En el verano
de 1882, recordado en la cultura occidental como “el verano de la tisis”,
Joseph Thomson terminaba sus estudios de geología aplicada por la Universidad de Aberdeen, con casi todo notables.
Debido a su inmaculado expediente (sin tener en cuenta un percance con cobalto
ionizado en el que se vio involucrado durante su segundo año, en el que no hubo
demasiados muertos, pero sí un par de lastimados), recibió una beca Kilt para
viajar al África oriental, más concretamente a la región de Tarzania, y
acompañar al profesor James Augustus Grant en una expedición de mes y medio por
la sabana, con el objetivo de descubrir un puñado de especies animales,
vegetales y, ya puestos a descubrir, también minerales, para pegar un pelotazo
nacionalgeográfico y así pasar a los anales.
Partirían la
primavera próxima, y viajarían con lo puesto: tres camisas, dos pantalones (uno
corto y otro largo), un chaquetón por si refresca, cuatro pares de calcetines,
otro par de mudas limpias, un rifle Winchester para compartir, un plano de
Sarajevo, un cuaderno de apuntes y el salacot reglamentario. Saldrían del
puerto de Liverpool en mayo del ’83 rumbo Amberes, y de ahí una macedonia de
ferrocarriles hasta el puerto otomano de Tesalónica, donde embarcarían de nuevo
para surcar medio mediterráneo, atravesar el canal de Suez, y así hasta el
puerto de Zanzíbar; un paseíto.
Las relaciones
entre Thomson y el profesor Grant fueron tensas casi desde que se conocieron,
allá en Aberdeen: Sucedió un día que Grant paseaba por la facultad con su pipa
rebosante de tabaco, pero acusando una inoportuna carestía de fósforos cuando,
fortuitamente, se topó en uno de los pasillos con el jovencísimo Thomson y fue
a pedirle una cerilla, a lo que este último le respondió con un áspero “Fumar
es para volcanes” y una carcajada fea. Desde entonces Grant no tragó al
estúpido de Thomson y ahora, como tutor suyo en pleno descampado subsahariano,
tendría la oportunidad de cobrar su venganza. Claro que de esto Thomson no
tiene ni idea.
Atracaron en
Zanzíbar el cuatro de junio de 1883. El cielo estaba encapotado y caía una
ligera y fresca llovizna típica de un martes cualquiera en Stirling. Thomson
dijo algo así como: “Vaya, me imaginaba que esto iba a estar lleno de negros”,
a lo que Mowutu, el bosquimano que sería su guía y salvoconducto respondió:
“Para ustedes, nosotros somos los negros, pero es una forma de hablar. Aquí los
negros son ustedes”. Thomson se sonrojó y no dijo nada más, pero Grant enseñó
los dientes con inquina en una mueca maliciosa disfrazada de sonrisa.
Al día
siguiente, en el desayuno, conocieron a los porteadores, siete pigmeos albinos
llamados todos ellos Tuc, que agarraron todos los bártulos y enseres y los
cargaron en sus diminutos lomos, demostrando una fuerza sobreenana. Y cuando se
terminó el café salieron todos juntos detrás de Mowutu a paso contento, hacia
lo oficialmente inexplorado.
La primera
semana no pasó apenas nada. Acampaban al raso unas noches y, cuando les cogía
de camino, pernoctaban en algún motel. Un día vieron un lagarto color pistacho
con la cara rosa y una cresta de espinas a lo largo del cráneo por la que
segregaba una substancia pringosa que servía de remedio para la alopecia; pero
pasó tan rápido que a Thomson no le dio tiempo a dibujarlo y, en su lugar,
apuntó en el cuaderno: “Iguana rara”,
y Grant le sancionó con una reprimenda que se prolongaría durante todo el
camino.
La segunda
semana casi más de lo mismo. Un día se encontraron con una cebra a medio comer.
Apenas llegaba a tercio de cebra, si tal un cuarto de cuarto trasero de cebra.
Los mosquitos se habían comido ya a dos Tucs y Grant increpó reiteradamente a
Thomson por haberse dejado olvidado el repelente en Amberes.
