22.12.12

Capítulo XXX (Parte V).

(...) (...) (...) (...)

Corrí y corrí mientras pensaba en que aquí en Estagira los días son largos, aunque también son cortos —o al revés—; corrí tanto que pensé que algunas partes de mi cuerpo se me iban quedando atrás, de reojo me pareció ver cómo mi mano derecha se rezagaba durante unos segundos como para coger aire.

Subí cada tramo de escalera a saltos de tres escalones, incluso de cinco y de seis, abrí la cerradura de mi cuarto con un ágil movimiento de muñeca y desde el umbral salté haciendo una acrobacia en el aire en la que aterricé tumbado en el colchón vestido únicamente con la funda de la almohada —y en calcetines, pero supuse que a esos psicopompos no les importaría—.

Me vi desde arriba, ahí tumbado vestido con la funda de la almohada y con gaseosas zetas saliéndome de la cabeza, aunque también vi mi cabeza, quiero decir por dentro. Era un espacio infinito, no sé si blanco o negro. Y junto a mí estaba una figura difusa, con una voz profunda. Daba un poco de miedo todo aquello, pero supuse que sería uno de esos psicopompos y me tranquilicé, pues aún llevaba puesta la funda de la almohada. Me dijo:

—Alonzo, ¿De qué tienes miedo? —me gustó su acogedora voz.
—No lo sé.
—¿Temes morir? —preguntó.
—Puede…
—¿Temes que todo se acaba justo ahora que eres feliz? —volvió a preguntar.
—No lo sé, es posible…
—Pues no tengas miedo ahora, pues tú sobrevivirás a la misma Muerte.

Confieso que fue un sueño bastante extraño, y de hecho no es más que eso, un sueño, así son los sueños.

21.12.12

Capítulo XXX (Parte IV).

(...) (...) (...)

Desperté a la mañana fresco como una verde lechuga. Me desperecé con alegría, pues era miércoles y tocaba desayuno en la pensión.

El desayuno no resultó ser más que una galleta reseca que ni siquiera era lo suficientemente circular y un vaso de agua un poco turbia —aunque un rato después se volvió más transparente—.

Paseé un rato, feliz, pues lucía un día fantástico, incluso mejor que el anterior, con un par de nubes grises, ahí en el cielo, dispuestas a refrescarnos con su lluvia y ponerle al paisaje una diadema de arcoíris. Debo de estar volviéndome un lunático, pensé entonces, pues hasta esa caca de perro junto a ese buzón me parece desternillante.

De pronto oí un estruendo y varios chirridos —o al revés—, y me apresuré a doblar la esquina para saber qué estaba pasando.

Una gran grúa amarilla y alta como una jirafa mecánica enarbolaba una gigantesca esfera maciza y amenazaba con demoler unos bonitos molinos que al parecer estaban obsoletos por el progreso y la ciudad había de devorarlos. A decir verdad, desde mi punto de vista parecía que sus fachadas eran rostros infantiles que lucían sendos gorros picudos con una divertida hélice que casi les tapaba la cara y que no paraban de girar.

—¡Alto! —grité entonces al muñeco de trapo que manejaba los controles de la jirafa mecánica— ¡No puede demolerlos! ¡No son molinos! ¡Son gigantes!

Me abalancé sobre el operador de la grúa, que había ignorado mis advertencias a causa de los auriculares protectores, y lo empujé fuera de la cabina, accionando accidentalmente una de las palancas.
Hubo una sacudida y la bola de demolición se balanceó en el aire, colisionando finalmente contra los viejos molinos, reduciéndolos a escombros.

—¿Pero qué demonios hace? —me gritó el operario enfurecido— ¡Podría habernos matado!
—Lo siento —dije yo.

Y me alejé cabizbajo mientras me sacudía el polvo de la camisa y tropezaba con las ruinas de piedra y madera.


No estoy muy seguro de qué me pasó en ese momento. Otra vez me sentía triste. Deambulé por las calles, pensativo, y no encontré esta vez ningún entretenimiento que me devolviera la sonrisa. Al menos durante un rato, pues en un momento dado, vi a un tipo vestido únicamente con la funda de una almohada.

