28.10.14

Sándwich eléctrico.


         Cuando aún me faltaban tres tramos de escaleras por subir para llegar al club, ya empecé a oír el retumbar de la música a un volumen desmedido. Las noches en el Club del Sándwich Eléctrico eran así, gente de todos los colores apostada en los diversos sofás desvencijados, apoyados por cada esquina, incluso tendidos en los cajones y las rendijas, bañados en una atmósfera de cerveza y humo con el suelo pegajoso y el inventado pretexto de celebrar tertulias filosofo-culturales donde exponer la distintas expresiones artísticas de la caterva. Pero siempre nos poníamos borrachos demasiado pronto y terminábamos haciéndonos los simios por las paredes mientras unos cuantos tocaban los instrumentos con el bullicio habitual en estas mermeladas.
         Sin embargo, al cruzar el umbral después de haber hecho girar en la cerradura mis llaves con el llavero de King-Kong, descubrí que aquella noche no sería para nada parecida a las demás. Para empezar, no había nadie, y esperé un instante a que todos salieran de sus escondites de un salto y corearan al unísono “¡Feliz cumpleaños!”, aunque no fuera tal día (eran cosas nuestras). Pero, definitivamente, no había nadie. Supongo que el último en salir se habría dejado encendida la minicadena con el álbum de Can en bucle y a todo trapo.
         Cambié el disco por uno de los Maytals y me senté en una butaca roída por el espíritu de una rata que habitó aquí años atrás y que nunca hemos visto y me puse a ojear un cuaderno de recortes de Krishna Andavolu.
         —¿Qué hay de nuevo, viejo? —dijo entonces Manu, que llevaba todo el rato tumbado en un vetusto diván comiéndose un plátano mientras buscaba figuras en las manchas del techo como quien mira las nubes. Yo pegué un respingo.
         —Joder, Manu, vaya susto —le saludé.
         —No te sentí llegar.
         —Ni yo a ti —admití—, ¿qué haces?
         —No demasiado: inflarme a potasio, a ver qué pasa.
         —¿Te estás comiendo mis plátanos?
         —¿Son tuyos? —preguntó mientras palpaba la piel del último— Creía que aquí todo era de todos. Ése era el trato.
         —Sí, ya, tienes razón —titubeé—. Pero pienso que no es compartir si soy yo el que los compra siempre y tú el que se los come. Al menos podrías dejarme alguno, cabrón.
         —Bueno, no te pongas así. También soy yo el que pasa la escoba casi todos los días y a ti no te he visto nunca barrer.
         —Porque, a diferencia que tú, yo no voy dejando el piso lleno de mierda —repliqué— ¡Mira cómo está esto, todo lleno de pellejos de plátano!
         —¡Que son bananas, capullo!
          —¡Ya te daré yo a ti bananas!
         Nos enzarzamos en una pelea de dibujos animados, con una nube gris incluida de la que salían patadas y puñetazos y una silla que se hacía añicos contra una espalda y una cacerola que hizo clonk en otra cabeza y acabamos exhaustos, panza arriba, sobre la mugrienta alfombra otomana discutiendo si la mancha del techo junto a la lámpara de araña descuajeringada era un perrito o un caballo.
         —¿Por qué  demonios luchábamos? —preguntó Manu en una carcajada.
         —No eran demonios, eran bananas—contesté. Y nos echamos a reír.
         —¡Mosquis! —exclamó Manu mientras miraba un reloj que tenía garabateado en la muñeca con tinta china— ¿Has visto qué hora es? ¡Llego tarde!
         —¿Tarde a qué? —respondí, pero Manu no me escuchó porque salió disparado hacia la puerta como una suerte de conejo blanco y sin despedirse.
         Se oyó un slisshh acompañado de un “¡Mierda!” seguidos inmediatamente por un catapún catapún chispún y después silencio. Fui a ver qué pasaba y encontré en el rellano una piel de banana al borde de la escalera, con un rastro pringoso como si fuera un caracol que hubiera derrapado. Me asomé entonces por el hueco para ver la planta baja y ahí estaba Manu esparcido en una postura rarísima. Con un brazo para allá y una pierna para acá como un egipcio contorsionista y el cuello de una lechuza.
         —¡Manu! —le grité— ¿Tarde a qué? —volví a gritar, pero ya no respondió.


