio
de coches y zapatos bailando al que ya estamos tan acostumbrados. No era un día
diferente, no. Seguía sin conseguir escribir dos palabras. Lo único distinto
era que ya sólo me quedaban tres días de sueldo.
Crucé la
calle con el semáforo en rojo. No pasó nada. Ni siquiera me cayó una maceta en
la cabeza al llegar al otro lado. Nada, otra vez. Hasta que oí la música dentro
de aquel bar. Pasaba a menudo delante de ese tugurio, nunca me fijé en su
nombre, y siempre se escuchaba algo de música dentro si no había fútbol, pero
nunca había entrado.
¿Por qué
entré esta vez? Supongo que porque no me había atropellado ningún coche antes,
ni me había caído una maceta en la cabeza.
No era un
bar demasiado diferente al resto de bares. Tenía una barra, una camarera,
botellas, mesas, sillas, taburetes, bufandas deportivas, servilleteros y gente
hablando y gente callada. Miento, sólo había una persona callada. Una chica
joven, con pelo claro recogido en una coleta y unas alegres pecas en la nariz.
Bebía café con hielo y ojeaba una revista, quizá la National Geographic. —Espera a alguien, eso seguro —pensé, y me
senté en una mesa junto a la ventana.
La camarera
se acercó sonriente. —¿Qué va a ser? —Un vaso de agua y un poco de pan blanco,
por favor.
Saqué mi
bloc de notas Enri y lo abrí por una
página en blanco. Embadurné una de las
rebanadas en mostaza, le di un bocado y empecé a pensar en qué demonios
escribir.
Después de
treinta y cuatro rúbricas y un dibujo de Walden ahorcado lleno de moscas
levanté la vista y mi mirada se cruzó fugazmente con la de la chica de la National Geographic.
Bloqueo. No me concentro. No sé qué
escribir. No sé escribir. ¡Hola, hombre con sombrero! ¿No habrá visto usted,
por casualidad, a mi inspiración? Llevaba un cascabel atado al cuello para no
perderla, pero al parecer no era más que un… ¿Un qué? ¿Qué habré tomado por
cascabel? ¿Qué le habré atado al cuello en lugar de un cascabel? Esta cabeza
mía. Ambientador de pino para coches, ahora también de limón. Tendremos fuertes
rachas de viento por toda la Península. ¿Me cobra? Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac. Suena un cláxon.
Comprar sal.
Tiré el
lápiz sobre la mesa, enojado, di otro bocado de pan con mostaza y bebí un poco
de agua. Me puse a hacer papiroflexia con un puñado de servilletas que me
agradecían la visita. Debería dejar de mentir en lo que escribo, la verdad es
que las plegaba para que rezasen un “Gracias puta” lleno de todo mi
infantilismo y frustración en este pesado mundo de adultos serios con corbata y
zapatos brillantes.
Volví a
alzar la vista y ahí seguía ella, con su café a medio terminar y apurando las
últimas páginas. No te vayas aún, no te vayas. No te conozco y te necesito de
veras. Me siento muy solo aquí con todas estas servilletas.
Finalmente,
y esto lo vi de reojo, cerró la revista y apuró los últimos tragos del café. Se
levantó y se dirigió hacia mí. —Va al baño, eso seguro —pensé, e hice como que
releía mis anotaciones para parecer un poco interesante. De todas formas me
olvidaré de ella pronto.
—¡Hola! —me
saludó con una voz dulce y sus ojos y sus pecas.
—Ho… hola
—contesté yo, atónito ¿lo habré dicho muy alto?
—Espero que
no estés muy ocupado, te he visto trabajando —continuó— ¿No te importará que me
siente aquí contigo un rato no? No conozco a nadie aquí y como te he visto
solo…
—Eh… no,
para nada —titubeé.
—Bien —dijo
ella mientras dejaba caer su curiosa mirada por el amasijo que había en la mesa
de rebanadas de pan con mostaza mordidas, una libreta garrapateada, servilletas
de “Gracias puta” y el dibujo de Walden colgando de la horca. Pensé que
enseguida me tomaría por un sociópata o un perturbado, pero pareció divertirle
todo aquello—, por cierto yo soy Claire.
—Claire
—respondí flotando por encima de todas aquellas cabezas, a punto de tocar el
techo—, claridad. Perfecto.
—Sí —su
rostro reflejaba un desconcierto intrigado y jovial— ¿y tú?
—¡Ah, lo
siento! Yo soy Paul.
—Encantada,
Paul —Y cada sílaba que pronunciaban sus labios sonaba como un juego de niños
en verano—. ¿Te puedo preguntar qué estabas haciendo?
—Oh, sí
—contesté—, pues… bueno, soy escritor.
—¿Escritor?
—preguntó con admiración.
—La verdad
es que hace tiempo que no escribo nada. Llevo una mala época.
—Es normal
—esas dos palabras me reconfortaron, no sé por qué. Como si me hubiera dado un
cálido abrazo todo lleno de sinceridad y cariño. Supongo que este tipo de cosas
se notan más cuando la persona que te las transmite es una completa desconocida.
—Creo que
en el fondo no soy escritor. Un escritor de pacotilla al menos tiene algo sobre
lo que escribir…
—Vamos a
hacer una cosa —apuntó con su brillante mirada y sus pecas y su pelo claro
recogido—, cierra los ojos y yo contaré hasta tres. Intenta no pensar en nada,
y cuando haya contado me dices lo primero que se te ocurra.
—Bueno
—respondí con curiosidad—, está bien.
—Vale,
cierra los ojos.
Uno…
…Dos…
... ¡Tres!
—¡Mostaza!
—Y su expresión estupefacta no fue nada comparada con la mía al darme cuenta de
lo que acababa de decir. ¿Mostaza? ¿Quién demonios escribe sobre mostaza? Ella
rió, y yo también lo hice. Sabía que no se burlaba de mí.
—Me gusta
—dijo ella—. Estás más loco de lo que pensaba. Me gusta la gente loca.
—Bueno,
bien podría ser el primer loco que escribe sobre una salsa. Sería el Andy
Warhol del relato.
—Pues ya
tienes una admiradora, espero leer pronto lo que escribes sobre la mostaza.
—Mañana
mismo te lo traigo. ¿Te viene bien aquí, no?
Y al día
siguiente le llevé mi relato sobre la mostaza. Vi en sus ojos, y en sus pecas,
que le había gustado de veras. No se lo llevé a Walden. Y, si alguno de ustedes
pretendía echarle una ojeada pues… bueno, acaban de hacerlo.
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