Siento el corazón oprimido
por todas las cosas
que no llego a entender.
—Rudyard Kipling
A veces echo un vistazo a lo que soy y me da vértigo. No por
mí, sino por los demás, a los que veo como reflejos de lo que quisiera ser. Y
me veo pequeño, en una butaca, mirando la obra en la que yo mismo soy
protagonista, en el papel de mero espectador.
Y entonces pienso: ¿Por qué carajo cruzaría el pollo la
carretera? Y una voz que está en mi cabeza, como todas pero de otro modo, me
dice que estaba aburrido de ese lado. Y otra, que suena parecida, musita que tal
vez escapaba; y otra ronca y rota masculla entre dientes algún sinsentido
mientras las demás, aún con el vértigo del que observa, prefieren cerrar el
pico.
Por eso nunca termino un poema y mis relojes tienen frío y
tiritan haciendo tic tac tic tac y extraños ruidos y me observo en el espejo y
son mis cicatrices las que se visten de mí y las que salen a la calle cada día
con mis calcetines puestos y haciendo trampas con las horas.
Otra garganta eructa tres versos desnudos y éstos mismos se me
enredan bajo las uñas como ese algo fantástico que uno ve mal y de lejos, que
ni con gafas se distingue, y que después no sabe expresar. Pero, más que lo que
dejo, es lo que escojo. Así que nada.
Cada vez que me detengo no me sale más que aire, ya sea
complacido o resoplando, y pienso que eso justo es lo que hacen las plantas y
en cómo de verde se me ha puesto la cara.
Y qué voy a saber yo, me pregunto, si cuento mis pies cuando
camino y ni sé cuántos dedos tengo. Que más que la pecera soy el líquido, y que
el pez nunca será mío, pero está por acá, bien dentro.
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