Flipábamos en colores con los
pies colgando de un columpio entre dos chimeneas que parecían palmeras. Íbamos
descalzos, y los tejados y las azoteas eran como islotes de roca y bancos de
arena. El mar, abajo, todo lleno de peces nadando las corrientes y haciendo así
con la boca.
Me gusta observar el perpetuo
desgaste cósmico, quedarme delante de un cubo de hielo que se derrite y ver
cómo se me cae la baba, prender la mecha de una vela y ser testigo del
paulatino baile de la cera derramándose, eso y los guijarros arrastrado por el
río; son placeres.
Soñé que pescaba en un hoyo muy
profundo, como el del viejo Tom, y el sedal de mi caña eran cordeles que había
ido encontrado por ahí, y que había enlazado por los extremos. En mi sueño el
anzuelo al final del hilo colgaba detrás de mi nuca y, sin darme yo cuenta, se
enganchaba en el cuello de mi camisa.
Tiré de la caña hacia arriba,
pensando que por fin algo había picado, y salí volando por los aires. Cuanto
más tiraba, más alto subía y mayor esfuerzo tenía que hacer para mantener la
caña de pescar entre mis manos. Mi casa se veía detrás de unas montañas,
alrededor era un océano.
Esperé y esperé, unas veces más
arriba y algunas otras más abajo, y no fue hasta bien pasado un rato cuando me
percaté de que estaba tirando de mí mismo. ¿Y cómo bajo ahora de aquí? —pensé.
Y esperé y esperé y me salió pelusa en el ombligo.
Así estuve hasta que desperté, y
es que no era más que un sueño, pero algo me pica en la nariz y es que en el
fondo de ese agujero no lo fue, y recuerdo que era tan profundo que llegaba
hasta la punta de mi cabeza. Pocas cosas tan hondas se me vienen a la mente y
en cuanto a las ondas, mantienen su oscilar, pero eso es otro menester.
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