21.12.12

Capítulo XXX (Parte IV).

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Desperté a la mañana fresco como una verde lechuga. Me desperecé con alegría, pues era miércoles y tocaba desayuno en la pensión.

El desayuno no resultó ser más que una galleta reseca que ni siquiera era lo suficientemente circular y un vaso de agua un poco turbia —aunque un rato después se volvió más transparente—.

Paseé un rato, feliz, pues lucía un día fantástico, incluso mejor que el anterior, con un par de nubes grises, ahí en el cielo, dispuestas a refrescarnos con su lluvia y ponerle al paisaje una diadema de arcoíris. Debo de estar volviéndome un lunático, pensé entonces, pues hasta esa caca de perro junto a ese buzón me parece desternillante.

De pronto oí un estruendo y varios chirridos —o al revés—, y me apresuré a doblar la esquina para saber qué estaba pasando.

Una gran grúa amarilla y alta como una jirafa mecánica enarbolaba una gigantesca esfera maciza y amenazaba con demoler unos bonitos molinos que al parecer estaban obsoletos por el progreso y la ciudad había de devorarlos. A decir verdad, desde mi punto de vista parecía que sus fachadas eran rostros infantiles que lucían sendos gorros picudos con una divertida hélice que casi les tapaba la cara y que no paraban de girar.

—¡Alto! —grité entonces al muñeco de trapo que manejaba los controles de la jirafa mecánica— ¡No puede demolerlos! ¡No son molinos! ¡Son gigantes!

Me abalancé sobre el operador de la grúa, que había ignorado mis advertencias a causa de los auriculares protectores, y lo empujé fuera de la cabina, accionando accidentalmente una de las palancas.
Hubo una sacudida y la bola de demolición se balanceó en el aire, colisionando finalmente contra los viejos molinos, reduciéndolos a escombros.

—¿Pero qué demonios hace? —me gritó el operario enfurecido— ¡Podría habernos matado!
—Lo siento —dije yo.

Y me alejé cabizbajo mientras me sacudía el polvo de la camisa y tropezaba con las ruinas de piedra y madera.


No estoy muy seguro de qué me pasó en ese momento. Otra vez me sentía triste. Deambulé por las calles, pensativo, y no encontré esta vez ningún entretenimiento que me devolviera la sonrisa. Al menos durante un rato, pues en un momento dado, vi a un tipo vestido únicamente con la funda de una almohada.

—¿Qué haces así vestido? —me dijo el hombrecillo con una mueca de sorpresa.
—Voy normal —contesté yo.
—¿Normal? ¿Pero tú sabes qué día es hoy? —preguntó, cada vez más sorprendido.
—Hoy es… ¿miércoles?
—¡Idiota! —exclamó— ¡Hoy es la noche de los psicopompos! ¡Debes vestirte con la funda de tu almohada y haberte dormido antes de que caiga el sol! ¿De verdad no lo sabías?
—Soy nuevo aquí.
—¡Pues date prisa en ponerte tu funda de almohada! Está a punto de anochecer!
—¿Pero qué dice? —empecé a decir yo— ¡Pero si aún no es ni la hora de comer!

Y justo entonces caí en la cuenta de que el día ya se había puesto de ese tono rosa y cian, de que había estado paseando meditabundo durante todo el día. Miré rápidamente al hombrecillo y me fui corriendo a la pensión a vestirme para la noche de los psicopompos.

(...)

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