21.10.14

Me pica la nariz.

El túnel exhaló como un dragón ronco y un par de ojos brillantes aparecieron al fondo, anunciando con un chirrido la llegada del próximo tren. Recogí del suelo el pesado paquete lleno de yo qué sé que me habían encomendado y esperé a que las puertas se abrieran, pero nadie se decidía a salir de ese vagón, así que, con un esfuerzo nada desdeñable, avancé hasta el siguiente para poder entrar.

De este segundo coche se habían apeado un par de viajeros pero, aún así, parecía estar más lleno que el anterior; ni siquiera sé cómo pude ser capaz de hacerme con un hueco entre tantísima gente con tan fastidioso bulto entre los brazos.

Sonó un silbato y enseguida nos vimos aún más embutidos unos contra otros debido al apresurado bamboleo del tren en cada curva. Pisé un par de pies al no tener manos con las que agarrarme a nada, y algunos otros, vengativos, pisaron los míos con cierto descuido mal disimulado. Eso no fue lo peor: En algún momento entre aquí y allá, empezó a picarme la nariz.

Miré a los lados sin saber qué hacer, buscando quizá algún sitio donde posar el paquete pero ni alcanzaba a ver el suelo. Levanté una rodilla con la esperanza de que me sirviera de apoyo, pronto perdí el equilibrio y fui a parar directo a un sobaco cualquiera con toda la cara. Intenté soplar hacia arriba, procurando acertar al punto exacto de mis picores y no hice más que escupirme en un ojo, incluso traté de rascarme con los hombros y ni con esas conseguía aliviarme. Escruté los habitantes del vagón, ansiando encontrar una cara conocida a la que solicitar tratamiento, mas aquí cada uno va a la suya, con la mirada perdida, esperando llegar a su destino.

Y por fin, después de tropecientas estaciones y sendos estados de desesperación catatónica, llegué a mi parada;  me dispuse a salir con tanta premura que no presté atención a los avisos por megafonía que advertían de que se trataba de una estación en curva, introduciendo así, de la forma más ridícula imaginable, el pie entre coche y andén. Trastabillé como bailando la tarantela y terminé por caerme de bruces con la cara contra el paquete.


Me rompí la nariz aquel día y, con todo, no pude evitar esbozar una sonrisa por haberme librado de aquel maldito picor de una vez, ni que decir tiene.

19.10.14

De un punto.

Me pillé distraído y me pregunté: ¿Por qué se llamará punto de fuga si es el único lugar hacia el que todas las líneas se han puesto de acuerdo en converger? Todo es cuestión de perspectiva, supongo, pues no hace falta más que dar un paso a un lado y este punto desaparece para que surja uno nuevo. Si hablamos de arquitectura, no soy más que un tonto cualquiera, pero así con todo. Me pesan las pestañas, y aún más con las legañas de la mañana o hasta por la noche cuando incluso a la luna le entra el sueño, por no decir que solamente me he visto el agujero del culo una vez, curioseando con un espejo. Así que, ¿en qué quedamos, nos vamos a o nos fugamos de? Porque hablar de círculos a estas alturas ya está un tanto trillado, aunque sean bien redondos. Más bien son símbolos de infinito deformes como sendos goliardos caminando tras la tercera guaza del martes o tal vez seamos almas endebles pidiendo a gritos un poco de silencio. Yo sé más bien nada, eso llevo tiempo diciéndolo, y me limito a dejar migas de pan por donde paso. Yo qué sé si ye pa que me siga algún que otro pájaro o para poder encontrar el camino a casa, que está dónde. Nada de todo esto importa demasiado. Lo poco que importa, y disculpadme si me he vuelto un místico bastardo, es adivinar lo que importa. En esto, como tantos otros, tampoco estoy muy cierto. Pero, en lo que respecta a la arquitectura, sí sé que no se trata únicamente de levantar cosas, también hay que saber escarbar, y de tal modo que la estructura en cuestión no se tambalee o se hunda, a no ser, claro está, que éstos sean sus propósitos. He construido unos cuantos castillos de naipes y también en la arena, aunque no quede ya ninguno que pueda mostrar; pero si una cosa es cierta, es que soy todo un as confeccionando pajaritas de papel y ya más de una, contagiada por mis dedos, se fue volando buscando ese puto punto.