—¿Qué haces así vestido? —me dijo el hombrecillo con una mueca de sorpresa.
—Voy normal —contesté yo.
—¿Normal? ¿Pero tú sabes qué día es hoy? —preguntó, cada vez más sorprendido.
—Hoy es… ¿miércoles?
—¡Idiota! —exclamó— ¡Hoy es la noche de los psicopompos! ¡Debes vestirte con la funda de tu almohada y haberte dormido antes de que caiga el sol! ¿De verdad no lo sabías?
—Soy nuevo aquí.
—¡Pues date prisa en ponerte tu funda de almohada! Está a punto de anochecer!
—¿Pero qué dice? —empecé a decir yo— ¡Pero si aún no es ni la hora de comer!

Y justo entonces caí en la cuenta de que el día ya se había puesto de ese tono rosa y cian, de que había estado paseando meditabundo durante todo el día. Miré rápidamente al hombrecillo y me fui corriendo a la pensión a vestirme para la noche de los psicopompos.

(...)

20.12.12

Capítulo XXX (Parte III).

(...) (...)

Leí en braille las luces de los edificios en la noche y disfruté de cada paso, ora a la sombra ora a la luz —según cada farola—. Subí tranquilamente las escaleras cuyos crujidos ahora parecían más bien susurros, y me recosté en el colchón.

No tardé en ver zetas de colores flotando sobre mí. Salían como un tenue vapor de mi sesera, para crecer y seguidamente diluirse en la pálida luz de la luna que entraba por la ventana.

Soñé que era completamente cóncavo, como si todo el Universo se hubiera vuelto entero del revés, como si yo fuera el centro del mismo. Me gusta llamarlo antivolumen, y podría explicarlo, de veras, pero recuerda que ahora estoy dormido y tal vez sólo sea un sueño. No sé hasta qué punto.

Después soñé que estaba dentro de una gran carpa de circo pintada a rallas rojas y azules con manchas púrpuras que parecían huellas de pies. Todo aquello era un caos de osos disfrazados bailando sobre pelotas inmensas, payasos haciendo monerías, monos haciendo payasadas, malabaristas, funambulistas y demás personajes circenses. El bullicio era atronador, y como era un sueño y en verdad no sabía qué hacía ahí, le pregunté a un bufón que estaba cerca de mí que qué diantres estaba pasando. Pensé que no me había oído, pues yo mismo había escuchado mi voz algo extraña, pero pronto me miró y me dijo:

El hombre de mimbre, que sólo se alimenta de membrillo, vive con miedo a moverse por si quiebra.
—¿Cómo? —grité yo, casi sin oír mi propia voz.
Siempre abre el libro y vibra si suena algún timbre —me pareció entender.
¡No le entiendo! —grité entonces.
Pues así nunca será del todo libre, el hombre de mimbre.
¡Que no le entiendo! —volví a gritar.
¿Es el calvo un esclavo? ¿O sólo un clavo en un establo? —preguntó, o eso creo.


19.12.12

Capítulo XXX (Parte II).

(...)


Me desperté con dolor de cabeza y la lengua pastosa, aún algo mareado, me levanté para abrir la ventana, y cuando la fresca brisa inundó el cuarto limpiándome los pulmones y despertándome, me di cuenta de que tras de mí había dejado unas huellas moradas. —¡Igual da! —solté en una carcajada.

Y agarré mis zapatos y mis calcetines y bajé corriendo las escaleras para ir a dar un paseo, feliz por fin, feliz de estar vivo y de vivir sobre un suelo que he pintado con mis propias manos.

Hacía una tarde realmente maravillosa, aunque quizás la perciba ahora así por la gran alegría que se agita en mi estómago como un pez en una pecera. Nunca había apreciado la belleza de un cielo cubierto de un manto de marfil y motas de cielo abierto aquí y allá, tampoco había caminado nunca porque sí, así, sin destino. Aunque, ahora que lo pienso, en la vida que llevaba antes tan sólo creía caminar a un destino, pues en verdad iba desnudo y a ciegas por un camino de resbaladizo cristal.

