El túnel exhaló como un dragón ronco
y un par de ojos brillantes aparecieron al fondo, anunciando con un chirrido la
llegada del próximo tren. Recogí del suelo el pesado paquete lleno de yo qué sé
que me habían encomendado y esperé a que las puertas se abrieran, pero nadie se
decidía a salir de ese vagón, así que, con un esfuerzo nada desdeñable, avancé
hasta el siguiente para poder entrar.
De este segundo coche se habían
apeado un par de viajeros pero, aún así, parecía estar más lleno que el
anterior; ni siquiera sé cómo pude ser capaz de hacerme con un hueco entre
tantísima gente con tan fastidioso bulto entre los brazos.
Sonó un silbato y enseguida nos
vimos aún más embutidos unos contra otros debido al apresurado bamboleo del
tren en cada curva. Pisé un par de pies al no tener manos con las que agarrarme
a nada, y algunos otros, vengativos, pisaron los míos con cierto descuido mal
disimulado. Eso no fue lo peor: En algún momento entre aquí y allá, empezó a
picarme la nariz.
Miré a los lados sin saber qué
hacer, buscando quizá algún sitio donde posar el paquete pero ni alcanzaba a
ver el suelo. Levanté una rodilla con la esperanza de que me sirviera de apoyo,
pronto perdí el equilibrio y fui a parar directo a un sobaco cualquiera con
toda la cara. Intenté soplar hacia arriba, procurando acertar al punto exacto
de mis picores y no hice más que escupirme en un ojo, incluso traté de rascarme
con los hombros y ni con esas conseguía aliviarme. Escruté los habitantes del
vagón, ansiando encontrar una cara conocida a la que solicitar tratamiento, mas
aquí cada uno va a la suya, con la mirada perdida, esperando llegar a su destino.
Y por fin, después de
tropecientas estaciones y sendos estados de desesperación catatónica, llegué a
mi parada; me dispuse a salir con tanta
premura que no presté atención a los avisos por megafonía que advertían de que
se trataba de una estación en curva, introduciendo así, de la forma más
ridícula imaginable, el pie entre coche y andén. Trastabillé como bailando la
tarantela y terminé por caerme de bruces con la cara contra el paquete.
Me rompí la nariz aquel día y,
con todo, no pude evitar esbozar una sonrisa por haberme librado de aquel
maldito picor de una vez, ni que decir tiene.
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