¿Cuándo muere una mañana? – se preguntaba siempre Mark
mientras fumaba en su desvencijada mecedora como un péndulo de nubes en aquel
viejo porche entre los sauces y los mosquitos de Louisiana. Mark Clemens era un
viejo que había vivido ya muchas cosechas y tiempos de guerra, siempre con una
azada en una mano y un rifle en la otra, era un niño que nunca lo había sido,
con un manto de sueños incumplidos sobre su frente, con un corazón marchito por
el sol y la lluvia y la tierra, con el cabello blanco y arrugas sabias y
analfabetas.
Se imaginaba a
sí mismo muchas veces partícipe de un gran espectáculo circense, no
necesariamente en un papel protagonista, no ansiaba fama ni dinero, él quería
vivir en aquel mundo mágico en el que todo era posible, no había duras jornadas
de labranza ni trincheras salpicadas de muerte, sólo mentiras agradables que buscaban
la carcajada de la muchedumbre. Lo había entendido hacía ya años, que todo
aquello era mentira, pero aún así no conseguía librarse de esa sensación al ver
a los funambulistas surcando cuerdas flojas o a los traga fuegos transformados
en dragones, esa pueril sensación de que hay algo más, algo que no se puede ver
ni tocar. Sonreía entre calada y calada pensando estas cosas mientras observaba
a sus hijos trabajar la tierra que antaño sintió el tacto de sus manos. Miraba
al cielo y no sentía pesar por todas aquellas cosas que no había vivido, sentía
gratitud por haber podido soñar con ellas… Mark “Halley” Clemens murió en su
vieja mecedora sin saber en qué momento la mañana se convertía en tarde, pero
murió feliz, ni siquiera se acordaba de ese asunto en el momento en el que su
último hálito brotó de sus labios.
1 comentario:
Lo imagino balanceándose en su viaje mecedora rasgando su guitarra decorada con sencillas incrustaciones, saboreando Bourbon en los descansos.
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