—Esta alegría habrá que celebrarla —pensé.

Y enfilé hacia el primer tugurio que encontré. Era un sitio pequeño, con aspecto de servir comida rápida y copas, también un expositor lleno de helado. Detrás de la barra estaba un tipo moreno, tal vez indio —pero no indio americano, indio de la India—, que tenía un bigote que le tapaba toda la boca, incluso pensé que carecía de ella, porque enseguida me atendió una bonita camarera con la cara oculta por una densa capa de maquillaje y la cintura de avispa.

—¡Buenas tardes! —saludó con una estridente voz mientras mascaba chicle— ¿Va a comer o sólo quiere tomar whisky de castaña?
—¡Hola! —respondí— Pues lo cierto es que tengo algo de hambre, ¿Qué tienen, aparte de helado?
—Pues hoy tenemos caviar de beluga.
—¿Pero qué dice? —pregunté extrañado— Las belugas son mamíferos, no ponen huevas —aclaré.
—Éstas sí —contestó mascando chicle.
—Muy bien —dije entonces—, pues tomaré eso.
—¿Para beber? —mascando chicle.
—¿Qué tienen que no sea whisky de castaña?
—Aquí solo servimos whisky de castaña —mascando chicle.
—Muy bien, pues tomaré eso.
—Marchando —hizo una gran pompa y fue a llevarle la nota al cocinero con bigote y sin boca.

Aquel plato presentaba un aspecto confuso, asqueroso y apetitoso al mismo tiempo, una especie de pasta color perla, densa y grumosa. Cogí una buena cucharada y me la tragué sin respirar, aquello me dejó un sabor delicioso en la boca, pero unas insoportables ganas de vomitar.

—¡Beba ahora el whisky de castaña, rápido! —me gritó entusiasmada la camarera de cintura de avispa mientras el chicle bailaba entre sus mandíbulas de carmín.

Agarré el vaso y le pegué dos tragos, e inmediatamente las náuseas cesaron, dejándome el mismo sabor, pero con un toque dulzón bastante agradable.

Repetí el proceso hasta que el plato se hubo terminado y, aunque estaba bien satisfecho, me pedí una tarrina de helado de mantequilla.

Después de pagar las cinco dracmas por el almuerzo, salí del diminuto restaurante con una sonrisa mientras saboreaba mi helado. Tan alegremente iba, que sin querer me topé con un hombre de hojalata. A decir verdad no estoy muy seguro de si se trataba de un hombre de hojalata o un hombre normal, porque pensando en mi percepción de las cosas no sé si es que tengo poderes o me estoy volviendo majareta.

El caso es que me disculpé de aquel hombre de hojalata, pues parecía muy asustado por el incidente, tan nervioso lo vi, que le propuse invitarle a una copa.

—De-de acuerdo —tartamudeó él con una voz metálica—, ju-justo ahora iba a-al bar de Ot-tón. Otón.
—Perfecto —respondí lleno de entusiasmo—, pues allá entonces.

Caminamos un par de manzanas, repito que no estoy seguro de si era realmente un hombre de hojalata, pero juraría que se escuchaba un ruido de engranajes a cada paso que daba.

El bar de ese tal Otón era lo más parecido a una madriguera que había visto nunca —si bien nunca he estado en ninguna—, incluso me pareció que las paredes eran terrosas y que en algunos sitios surgían fuertes raíces que se dirigían hacia abajo. Otón era un hombre gordo y de tez oscura, con ojos pequeños, parecido a un topo. Llevaba una camiseta de tirantes blanca muy sucia, y su mirada no reflejaba más que cansancio y tristeza. Los anaqueles estaban repletos de decenas de garrafas de barro con tres grandes equis negras pintadas, de las que Otón nos sirvió sendos vasos de un líquido negro y algo espeso.

