Cuando aún me
faltaban tres tramos de escaleras por subir para llegar al club, ya empecé a
oír el retumbar de la música a un volumen desmedido. Las noches en el Club del
Sándwich Eléctrico eran así, gente de todos los colores apostada en los
diversos sofás desvencijados, apoyados por cada esquina, incluso tendidos en
los cajones y las rendijas, bañados en una atmósfera de cerveza y humo con el
suelo pegajoso y el inventado pretexto de celebrar tertulias
filosofo-culturales donde exponer la distintas expresiones artísticas de la
caterva. Pero siempre nos poníamos borrachos demasiado pronto y terminábamos
haciéndonos los simios por las paredes mientras unos cuantos tocaban los
instrumentos con el bullicio habitual en estas mermeladas.
Sin embargo,
al cruzar el umbral después de haber hecho girar en la cerradura mis llaves con
el llavero de King-Kong, descubrí que aquella noche no sería para nada parecida
a las demás. Para empezar, no había nadie, y esperé un instante a que todos
salieran de sus escondites de un salto y corearan al unísono “¡Feliz
cumpleaños!”, aunque no fuera tal día (eran cosas nuestras). Pero, definitivamente,
no había nadie. Supongo que el último en salir se habría dejado encendida la
minicadena con el álbum de Can en bucle y a todo trapo.
Cambié el
disco por uno de los Maytals y me senté en una butaca roída por el espíritu de
una rata que habitó aquí años atrás y que nunca hemos visto y me puse a ojear
un cuaderno de recortes de Krishna Andavolu.
—¿Qué hay de
nuevo, viejo? —dijo entonces Manu, que llevaba todo el rato tumbado en un
vetusto diván comiéndose un plátano mientras buscaba figuras en las manchas del
techo como quien mira las nubes. Yo pegué un respingo.
—Joder, Manu,
vaya susto —le saludé.
—No te sentí llegar.
—Ni yo a ti
—admití—, ¿qué haces?
—No demasiado:
inflarme a potasio, a ver qué pasa.
—¿Te estás
comiendo mis plátanos?
—¿Son tuyos?
—preguntó mientras palpaba la piel del último— Creía que aquí todo era de
todos. Ése era el trato.
—Sí, ya, tienes
razón —titubeé—. Pero pienso que no es compartir si soy yo el que los compra
siempre y tú el que se los come. Al menos podrías dejarme alguno, cabrón.
—Bueno, no te
pongas así. También soy yo el que pasa la escoba casi todos los días y a ti no
te he visto nunca barrer.
—Porque, a
diferencia que tú, yo no voy dejando el piso lleno de mierda —repliqué— ¡Mira
cómo está esto, todo lleno de pellejos de plátano!
—¡Que son
bananas, capullo!
—¡Ya te daré yo a ti bananas!
Nos enzarzamos
en una pelea de dibujos animados, con una nube gris incluida de la que salían
patadas y puñetazos y una silla que se hacía añicos contra una espalda y una
cacerola que hizo clonk en otra
cabeza y acabamos exhaustos, panza arriba, sobre la mugrienta alfombra otomana
discutiendo si la mancha del techo junto a la lámpara de araña descuajeringada
era un perrito o un caballo.
—¿Por qué demonios luchábamos? —preguntó Manu en una
carcajada.
—No eran
demonios, eran bananas—contesté. Y nos echamos a reír.
—¡Mosquis!
—exclamó Manu mientras miraba un reloj que tenía garabateado en la muñeca con
tinta china— ¿Has visto qué hora es? ¡Llego tarde!
—¿Tarde a qué?
—respondí, pero Manu no me escuchó porque salió disparado hacia la puerta como
una suerte de conejo blanco y sin despedirse.
Se oyó un slisshh acompañado de un “¡Mierda!”
seguidos inmediatamente por un catapún catapún
chispún y después silencio. Fui a ver qué pasaba y encontré en el rellano
una piel de banana al borde de la escalera, con un rastro pringoso como si
fuera un caracol que hubiera derrapado. Me asomé entonces por el hueco para ver
la planta baja y ahí estaba Manu esparcido en una postura rarísima. Con un
brazo para allá y una pierna para acá como un egipcio contorsionista y el
cuello de una lechuza.
—¡Manu! —le grité—
¿Tarde a qué? —volví a gritar, pero ya no respondió.