Mordí
el anzuelo y la encía me sangraba a borbotones toda descosida y ¡ay, la vieja dentera!
Escupí flema y mala baba y me quedé así, con ese gusto a hierro en las pupilas
y el paladar arenoso y un palpitar atrás, bajo la muela. Al tratar de decir
algo, yo qué sé, o preguntar por qué coño qué, la mandíbula se me salía tal que
así y con el mismo chasquido volvía al sitio y ¡ay, el rechinar quejumbroso de
los dientes! Ni deambulando sin camino dejaba atrás mi desdicha, mi desgracia,
mi oh, joder, vaya putada. Me tuve que dejar las uñas crecer para así poder
hurgar en mi propio cerumen y sacarme las voces que se habían quedado ahí pegadas,
volví a hacer pelotillas con la pelusa del ombligo sólo para tirárselas al
vecino cuando anduviera distraído ¿Y qué carajo si tras tantas larvas me quedo
mirando las lentejas que planté? Si después de lo que viene después uno sólo
puede seguir o volver a otro principio. Es lo que pasa cuando te crías entre
crustáceos, que acabas enredado entre las algas o bien crujiente y con el pecho
lleno de sopa. Y te miras al espejo y en verdad te ves bien y esa sonrisa te
sonríe y esas arrugas en las comisuras de los párpados ¿cómo podrían tratarse
de un disfraz? Pero son esas ojeras, esa misma lobreguez velada en la mirada la
que humilla al rostro y lo delata. La misma que también sonríe en la llana cara
del cristal y se derrama líquida entre los síndromes y ya no sé qué devora a
quién ni a qué hora se paró el reloj ni por qué me encuentro ahora como si no
estuviera buscándome. Agarré, pues, una pieza de madera y lié en ella el sedal.
La brisa enmudeció y una nube se deshizo al fondo, cerca del cielo. Una suerte
de escarabajo vino a posarse en mi pie descalzo y moví los dedos para ver que
hacía. Me distraje con un pestañeo y al volver, ya no estaba. Y agarré la
última larva y la ensarté en el anzuelo. Y después volví a morderlo.
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