—¿Qué es esto que vamos a tomar? —pregunté, inquieto, a mi compañero de hojalata.
—Bi-bilis negra —respondió en un chasquido.

Olisqueé un poco aquel brebaje y el olor a hojas resecas me apenó. Olía a toda la tristeza de Otón y del hombre de hojalata, olía a todo lo que añoran, y a todo por lo que suspiran. Dejé otra vez el vaso sobre la barra.

—¿Sabes? —le dije al hombre de hojalata— Acabo de recordar que tengo prisa, puedes tomarte mi bilis si quieres. Disculpa por el choque. Adiós.

Tal vez hubiera podido ayudarle algo más, aunque fuera hacerle compañía. Lo cierto es que últimamente no me comprendo, así que me dirigí de vuelta a mi habitación, mientras un sol rosa o cian se ponía el horizonte.



(...)

18.12.12

Capítulo XXX (Parte I).



El sueño de la razón produce monstruos, o algo así se llamaba un viejo grabado que vi una vez en un libro. En él una oscura bandada de murciélagos y lechuzas atormentaba a un pobre hombre que se había desplomado, abatido, sobre su escritorio. Es curioso cómo en un dibujo puede caber tanto terror y cansancio, aunque no es nada comparado con lo que puede albergar la mente humana, con todos los tormentos a los que puede ser sometida. Siempre he creído que el Universo no puede estar formado únicamente por miedo y penurias, que ha de haber algo bueno, simplemente por aquello de las energías opuestas que mantienen cierto equilibrio —aunque tampoco estoy muy seguro de esto último—. Por eso, el día que recordé aquel grabado, decidí dejar de ser aquel tipo compungido que esconde su afligida cabeza de los monstruos del mundo, y empezar a mirar alrededor. —Todo está en mi cabeza —pensé—, estos engendros alados no pretenden más que asustarme, no pueden hacerme ningún daño. Y si pueden, bien vale la pena intentar ver qué hay más allá de mi escritorio.

Decidí, pues, cambiar de aires. Dejé un aburrido trabajo en la gran ciudad, me despedí de las pocas personas que sabían mi nombre, vendí mi destartalado piso —televisión incluida— y me mudé a donde decidió una moneda lanzada sobre un mapa. Y esa es la historia de mi vida, o al menos hasta ahora. No tengo que añadir nada más que lo que está por acontecer.

Subí por la escalera tras el gordo sudoroso que a partir de ahora sería mi casero, que me conducía a mi nueva habitación. Era un viejo y estrecho edificio de tres plantas —en la tercera estaba mi cuarto— situado en una bonita calle del centro de Estagira —ese es el nombre de la ciudad— llena de árboles y con poco tráfico. Todo olía a viejo, una mezcla entre polvo y naftalina, algo desconcertante, ya que las cortinas estaban casi totalmente roídas por las polillas.

—Está bien, señor Testa —dijo el gordo y sudoroso casero, fatigado por la subida—. Este es su cuarto. Puede amueblarlo si quiere. Recuerde que son veintiuna dracmas a la semana, por adelantado. Servimos desayunos sólo los miércoles y si necesita una toalla serán dos dracmas más. No tenemos servicio, así que podrá usar ese cubo de ahí para aguas menores.
—¿Y para las mayores? —interrumpí yo.
—Puede ir al bar de al lado, si quiere.
—Oh, está bien.
—Si me necesita estaré abajo.

Le mostré mi agradecimiento con una sonrisa y una leve reverencia y cogí la llave que me ofreció, tras lo cual se dio la vuelta y volvió a bajar por la escalera, que se quejaba con unos crujidos lastimeros. Incluso me pareció oír una voz de madera blasfemando.

Me planté entonces frente a mi nuevo hogar. No era nada del otro mundo, un cuarto diáfano con el suelo de tablas de madera pintadas de blanco y las paredes de cal un poco desconchadas. Tenía una ventana con los cristales sucios y las cortinas carcomidas, pero era bastante amplia y entraba mucha luz, incluso tenía un alféizar de ladrillo en el que podría poner un par de plantas. Justo en el centro de la habitación estaba el polvoriento colchón que, junto al cubo de plástico del rincón, era el único mueble de la estancia.

