Se trata de una bestia de una
sola boca para ningún estómago, que yace recostada en la sexta grada con la
mirada obtusa, ávida del próximo plato.
De sus escuálidos brazos cuelgan
jirones de pellejo purulento y sucios de polvo, y con ellos sostiene sendas
agujas de reloj con las que va despedazando la carne para llevársela a las
fauces.
Resulta que se reclina ahí mismo
cada día para ver cómo sueño en mi colchón, cómo me aseo y cómo me desplazo.
Con esas migajas se hace una bola y la engulle sin un pestañeo. Observa cómo
tecleo, cómo busco en cada estante, cómo saludo y me despido con el mismo
gesto. Y esos momentos los mastica con sus doce filas de dientes y los traga
esperando a que haga otra cosa.
Si se me ocurre una idea, eso es
un bocado. Y si me tumbo a mirar las nubes pasajeras, me creo que la estoy
matando. Pero ahí sigue, rumiando con el chasquido de un metrónomo que nunca se
detiene. Y así todo devora. Y siempre tiene hambre.
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