Finalmente, en
la jornada dieciséis, arribaron a la sabana de Tarzania, en la orilla sur del
Kilimanjaro. Un pedazo de secarral hasta donde alcanza la mirada. Thomson dijo:
“¿Esto es, en serio?”, y Mowutu respondió: “Esta es la tierra sagrada de mis
ancestros, coto de caza y recolección desde que el hombre tiene pelo”. Esta vez Thomson no se ruborizó ni nada, sino
que contraatacó: “Pues parece un planeta rocoso”. Grant intervino: “Las acacias
de por aquí son maravillosas. Su sistema de defensa es algo único en la familia
de las fabáceas”. Mowutu dijo: “Pues si no te gusta mi país, tú y yo tenemos un
problema”. Thomson agarró el Winchester prestado y encañonó al nativo. “¡Pero
qué haces, animal!”, dijo Grant. Y Thompson resolvió: “Aquí no hay más que paja
seca y putos ñus”. Y apretó el gatillo. Un fogonazo bajo el sol del Serengueti,
y Mowutu cayó muerto. Tuc anunció: “¡Ha matado a Mowutu, hijo de puta!”, y se
abalanzó, cuchillo de sílex en mano, a la garganta de Thomson. “¡Espera!” gritó
Grant, y un segundo fogonazo dejó tieso al pigmeo. El resto de Tucs hizo un amago
de atacar a los rostropálidos, pero Tuc, el más cobarde de ellos, salió huyendo
y Tuc, Tuc y Tuc no tuvieron más valor que él, y le siguieron. “¿Quién va a
cargar ahora con mi mochila?” dijo Grant a Thomson, a modo de reprimenda. “De
todas formas se lo han llevado consigo, así que tampoco es problema”, solucionó
el becario.
Durante las
siguientes semanas su suerte no mejoró demasiado. Vagando solos por la sabana,
sin agua ni provisiones, los problemas entre ellos no hicieron más que crecer.
Un día incluso discutieron porque Grant descubrió que el plano de Sarajevo era
anterior a la remodelación urbanística a la que fue sometida a principios del
siglo XVII bajo el dominio de los turcos, antes del tranvía, y las ofertas de
propaganda de los bazares y las tabernas de kebab estaban obsoletas.
En el
trayecto, Thomson registró la tierra que iban pisando y apuntaba: “Arcillosa, rojiza, normal”. Nada destacable. Y James Augustus, como
naturalista que era, anotaba en su propio cuaderno: “La naturaleza de por aquí me resulta del todo natural. Los herbívoros
pacen y rumian más o menos según los cánones. Los carnívoros, por su parte,
devoran al resto. A todos nos toca el turno de ser devorados”. Nada
destacable.
Así pasaron
nosecuántos días más.
De pronto, el
profesor Grant dormía la siesta a la sombra de una acacia cuando Thomson se
alejó, apurado, para aliviar sus tripas tras un atracón de drupas silvestres.
Y, desalojando el intestino, se percató de que frente a sus mismas narices una
suerte de cabra extraña hacía lo propio, también puesta en cuclillas.
“Vaya… em…
Hola”, dijo Thomson entonces. “Jua jua… sí… Hola”, contestó la cabra extraña.
“Qué situación, ¿eh?”, bromeó Thomson. “Ya te digo”, secundó la otra. “Bueno”,
dijo Thomson, soltando las últimas virutas, “Yo soy Thomson, soy un escocés”.
“Mira tú por dónde”, respondió la cabra con acento del Kalahari, “Yo también
soy Thomson, pero soy una gacela”. “Vaya”, dijo Thomson, dudoso, “No sabía”.
De esto que,
de entre los matorrales, aparece el profesor James Augustus Grant, con cara de
recién despertado, y exclama: “¡Pero qué es esto!”. Y Thomson dice: “Es una
gacela, y se lama Thomson, como yo”. Grant parpadea, perplejo, y dice: “¿Una
gacela? ¿Cómo una gacela?”. Y Thomson, la gacela, dice: “¡Hola, soy Thomson!”.
El profesor suelta una carcajada histérica y grita: “¡Eureka! ¡La encontré! ¡La
nueva especie que andaba buscando! ¡Una gacela, nada menos! ¡Con este
descubrimiento pasaré a los anales! La llamaré gacela de Grant, en mi honor, por supuesto, ni que decir tiene,
para que la posteridad recuerde lo que sufrí para dar a la humanidad el
conocimiento de semejante criatura”.
Thomson y
Thomson se miran estupefactos y, de súbito, un fiero león sale de la maleza.
“Disculpad”, dice el león, “Siento interrumpir, pero, por casualidad, ¿no
habréis visto un pedazo de cebra que tenía por aquí a medio comer? Estaba ahí
mismo, Sali a regurgitar el íleon para volvérmelo a comer, y cuando vuelvo para
acabar con el morcillo, que es, de hecho, lo que más me gusta, me encuentro con
una cabra extraña y dos chimpancés pelados cagándose en mi salón”, rugió: “Y ni
rastro de mi morcillo”.
Entonces
Grant, del todo diplomático, propuso: “Puedes comerte a ése, si quieres”,
señalando al Thomson bípedo, “Está algo flacucho y apesta, pero saciará tu
apetito, aunque bien no sea un morcillo”, y añadió: “La gacela déjamela a mí,
si no te importa, y con el dinero de los royalties que gane por el hallazgo te
enviaré cada mes una piara de reses angus de Aberdeen bien morcillosas, para
que te pongas gordo y púo”.
El león
regateó: “¿Y si os devoro a todos ahora mismo y santas pascuas?”
Y salieron
todos despavoridos y con el culo sucio, huyendo del león.