Pensé que a esa habitación lo que le hacía falta era una mano de pintura, así que fui a la planta baja y le pedí al gordo y sudoroso casero algunos botes. Dio la casualidad de que le quedaba un poco de rojo y un poco de azul, y me parecieron dos buenos colores para dar alegría al suelo.

Dejé mi chaqueta y mis zapatos y mis calcetines sobre el colchón, junto a la maleta, y me arremangué la camisa y los pantalones. Coloreé concienzudamente cada fila de tablas de madera del suelo de un color, lo que hacía que pareciese una gran lona de carpa circense puesta de alfombra. No tardé en darme cuenta de que había naufragado en una pequeña isla —que era el colchón—en un inmenso océano de pintura húmeda, y para colmo la puerta y la ventana estaban cerradas.

Pronto me sentí algo sofocado y mareado. Las paredes parecían poder acercarse y alejarse a la vez y me notaba adormecido. Pensé en que mis huellas púrpuras afearían el suelo —con lo bien que había quedado—, y además no quedaba más pintura para arreglar el estropicio. Me atusé el pelo y la barba como pensando, pero mi mente divagaba como hechizada por un flautista de leotardos rallados escondido, tal vez en aquel cubo. Me acurruqué entonces en el sorprendentemente cómodo colchón y me quedé completamente dormido, sabiendo que cuando despertara la pintura ya estaría seca.

5.12.12

El curioso caso de Natalio Vuotto (o Epitafio del dottore Baloardo).


