Ayer
no, al otro, ocurrió una cosa.
Amanecí en un banco del parque Rodol, pasado
el mediodía. Rezumando los síntomas de la cruda veisalgia por la boca del
estómago hasta el filo de las uñas. Por lo que alcanzaba a recordar, las
vestales habían olvidado mi rostro y mi nombre al tercer chorrito de atrabilis,
y, a partir de ahí, se puso la atmósfera en negro y, entre medias, perdí un
zapato. Un chasquido líquido y ovalado sucedió bajo mi trasero cuando fui a
incorporarme, dejándome los pantalones impregnados de albumina y un antiestético
pringue de feto de pichón.
Bostecé.
Lo sentí por el pájaro, pero en el fondo pensé que le había ahorrado una vida
de amarguras y polución, así que me aboclé los trozos de cáscara del trasero y
me largué de allí. Enfilé el camino a casa hecho un guiñapo y con el paso
cruzado. Unas garras beige verdoso asomaban por el desgarrón de mi calcetín
desamparado y me hedía el aliento a mierda. Francamente, necesitaba una ducha.
Además, estaba todo aquel asunto de la consunción del dipsomaníaco deshumedecido
cuando se mezcla con una categórica urgencia por cagar.
Tomé
rúe Flâneur para despejarme con la brisa estancada del río y dejé atrás el Sol
Naciente con apurados andares y un nudo forzado y tirante en la punta del
orificio; justo como aquel que anda transfigurándose de caracol a babosa sin
cuestionarse el calendario, una entelequia.
No
había llegado a cruzar la línea imaginaria que delimita las fronteras de mi
barrio cuando, sin advertencia previa, fui a tropezarme con Imperator Furiosa. Furiosa
era una antigua novia que tuve, mi orbe, mi vía lechosa; pero ya pasaron muchos
ayeres desde aquel pretérito, y ya ni hablamos, ni nos olemos. Furiosa lucía un
iris pardo y el otro gris, y la melena ensortijada deslizándose por las
clavículas. Aún conservaba, después de todo, la candidez primigenia en los
lóbulos de las orejas, y ese viso de frescura que reverdece la pupila hasta el
haz de His como sumergido en una marmita de esencia de ocalito.
Se paró junto a mí, pues percibió que había
reparado en ella. Me miró de arriba abajo, sobre todo abajo, a los mitílidos de
mi pie. Movió la cabeza levemente a un lado y al otro con gesto compasivo y,
sin terciar palabra, giró sobre sus hermosísimos tobillos y siguió su camino.
Yo le grité que esperara.
—¡Espera!
—le grité.
Furiosa,
sin volver la mirada, tendió su esbelta mano atrás, como ofreciéndomela, y
apresuró la marcha. Yo le dije:
—¡No
puedo seguirte! ¡Espera!
Me
enjugué las legañas y otra vez corrí tras ella, como en aquella película de
Motorizado Marx, la del loco del troglodomo en el desierto, y, de pronto,
descubrí que de aquellos preciosos dedos suyos colgaba otra figura, parecida a
mí, pero con pelo en la cabeza y la sonrisa cosida.
Caí
de rodillas contra el asfalto. Lloriqueé de un modo vergonzante unos instantes
y me deshice del zapato que aún me quedaba. El aspecto del calcetín era, a
grandes rasgos, similar a su análogo, aunque quizá de un matiz tirando más a
ocre que a gris castaña. Decidí despojarme también de ellos y salí huyendo
calle arriba.
Desboqué
por callejuelas sin apellido sin fijarme en los tendidos eléctricos, desnudos,
y, cuando me di cuenta de que me encontraba practicando la fuga en dirección
contraria, crucé el río por el puente de la fusa y agarré en equilibrio el raíl
del tranvía, con la nariz apuntando a la colina de Ubú Roi, y los restos de
huevo resecos en la culera. Conseguí mantenerme erguido el tiempo suficiente
como para poder apreciar, desde una posición privilegiada, la flagrante
parábola que trazó mi cuerpo cuando fue a estamparse contra el suelo con
tremendo batacazo. Salí entonces despedido, cosa de tres yardas en trayectoria
oblicua, esta vez en parábola ascendente, reboté en una señal de STOP, y
terminé colándome, no sé cómo, por la boca de una alcantarilla que alguien se
dejó un día abierta y que nunca nadie cerró.
Desde
abajo, desde abajo huele a humo en Estagira. El suelo se ve negro como un oso
negro carbonizado y se escucha cómo el tiempo gira sobre sí mismo y, al fondo,
se oye un río. Un reguero de dudas y memorias en todas direcciones. Desde abajo
lo sentí así y sentí pena. Y olvidé a Furiosa. Y me subí.
Llegué
al Diapasón descalzo y sin duchar. Me aposté en el córner y suspiré longo.
Policarpo el fructífero bajo las torres del momento puso ante mí una crátera de
cerveza y un cadencioso chorro de Pancrenoir, sin yo solicitarlo.
—Olvida
lo que te dije ayer —dijo Poli—; hoy sí que estás hecho un asco.
—Yo
qué sé —mascullé—. ¿Y Bubbs, ha llegado ya?
—¿No
te has enterado? Le detuvieron en la frontera para ver qué había en su culo.
—Pues
hablando de lombrices, yo hoy maté a un pájaro.
—¡Bah,
hay más peces en el mar!
—¿Y
éstos? Quiero decir, ¿tampoco van a venir hoy?
—Ya
sabes cómo son los muchachos; les encantan las sorpresas. Creo que podrían
aparecer en cualquier —se calló, y yo aproveché para darle un largo tiento a la
amarga envilecida y pensar en el tiempo que pasé con Furiosa, cuando por la
noche resplandecían tres lunas sin mácula en el cielo, y en el tiempo que pasó
desde entonces, y en cómo ahora, con el recuerdo viejo, parece que aquello duró
sólo un— momento. Por cierto, ¿Has recuperado el regalo de Bubbs?
—Yarboclos,
lo olvidé por completo.
—Estupendo.
—No
te vayas a preocupar, mañana por la mañana buscaré a Mo y lo arrancaré de sus dedos
muertos.
—Allá
tú, entonces. Pero nada de sorpresas.
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