Pasaron las
semanas, y Grant, Thomson y Thomson continuaron su vagabundaje por la sabana
sin mucho plan. Un día, Grant preguntó a Thomson: “¿Y hay más gacelas como
tú?”. A lo que Thomson respondió: “No soy una gacela, soy escocés”. “No tú.
Tú”, replicó Grant. “Pues claro que hay más gacelas como yo”, aclaró Thomson,
“Y todas nos llamamos Thomson”. “¡Como yo!”, dijo Thomson. “Pero eso no puede
ser”, protestó Grant, “¿Cómo sabéis de qué Thomson habláis cuando habláis de un
Thomson cualquiera?”. “No lo sé; lo sabemos”, respondió Thomson.
Quiso la
providencia que cierto día, una tarde, después de un copioso almuerzo a base de
drupas y raíces, sestearan Grant y Thomson a la sombra de una acacia cuando
Thomson, el bípedo escocés, se alejara para evacuar su barriga entre los
matojos. Encontró un buen sitio, no demasiado apartado, con vistas a la sabana,
y ahí mismo destapó el esfínter occipital para erigir un hito fecal.
Apenas había
depositado media carga cuando notó que, a su lado, una suerte de cabra extraña
hacía lo propio en postura similar.
“Uy… vaya”,
mencionó Thomson. “Juju jujuy… sí… vaya”, respondió la cabra extraña. “No te
imaginas la cantidad de veces que me pasa esto últimamente”, señaló Thomson.
“Sí ¿no?”, desdeñó la otra. “Tal que así”, reiteró Thomson, soltando un pedete.
“Yo soy Thomson, soy un escocés”. “Pues vaya” contestó la cabra con acento de
Mombasa, “Yo soy una gacela, y me llamo Grant”. “Venga ya”, dijo Thomson, alegre,
“Conozco a un tipo que también se llama Grant”.
Y resulta que,
sin avisar, irrumpen en la sabana Grant y Thomson, con cara de recién
despertados. Grant dice: ¿Y esto?. Y Thomson responde: “Se llama Grant, como
tú, y es una gacela”. “Como yo”, apunta Thomson. Grant pestañea un par de veces
o tres, y dice: ¿Una gacela? ¿Cómo una gacela? ¿Otra gacela? ¿Otra distinta?
¡Soy un genio! ¡Otra gacela de Grant,
la gacela de Grant granti, también en
mi honor, y granti por ser más grande
que la anterior!”.
Thomson dice: “Un
momento”, y Thomson dice: “No es más grande, es más gorda”, a lo que Grant replica:
“No estoy gorda, estoy fornida”, y Grant dice: “Es más grande porque más grande
es el logro de descubrir dos especies de gacelas
de Grant, que sólo una”, y Thomson continúa: “¡Yo he descubierto a las dos
gacelas, así como quien caga, y únicamente la segunda se llama Grant”, y Grant:
“¡Yo”, y entonces Thomson dice: “A mi no me ha descubierto nadie, yo soy autodidacta”,
y Grant sentencia: “¡Aquí yo soy quien descubre y dice qué se descubre y, sobre
todo, quién lo descubre, y digo que he descubierto a la jodida gacela de Grant y a la no menos jodida gacela de Grant granti, y sois tú y tú.
Y tú”, señala entonces a Thomson con un índice roñoso y amenazante, “Tú me vas
a comer los cojones”.
Agarró Grant
el Winchester y apuntó con él a Thomson. Thomson levantó las palmas, indefenso.
Thomson empuñó una lanza masái que ocultaba camuflada en su cornamenta y señaló
con ella a Grant. Grant, por su parte, se limpió el culo con unos hierbajos y
contempló la escena, rumiando.
Apenas sucedió
en un instante, y resulta que, según diversos testimonios, Thomson dijo: “Repartámonos
el descubrimiento, Grant para ti, y para mí, Thomson”, a lo que Grant repuso: “Ni
de coña, Thomson fue primero. Thomson para mí, y Grant también, y ahora mismo
te pego un tiro”, y Thomson: “Vale, Thomson para ti, pero déjame a Grant, por
lo menos. Yo también me he pegado la caminata, y me viene de perlas para el
currículo”. Grant dice: ¿Qué les pasa a estos palmípedos?”, y Thomson le responde:
“Estiran sus pescuezos como las zarafas para demostrar al resto quién lo tiene
más largo”. Y Grant dijo: “¿Qué más me ofreces?
Nadie
sabe a ciencia cierta qué ocurrió a partir de entonces, Thomson fue recordado por
descubrir la gacela Thomson, y Grant por descubrir la gacela de Grant. Ambos
murieron en 1892, en circunstancias del todo cotidianas. Habían mantenido un
tempestuoso romance desde que se instalaran en Londres en otoño del ‘84 que los
llevó, paulatinamente, al delirio y la histeria mórbida. En el informe forense de
ambos casos se reflejó como: “una mera
cistitis”.