         Como médico, a lo largo de mi vida, he visto muchas cosas. Algunas que quitan el hambre y revuelven el estómago, otras que provocan pesadillas y quitan el sueño; pero sin duda nunca vi nada tan curioso y fantástico como el caso de Natalio Vuotto.
         Por aquel entonces yo aún estaba haciendo las prácticas visitando pueblos del Piamonte en mi viejo Fiat 127 amarillo.
         Cierto día, conducía a toda mecha por una carretera sin asfaltar peleándome con los limpiaparabrisas averiados bajo una tormenta de granizo y relámpagos, cuando lo que parecía un gran charco resultó ser una zanja anegada en la que empotré mi Fiat. Un denso humo gris empezó a brotar bajo el capó. Era imposible sacar el coche  de ahí, por lo que podía quedarme dentro esperando que alguien pasase por ahí —cosa que era bastante improbable—, o caminar bajo la tempestad hasta encontrar un teléfono con el que llamar a una grúa.
         Me decanté por la segunda opción, así que me puse mi chubasquero amarillo y empecé a correr con el incesante granizo lastimándome los brazos con los que me cubría la cabeza.
         La visibilidad apenas alcanzaba los seis o siete metros, cuando por fin vislumbré luces entre la cortina de hielo, parecía una pequeña aldea. Me sentí sorprendido, pues no recordaba haber visto tal población en ningún mapa, pero lo olvidé enseguida para encontrar cobijo.
         Esta aldea —que más tarde descubriría que se llamaba Villa Nascosto— estaba formada por una docena de construcciones agrestes, todas en torno a una pequeña plaza en la que apenas había un par de árboles y sendos bancos donde sus habitantes se sentaban a descansar y disfrutar de las agradables conversaciones vespertinas después de las jornadas de trabajo en el campo.
         Con el glacial granizo aún repiqueteando en mi chubasquero, me metí apresuradamente en lo que parecía la tasca del pueblo.
         Resultó no ser más que un lóbrego cobertizo, pero para mi sorpresa, habilitado para servir de taberna, con su barra, sus anaqueles con botellas de vino y un par de mesas con sus sillas, todo construido de madera con un acabado algo tosco. El tabernero era un hombre viejo y rollizo que estaba sentado en un rincón mientras tallaba solitariamente —pues no había nadie más— una figurita en un pequeño taco de madera, creo que se trataba de una virgen, pero no pude reconocerla, era muy extraña. Cuando me vio entrar me miró con unos agradables ojos claros y se levantó rápidamente para descorchar una botella de vino.
         —¡Ciao, forastero! ¿Qué le trae por Villa Nascosto en un día tan borrascoso?—saludó alegremente mientras me llenaba el vaso de vino.
         —He tenido un accidente allá en la carretera, hay una zanja y… —probé un sorbo de vino, sabía dulzón al principio con un regusto agrio, como a madera, pero bueno al fin y al cabo— bueno, necesito una grúa ¿podría usar su teléfono?
         —¡Ay, caro amico! aquí no tenemos teléfono.
         —Vaya… entonces ¿tiene alguna habitación disponible para pasar la noche? Tengo dinero.
         —¡Por supuesto! ¿Sabe? No tenemos muchos visitantes, creo que el último fue hace veinte años, será usted bien recibido. Sígame, le enseñaré su alcoba. No hace falta que pague nada, aquí no usamos dinero, solamente cuénteme alguna historia ¿a qué se dedica?
         —Soy médico en prácticas —respondí mientras le seguía por la angosta escalera de madera que subía al que sería mi dormitorio—, y no creo que pueda contarle historias que no versen sobre el tracto digestivo o el sistema circulatorio. Ahora que me acuerdo ¿no tendrán ustedes algún vecino enfermo? Podría tratarle…
         —¿Enfermo? —preguntó desconcertado— Aquí nadie se pone enfermo desde hace mucho, creo que unos veinte años, y no fue más que un catarro.
         —Vaya, eso bien podría ser un caso de interés médico, aunque sea por su ausencia.
         —Tal vez deba hablar con Natalio Vuotto, creo que no ha probado bocado desde hace veinte años.
         —¿En serio? ¿Y está bien?
         —Yo no le veo mal… pero ya es tarde, quítese esa ropa húmeda y acérquese al fuego, le traeré algo de leña y ropa seca.
         Cuando me hube calentado en la pequeña habitación —compuesta por un mullido jergón en una sencilla cama de madera junto a una pequeña chimenea y una diminuta ventana orientada a Lombardía—, bajé a charlar con el tabernero. Me ofreció primero algo de sopa, cosa que mi jadeante estómago no pudo rechazar, así que me senté a la mesa y la silla crujió bajo mi peso.
         —Entonces — le dije al tabernero, cuyo nombre era Luigi, mientras sorbía la sopa caliente— ¿Algún médico  ha examinado alguna vez al signore Vuotto?
         —No, que yo sepa —respondió Luigi—. Pero olvídese ahora de ese asunto. Cene y suba a dormir. Mañana tendrá tiempo de hablar con él.
         —Está bien, pues tenga buenas noches usted, y gracias por la hospitalidad.
         —¡No hay de qué! —exclamó.
         Apuré el resto de sopa, pan y vino y subí de nuevo a mi alcoba.

