26.6.15

Parábola del anzuelo.

Mordí el anzuelo y la encía me sangraba a borbotones toda descosida y ¡ay, la vieja dentera! Escupí flema y mala baba y me quedé así, con ese gusto a hierro en las pupilas y el paladar arenoso y un palpitar atrás, bajo la muela. Al tratar de decir algo, yo qué sé, o preguntar por qué coño qué, la mandíbula se me salía tal que así y con el mismo chasquido volvía al sitio y ¡ay, el rechinar quejumbroso de los dientes! Ni deambulando sin camino dejaba atrás mi desdicha, mi desgracia, mi oh, joder, vaya putada. Me tuve que dejar las uñas crecer para así poder hurgar en mi propio cerumen y sacarme las voces que se habían quedado ahí pegadas, volví a hacer pelotillas con la pelusa del ombligo sólo para tirárselas al vecino cuando anduviera distraído ¿Y qué carajo si tras tantas larvas me quedo mirando las lentejas que planté? Si después de lo que viene después uno sólo puede seguir o volver a otro principio. Es lo que pasa cuando te crías entre crustáceos, que acabas enredado entre las algas o bien crujiente y con el pecho lleno de sopa. Y te miras al espejo y en verdad te ves bien y esa sonrisa te sonríe y esas arrugas en las comisuras de los párpados ¿cómo podrían tratarse de un disfraz? Pero son esas ojeras, esa misma lobreguez velada en la mirada la que humilla al rostro y lo delata. La misma que también sonríe en la llana cara del cristal y se derrama líquida entre los síndromes y ya no sé qué devora a quién ni a qué hora se paró el reloj ni por qué me encuentro ahora como si no estuviera buscándome. Agarré, pues, una pieza de madera y lié en ella el sedal. La brisa enmudeció y una nube se deshizo al fondo, cerca del cielo. Una suerte de escarabajo vino a posarse en mi pie descalzo y moví los dedos para ver que hacía. Me distraje con un pestañeo y al volver, ya no estaba. Y agarré la última larva y la ensarté en el anzuelo. Y después volví a morderlo.


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