El
sueño de la razón produce monstruos, o algo así se llamaba un viejo grabado
que vi una vez en un libro. En él una oscura bandada de murciélagos y lechuzas
atormentaba a un pobre hombre que se había desplomado, abatido, sobre su
escritorio. Es curioso cómo en un dibujo puede caber tanto terror y cansancio,
aunque no es nada comparado con lo que puede albergar la mente humana, con todos
los tormentos a los que puede ser sometida. Siempre he creído que el Universo
no puede estar formado únicamente por miedo y penurias, que ha de haber algo
bueno, simplemente por aquello de las energías opuestas que mantienen cierto
equilibrio —aunque tampoco estoy muy seguro de esto último—. Por eso, el día
que recordé aquel grabado, decidí dejar de ser aquel tipo compungido que
esconde su afligida cabeza de los monstruos del mundo, y empezar a mirar
alrededor. —Todo está en mi cabeza —pensé—, estos engendros alados no pretenden
más que asustarme, no pueden hacerme ningún daño. Y si pueden, bien vale la
pena intentar ver qué hay más allá de mi escritorio.
Decidí, pues, cambiar de aires. Dejé un aburrido trabajo en
la gran ciudad, me despedí de las pocas personas que sabían mi nombre, vendí mi
destartalado piso —televisión incluida— y me mudé a donde decidió una moneda
lanzada sobre un mapa. Y esa es la historia de mi vida, o al menos hasta ahora.
No tengo que añadir nada más que lo que está por acontecer.
Subí por la escalera tras el gordo sudoroso que a partir de
ahora sería mi casero, que me conducía a mi nueva habitación. Era un viejo y
estrecho edificio de tres plantas —en la tercera estaba mi cuarto— situado en
una bonita calle del centro de Estagira —ese es el nombre de la ciudad— llena
de árboles y con poco tráfico. Todo olía a viejo, una mezcla entre polvo y
naftalina, algo desconcertante, ya que las cortinas estaban casi totalmente
roídas por las polillas.
—Está bien, señor
Testa —dijo el gordo y sudoroso casero, fatigado por la subida—. Este es su
cuarto. Puede amueblarlo si quiere. Recuerde que son veintiuna dracmas a la
semana, por adelantado. Servimos desayunos sólo los miércoles y si necesita una
toalla serán dos dracmas más. No tenemos servicio, así que podrá usar ese cubo
de ahí para aguas menores.
—¿Y para las
mayores? —interrumpí yo.
—Puede ir al bar de
al lado, si quiere.
—Oh, está bien.
—Si me necesita estaré
abajo.
Le mostré mi
agradecimiento con una sonrisa y una leve reverencia y cogí la llave que me
ofreció, tras lo cual se dio la vuelta y volvió a bajar por la escalera, que se
quejaba con unos crujidos lastimeros. Incluso me pareció oír una voz de madera
blasfemando.
Me planté entonces
frente a mi nuevo hogar. No era nada del otro mundo, un cuarto diáfano con el
suelo de tablas de madera pintadas de blanco y las paredes de cal un poco
desconchadas. Tenía una ventana con los cristales sucios y las cortinas
carcomidas, pero era bastante amplia y entraba mucha luz, incluso tenía un
alféizar de ladrillo en el que podría poner un par de plantas. Justo en el
centro de la habitación estaba el polvoriento colchón que, junto al cubo de
plástico del rincón, era el único mueble de la estancia.
Pensé que a esa
habitación lo que le hacía falta era una mano de pintura, así que fui a la
planta baja y le pedí al gordo y sudoroso casero algunos botes. Dio la
casualidad de que le quedaba un poco de rojo y un poco de azul, y me parecieron
dos buenos colores para dar alegría al suelo.
Dejé mi chaqueta y
mis zapatos y mis calcetines sobre el colchón, junto a la maleta, y me
arremangué la camisa y los pantalones. Coloreé concienzudamente cada fila de
tablas de madera del suelo de un color, lo que hacía que pareciese una gran
lona de carpa circense puesta de alfombra. No tardé en darme cuenta de que
había naufragado en una pequeña isla —que era el colchón—en un inmenso océano
de pintura húmeda, y para colmo la puerta y la ventana estaban cerradas.
Pronto me sentí
algo sofocado y mareado. Las paredes parecían poder acercarse y alejarse a la
vez y me notaba adormecido. Pensé en que mis huellas púrpuras afearían el suelo
—con lo bien que había quedado—, y además no quedaba más pintura para arreglar
el estropicio. Me atusé el pelo y la barba como pensando, pero mi mente
divagaba como hechizada por un flautista de leotardos rallados escondido, tal
vez en aquel cubo. Me acurruqué entonces en el sorprendentemente cómodo colchón y
me quedé completamente dormido, sabiendo que cuando despertara la pintura ya
estaría seca.
2 comentarios:
Empiezo con ello y de hecho me paro, que tiene buena pinta y no quiero leer con prisas. Por cierto, a ver qué se sueña el señor testa durmiendo en ese ambiente...
Pues espero que lo disfrutes!
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