         Amaneció un día espléndido, uno de esos en los que el otoño empieza a dar paso al invierno y Céfiro rocía la tierra calentada al sol de un cielo despejado con un fresco hálito de rocío sobre las plomizas hojas secas y los adormilados capullos de Flora.
         Me sentía verdaderamente descansado, me vestí mientras admiraba las colinas que se veían por mi ventana y bajé a tomar un café con la mente centrada en la entrevista que le haría al tal Natalio.
         —¡Buongiorno, dottore! —me saludó Luigi desde la barra mientras preparaba café.
         —Buongiorno —contesté yo—, ¿cuándo podré ver al signore Vuotto? —impaciente por comenzar con mis investigaciones.
         —¡Esta misma mañana, si lo desea! Cuando haya desayunado le llevaré hasta su casa. Es lo bueno de Villa Nascosto: ¡Todo está cerca!
         Salimos enseguida de la taberna y Luigi me dio un paseo por la aldea antes de llevarme a la casa de Vuotto. Lo que me pareció curioso de Villa Nascosto fue que, exceptuando la taberna de Luigi y la casa comunale —donde almacenaban la cosecha común—, no había edificios dedicados a locales o establecimientos, las propias casas de los vecinos servían para tal fin. De esta forma el carpintero del pueblo tenía su taller en la planta baja de su vivienda y el zapatero confeccionaba los zapatos en una pequeña habitación de la suya.
         La casa de Vuotto estaba un tanto apartada, no lo suficiente para decir que estaba fuera de la aldea, pero sí para percibir que había algo que la diferenciaba del resto, aunque a primera vista era prácticamente igual que todas las demás. Natalio estaba sentado en un pequeño banco junto a la entrada de su casa, justo debajo del alféizar de la ventana decorado con jarrones de barro llenos de coloridas flores.
         —¡Buongiorno! —saludó con buen humor.
         —¡Buongiorno, Natalio! —respondió Luigi— Vengo a presentarte al dottore Baloardo, viene desde Turín, se ha enterado de lo tuyo y le gustaría hacerte unas preguntas.
         —Está bien —contestó Vuotto con placidez—. Dottore, ¿qué quería usted saber?
         —Buongiorno, signore Vuotto —comencé a decir—, verá, anoche Luigi me comentó que usted llevaba cierto tiempo sin comer.
         —¡Ni beber! —respondió enseguida— Hará veinte años ya…
         —¿Veinte años? —inquirí incrédulo— ¿Cómo puede ser posible?
         —Pase dentro, le invitaré a una copa de vino y le contaré la historia.
         Nos despedimos de Luigi, que debía volver a la taberna, y cruzamos el umbral de su pequeña vivienda. Me sorprendió que no tuviese ninguna mesa a la que sentarse, ni una cocina donde preparar comidas; se trataba de una estancia diáfana con unas cuantas butacas viejas. Natalio sacó una copa y me sirvió el vino.
         —¿No me acompaña? —le pregunté.
         —¡Oh, no! —soltó en una carcajada— no puedo beber nada, caería directo a mis pies y es incómodo sacarse el vino del cuerpo.
         —No le entiendo.
         —Por supuesto, verá… hace veinte años que estoy vacío. Completamente. No tengo ni un solo órgano, solamente soy pellejo y hueso.
         —Pero eso es imposible —respondí estupefacto— ¿Podría auscultarle?
         —¡Claro! ¡Ausculte lo que usted quiera!
         Y en efecto, por mi estetoscopio no pude oír ni el más leve latido, ni siquiera una respiración.
         —Pero… —balbuceé— ¿Cómo puede ser?
         —Pues todo ocurrió hace veinte años, yo tendría unos cuarenta por aquel entonces…
         —¿Cuarenta? —interrumpí yo— Pues se conserva usted muy bien —dije  después como disculpándome por haber cortado su historia tan temprano, aunque era cierto que la apariencia de Vuotto era la de un hombre de unos cuarenta años y me sorprendió que tuviese unos sesenta.
         —Gracias —siguió.
         »Pues eso, yo tendría unos cuarenta años, y la vida aquí era prácticamente igual que ahora. Lo que sucedió fue que cierto día, un día como éste, después de una jornada tormentosa, me levanté con una sensación extraña en todo el cuerpo, como nunca antes me había sentido.
         »Mi cabeza funcionaba muy despacio, con un rítmico palpitar en las sienes, sentía la garganta como si estuviese tragando papel de lija y mis fosas nasales estaban taponadas. Se lo juro dottore, nunca había visto tantos mocos.
