Erase una vez un jardín. Estaba
cercado por claras hayas y por un cristalino riachuelo por el lado
norte. Yo había levantado un par de tapias de ladrillo para servirme
de refugio. No había más techo que la oscura cúpula plagada de
estrellas en la noche. Y el colchón de plumas apenas conocía el
tacto de mi dormir, pues yo prefería acomodarme en el trono de
mimbre en el porche.
En aquel jardín era harto difícil
encontrar cierto orden, los árboles se revolvían entre los arbustos
y las flores, y el viento lo mecía todo con una tibia canción.
* * *
La oscura fábrica de nubes grises con
todos sus engranajes chirriando entre la turba urbana. Bujías
incandescentes girando ruedas y trasladando cuerpos. Despreocupada
inquietud en los pasos de las masas de maletines y sombreros y
corbatas sin saber cuándo tirarán la bomba, sin saber cuándo serán
vaciados de oscuridad. Siete escalones de cuero nos separan del
infierno, espera por mí, y ten cuidado. El trance de la máquina
dura cientos de años, cientos de sueños, cientos de colores
diferentes y de diferentes lágrimas. Brillante, todo, el silencio es
brillante. La polvorienta luz brilla con el acero y se refleja en un
humo ocre de atardecer otoñal y vida envejecida.
* * *
Ella espera en una habitación
empapelada con motivos florales en tonos bermellones iluminada por
una vieja y destartalada lámpara. Está sentada en uno de los dos
sillones azules junto a la puerta, inclinada hacia adelante, con los
codos apoyados sobre las rodillas y la cabeza descansando sobre la
mano derecha. Mira hacia adelante, pensativa, con un rubio mechón
cruzando oblicuo su rostro. El tiempo pasa y se las lleva.
* * *
Un surco carmín atravesando su tez
blanca como un río de sangre en la nieve. No sé en qué piensas, no
he visto tus ojos. Sólo atardeceres en la orilla del mar y casas de
cal.