Leí en braille las
luces de los edificios en la noche y disfruté de cada paso, ora a la sombra ora
a la luz —según cada farola—. Subí tranquilamente las escaleras cuyos crujidos
ahora parecían más bien susurros, y me recosté en el colchón.
No tardé en ver
zetas de colores flotando sobre mí. Salían como un tenue vapor de mi sesera,
para crecer y seguidamente diluirse en la pálida luz de la luna que entraba por
la ventana.
Soñé que era
completamente cóncavo, como si todo el Universo se hubiera vuelto entero del
revés, como si yo fuera el centro del mismo. Me gusta llamarlo antivolumen, y podría explicarlo, de
veras, pero recuerda que ahora estoy dormido y tal vez sólo sea un sueño. No sé
hasta qué punto.
Después soñé que
estaba dentro de una gran carpa de circo pintada a rallas rojas y azules con
manchas púrpuras que parecían huellas de pies. Todo aquello era un caos de osos
disfrazados bailando sobre pelotas inmensas, payasos haciendo monerías, monos
haciendo payasadas, malabaristas, funambulistas y demás personajes circenses.
El bullicio era atronador, y como era un sueño y en verdad no sabía qué hacía
ahí, le pregunté a un bufón que estaba cerca de mí que qué diantres estaba
pasando. Pensé que no me había oído, pues yo mismo había escuchado mi voz algo
extraña, pero pronto me miró y me dijo:
—El hombre de mimbre, que sólo se alimenta de
membrillo, vive con miedo a moverse por si quiebra.
—¿Cómo? —grité yo,
casi sin oír mi propia voz.
—Siempre abre el libro y vibra si suena algún
timbre —me pareció entender.
—¡No le entiendo! —grité entonces.
—Pues así nunca será del todo libre, el
hombre de mimbre.
—¡Que no le entiendo! —volví a gritar.
—¿Es el calvo un esclavo? ¿O sólo un clavo en
un establo? —preguntó, o eso creo.
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