         »Sentía mi rostro caliente, recuerdo que hasta pensé que en cualquier momento surgirían llamas de él; pero en cambio sentía frío, tanto frío que me apretujé entre las sábanas y decidí quedarme en la cama hasta que todo aquello cesase.
         »En aquella época yo solía salir a trabajar el campo comunale con Luca, otro joven del pueblo, que al percatarse de mi retraso, algo nada habitual, fue a buscarme a casa. Me encontró tal que estaba: en la cama, con las sábanas cubriéndome el cuerpo hasta por debajo de los ojos enrojecidos. Me dijo algo así como: “¿Qué te pasa, Natalio?”, y yo le respondí: “No sé, no me encuentro bien”.
         »Tras darse cuenta de los síntomas que sufría, Luca fue corriendo a la taberna de Luigi, entonces regentada por su madre, Vera, que era la más sabia del pueblo, para preguntarle qué me pasaba y ésta le dijo que lo que yo tenía era un catarro, que estaba enfermo.
         »La noticia corrió como la pólvora por Villa Nascosto, nadie había estado enfermo antes, o nadie lo recordaba.
         »Recuerdo que me asusté muchísimo, no sabía qué me iba a pasar ¿sabe? Pensé que me iba a morir ahogado en mocos.
         »Por suerte, y con cierto halo de misterio ahora que lo pienso, esa misma mañana llegó al pueblo un forastero. Supongo que Luigi ya le habrá dicho que no solemos tener visitantes. El caso es que este recién llegado era un famoso médico que venía desde Roma, por supuesto los vecinos no tardaron en informarle de que yo había enfermado, y no cesaron de insistirle en que me curase hasta que finalmente accedió.
         »No recuerdo su nombre, pero sí sus palabras. Me dijo: “¿Qué te ocurre, muchacho?” Y yo le comenté entre lágrimas que no lo sabía, y que no quería morir. El dottore me dijo que si temía a la muerte solo había una solución, y esta sería no dejarle nada que pudiera llevarse.
         »Yo no entendía nada de lo que decía, pero le imploré que hiciese lo que fuera para que yo no muriese, entonces puso su mano sobre mi frente y susurró unas palabras en una lengua extraña y yo caí en un sueño profundo.
         »Desperté unos días después y ya estaba completamente recuperado. Me levanté de la cama de un salto y corrí a buscar al médico, pero no lo encontré por ninguna parte. Vera me dijo que se había ido justo después de curarme, y justo después me preguntó si ya me sentía bien y si me apetecía desayunar algo mientras me ofrecía tostadas y rodajas de tomate. Claro que yo me olvidé pronto del asunto y me senté a la mesa a comer.
         »No puedes imaginarte mi sorpresa al notar cómo las tostadas y las rodajas que iba tragando se precipitaban por el interior de mi cuerpo hueco y caían en el fondo de mis pies. Imagínese que un día se levanta usted y no tiene nada dentro. Por fortuna aquí en el campo la vida es tranquila y uno se acostumbra a cualquier cosa, y el no tener órganos es algo a lo que uno se acostumbra bien fácil. No tienes que comer ni beber, ni hacer tus necesidades; sólo disfrutar de la vida y del trabajo. Y como ve, tampoco envejezco y sospecho que aquel hechizo que me susurró el dottore me ha hecho inmortal, así que me limito a disfrutar de la vida y mucho se lo agradezco.
         —Pero… —dije finalmente cuando pude controlar mi asombro— ¿Cómo se sacó las tostadas y el tomate del pie?
         —¡Muy fácil! —rió— ¡Haciendo el pino!

         Y esta es la historia más curiosa que me ha ocurrido nunca. Nunca lo había escrito antes ni se lo había dicho a nadie, quería conservar el anonimato de Natalio para brindarle la vida tranquila que siempre ha deseado y de la que ahora mismo disfruta para la eternidad, y ahorrarle los cientos de exámenes médicos que le hubieran hecho y toda la fama y todos estos líos que se forman cuando sucede algo verdaderamente extraordinario.
         Por supuesto, el nombre de Natalio no es más que una invención mía, así como el del resto de personajes y el propio nombre del pueblo, precisamente para no darles fama ahora en mi epitafio y arruinar su paz (en cambio lo de mi viejo Fiat 127 amarillo sí que es cierto). Por lo demás, los sucesos transcurrieron tal y como yo los percibí.
         Con esto me despido ya de una larga y feliz vida en la que nunca olvidé a Natalio y su inmortalidad, que me recordaba cada día que yo no lo era, y así pude disfrutar de tantos como tuve.