7.3.15

El turista.

         Si alguien me preguntara por esos locos del sándwich eléctrico me haría el sueco un buen rato antes de confesar que sí que los conozco. Una noche salí a ver el partido con un amigo, hacía tiempo que no iba por ahí y al sentarme junto al grifo empecé a sentirme como un apócrifo ambulante y no moderé ni lo más mínimo el consumo. Seguro que hice el ridículo montones de veces, pero entonces no me importaba un carajo. Conocí conocí al amigo de un amigo y, cuando quise darme cuenta, alguien me había puesto un peta entre los labios y unas gafotas enormes con lentes verde pistacho. Estaba en un antro que debía de ser su club. Alguien disfrazado de gorila bailaba tango con una lámpara y otro tipo con los ojos inyectados en sangre y ampliados ridículamente tras unos cristales de culo de vaso vaciaba un frasco de paté en la pecera sucia y los muiles lo engullían todo en una orgía de escamas y aleteos. La música era un galimatías indescifrable que aun así tiraba de nosotros como si fuéramos marionetas arrítmicas a las que se le cae la baba por las comisuras de los labios. Alguien ha puesto azúcar en mi ginebra de la victoria y se sabe amarga. Hubo una sacudida sutil. Busqué caras conocidas. Aquello parecía un baile de máscaras de carne empapadas en sudor. Rostros ebrios. Contoneos embriagados. Me sentí extrañamente sumergido en una salsa. Los pavos arrastraban un barril sobre la alfombra y las pavas libaban tequila y limas apostadas en la barra de la esquina. Vi mis manos de reojo y no parecían las mismas. Se abrían latas con llaves, espuma por las camisas, el suelo una película pegajosa y fría. Un gordo se había quedado dormido en el sofá y el hombre simio saltaba sobre su barriga. Una tía maúlla en el rincón con los dorados rizos resbalándose por su espalda. Otra mastica un palo con los dientes y ni esta boca es mía. Me acerco a la nevera y busco una gaseosa. Otro tipo me rodea con un brazo, y echándome el humo en la cara, me recita en verso algo que no entiendo y me alcanza el vino tinto y nos ponemos a beber. A partir de entonces se diluyen los recuerdos, y se posan al fondo que es como un disco mojado que nunca se llega a colmar. Miradas derretidas. Olor a sal y alcohol. La constante sensación de estar bajo el vuelo de los cuervos negros. Hilaridad desencajada. Euforia embebida por la autodestrucción compartida. No me sentía feliz, me sentía liberado de todo. Gozando del terror de quien baila junto a un precipicio. Sin alas para volar, sabiendo que para caer no las necesito.

Ralph Steadman

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