Ludomir Siva
no recordaba la última vez que se había sentido feliz de veras. Su sonrisa era
desconocida por todos (los pocos que alguna vez hubieran coincidido con él),
incluso por sí mismo, pues las pocas veces que pudiera haberla esbozado no
tenía un espejo a mano para observarla; y en parte era por eso que no sabía
reproducirla.
Transitaba una
vida gris en la que apenas tenía ánimos hasta para fruncir el ceño. Se deprimía
cuando llovía, también cuando salía el sol, por lo que siempre se quedaba en
casa con las persianas bajadas. Hacía la compra por internet y, cuando el mozo
tocaba a la puerta para hacer la entrega, éste se encontraba con una nota junto
a la mirilla que le instaba a dejarla sobre el felpudo y a largarse de ahí.
Ludomir había heredado una pequeña fortuna que le permitía no trabajar y
dedicarse por entero a su única afición (si es que se puede llamar así): sentarse
en su butaca oliva y mirar fijamente el punto del rincón donde se juntaban los dos
zócalos de sendas paredes con el suelo; aunque cuando la rutina se volvía
insoportable reclinaba el respaldo para observar el blanco del techo. De hecho,
no se podría decir que Ludomir Siva fuera un tipo triste, simplemente era
aburrido, un coñazo.
Una santera de
Panamá, por vicisitudes del destino que serían muy largas de exponer, llegó un
día a casa de Ludomir, y le ofreció un conjuro vudú que le haría ver la vida
color de rosa, tan sólo a cambio de su mirada. Ludomir no pudo decir nada; se
distrajo con las profundas pupilas de la santera. Y así, con su mirada, selló
el trato.
Ludomir tenía
por costumbre soñar con una pared vacía o cualquier tipo de superficie lisa,
pero aquella noche sucedió algo extraño que le hizo revolverse entre las
sábanas: soñó figuras y formas. Al principio no eran más que polígonos bien
geométricos, pero, a medida que sus ojos lubilubaban bajo los párpados, éstos fueron tornándose curvilíneos, incluso
esféricos, y esto mismo, oh amigos míos, para Ludomir era ya lo último de lo
último: soñar en tres dimensiones.
Después de
tales ensoñaciones, justo a la mañana siguiente, nuestro querido Ludomir se
levantó con un entusiasmo inusitado. Había cierto brillo salmón claro o quizá
clavel o coral en el ambiente y Ludomir salió por la puerta con los pies
descalzos y dando saltitos.
El aire fresco
acarició su rostro y sintió dos cordeles invisibles tirando de las comisuras de
sus labios hacia el cielo, mas no se preocupó lo más mínimo; cerró los ojos y,
por vez primera en su vida, relajó su expresión del modo más apacible que
cabría imaginar.
Con las
mencionadas tonalidades, todo cobraba un nuevo sentido para Ludomir, las cosas dejaban
de ser puntos unidos por líneas para convertirse en fuente de deleite para la
contemplación. Los brillos y las sombras le producían un hormigueo en la
coronilla y cada textura hacía tamborilear su estómago y el vello de sus brazos
se erizaba. Tan en paz sentíase Ludomir, que se volvió rosa.
La, hasta entonces,
monótona vida de Ludomir carecía de tiempo y nunca aprendió a contarlo; pero se
atrevió a pensar que pasó poco rato entre que aprendiera a ver el mundo y se
quedara ciego. Sí, amigos míos, Ludomir
no tardó en verlo todo literalmente rosa, como si estuviera envuelto por un
velo fucsia más liso que el techo de su pieza; buceaba en un mar de batido de
fresa.
De una persona
como Ludomir se podría esperar que después de una experiencia como aquella, se
viera desconsolado por haber visto y haber perdido, o cuando menos indiferente,
acorde con su acostumbrada actitud; pero Ludomir sentíase feliz en su ceguera
rosa, olvidando el vértice del rincón.
Ludomir había
aprendido a ver, tan sólo a cambio de su mirada.
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