1.10.14

La vie en rose.


         Ludomir Siva no recordaba la última vez que se había sentido feliz de veras. Su sonrisa era desconocida por todos (los pocos que alguna vez hubieran coincidido con él), incluso por sí mismo, pues las pocas veces que pudiera haberla esbozado no tenía un espejo a mano para observarla; y en parte era por eso que no sabía reproducirla.

         Transitaba una vida gris en la que apenas tenía ánimos hasta para fruncir el ceño. Se deprimía cuando llovía, también cuando salía el sol, por lo que siempre se quedaba en casa con las persianas bajadas. Hacía la compra por internet y, cuando el mozo tocaba a la puerta para hacer la entrega, éste se encontraba con una nota junto a la mirilla que le instaba a dejarla sobre el felpudo y a largarse de ahí. Ludomir había heredado una pequeña fortuna que le permitía no trabajar y dedicarse por entero a su única afición (si es que se puede llamar así): sentarse en su butaca oliva y mirar fijamente el punto del rincón donde se juntaban los dos zócalos de sendas paredes con el suelo; aunque cuando la rutina se volvía insoportable reclinaba el respaldo para observar el blanco del techo. De hecho, no se podría decir que Ludomir Siva fuera un tipo triste, simplemente era aburrido, un coñazo.

         Una santera de Panamá, por vicisitudes del destino que serían muy largas de exponer, llegó un día a casa de Ludomir, y le ofreció un conjuro vudú que le haría ver la vida color de rosa, tan sólo a cambio de su mirada. Ludomir no pudo decir nada; se distrajo con las profundas pupilas de la santera. Y así, con su mirada, selló el trato.

         Ludomir tenía por costumbre soñar con una pared vacía o cualquier tipo de superficie lisa, pero aquella noche sucedió algo extraño que le hizo revolverse entre las sábanas: soñó figuras y formas. Al principio no eran más que polígonos bien geométricos, pero, a medida que sus ojos lubilubaban bajo los párpados,  éstos fueron tornándose curvilíneos, incluso esféricos, y esto mismo, oh amigos míos, para Ludomir era ya lo último de lo último: soñar en tres dimensiones.

         Después de tales ensoñaciones, justo a la mañana siguiente, nuestro querido Ludomir se levantó con un entusiasmo inusitado. Había cierto brillo salmón claro o quizá clavel o coral en el ambiente y Ludomir salió por la puerta con los pies descalzos y dando saltitos.

         El aire fresco acarició su rostro y sintió dos cordeles invisibles tirando de las comisuras de sus labios hacia el cielo, mas no se preocupó lo más mínimo; cerró los ojos y, por vez primera en su vida, relajó su expresión del modo más apacible que cabría imaginar.

         Con las mencionadas tonalidades, todo cobraba un nuevo sentido para Ludomir, las cosas dejaban de ser puntos unidos por líneas para convertirse en fuente de deleite para la contemplación. Los brillos y las sombras le producían un hormigueo en la coronilla y cada textura hacía tamborilear su estómago y el vello de sus brazos se erizaba. Tan en paz sentíase Ludomir, que se volvió rosa.

         La, hasta entonces, monótona vida de Ludomir carecía de tiempo y nunca aprendió a contarlo; pero se atrevió a pensar que pasó poco rato entre que aprendiera a ver el mundo y se quedara ciego.  Sí, amigos míos, Ludomir no tardó en verlo todo literalmente rosa, como si estuviera envuelto por un velo fucsia más liso que el techo de su pieza; buceaba en un mar de batido de fresa.

         De una persona como Ludomir se podría esperar que después de una experiencia como aquella, se viera desconsolado por haber visto y haber perdido, o cuando menos indiferente, acorde con su acostumbrada actitud; pero Ludomir sentíase feliz en su ceguera rosa, olvidando el vértice del rincón.

         Ludomir había aprendido a ver, tan sólo a cambio de su mirada.