Si alguien me
preguntara por esos locos del sándwich eléctrico me haría el sueco un buen rato
antes de confesar que sí que los conozco. Una noche salí a ver el partido con
un amigo, hacía tiempo que no iba por ahí y al sentarme junto al grifo empecé a
sentirme como un apócrifo ambulante y no moderé ni lo más mínimo el consumo.
Seguro que hice el ridículo montones de veces, pero entonces no me importaba un
carajo. Conocí conocí al amigo de un amigo y, cuando quise darme cuenta,
alguien me había puesto un peta entre los labios y unas gafotas enormes con
lentes verde pistacho. Estaba en un antro que debía de ser su club. Alguien
disfrazado de gorila bailaba tango con una lámpara y otro tipo con los ojos
inyectados en sangre y ampliados ridículamente tras unos cristales de culo de
vaso vaciaba un frasco de paté en la pecera sucia y los muiles lo engullían
todo en una orgía de escamas y aleteos. La música era un galimatías
indescifrable que aun así tiraba de nosotros como si fuéramos marionetas
arrítmicas a las que se le cae la baba por las comisuras de los labios. Alguien
ha puesto azúcar en mi ginebra de la victoria y se sabe amarga. Hubo una
sacudida sutil. Busqué caras conocidas. Aquello parecía un baile de máscaras de
carne empapadas en sudor. Rostros ebrios. Contoneos embriagados. Me sentí
extrañamente sumergido en una salsa. Los pavos arrastraban un barril sobre la
alfombra y las pavas libaban tequila y limas apostadas en la barra de la
esquina. Vi mis manos de reojo y no parecían las mismas. Se abrían latas con
llaves, espuma por las camisas, el suelo una película pegajosa y fría. Un gordo
se había quedado dormido en el sofá y el hombre simio saltaba sobre su barriga.
Una tía maúlla en el rincón con los dorados rizos resbalándose por su espalda.
Otra mastica un palo con los dientes y ni esta boca es mía. Me acerco a la
nevera y busco una gaseosa. Otro tipo me rodea con un brazo, y echándome el
humo en la cara, me recita en verso algo que no entiendo y me alcanza el vino
tinto y nos ponemos a beber. A partir de entonces se diluyen los recuerdos, y
se posan al fondo que es como un disco mojado que nunca se llega a colmar.
Miradas derretidas. Olor a sal y alcohol. La constante sensación de estar bajo
el vuelo de los cuervos negros. Hilaridad desencajada. Euforia embebida por la
autodestrucción compartida. No me sentía feliz, me sentía liberado de todo.
Gozando del terror de quien baila junto a un precipicio. Sin alas para volar,
sabiendo que para caer no las necesito.
Ralph Steadman |
No hay comentarios:
Publicar un comentario