—Hace mucho que no soy feliz… ni triste, hace mucho que
tengo sueño y no puedo dormir —se movió un poco para estar más cómoda y su
silla crujió en un susurro—.
—Puede que tu conciencia esté cargando con un peso que no
puede soportar… —dijo mientras exhalaba el humo de un cigarro— ¿entiendes lo
que quiero decir?
—El único peso que soporta mi cabeza tal vez sea el mío
propio.
Y apuré mi último trago de scotch bajo la blanca noche.
Llevábamos atracados en aquella isla unas dos semanas; a ella la conocí en la
tercera noche y en seguida nos entendimos bien. No vi en ella a la típica
camarera de bar isleño que se impresiona con tatuajes, cicatrices y músculos
endurecidos al sol; sino más bien a una muchacha inteligente con la que valía
la pena intercambiar algunas palabras, mi propia Sabina sin sombrero ni Praga.
Aquella noche hablamos durante horas acerca de Orwell y Huxley,
de Freud, del cielo y del mar, aunque lo que más recuerdo ahora son los
silencios. Siempre es el silencio.
Desde entonces pasábamos las noches en el mismo porche que
hacía de terraza del bar hasta que despuntaba el día y yo me tenía que ir en el
remolcador hasta la hora de comer, de
todas formas no podía dormir con aquel calor a pesar de la fresca brisa marina
y me bastaban un par de horas de siesta tras el almuerzo.
Han pasado ya muchos años y muchas olas desde aquella
conversación, y me arrepiento de haberle dicho eso, pues ahora me doy cuenta de
que no era cierto. Sí que era feliz. Cargaba con mi propio peso pero era feliz,
ella me hacía serlo.
Parece ser que los que no sabemos vivir estamos condenados a
dejarnos nuestro amor olvidado en la otra orilla del mar y no hay forma de
regresar.
Recuerdo un lunar, pero no dónde estaba. Han pasado ya
muchos años y muchas olas y mis ojos se han vuelto grises y mis manos viejas y curtidas,
ya no sabré encontrar todo aquello, a mi joven Sabina de ojos castaños tras una
Kodak desechable intentando capturar
mi rostro para el recuerdo… lamento no haber dejado que lo hiciera, lamento no
haber tenido una dirección que darle para poder escribirnos… lamento no haber
tenido valor para escribirle desde Singapur o Melbourne o Ciudad del Cabo o
Nueva Orleans o cualquier otro puerto en el que me haya apostado.
Lamento que nuestros silencios no hubiesen durado más
tiempo.
1 comentario:
Muchas veces no somos conscientes de que la causa de nuestra "infelicidad" somos nosotros mismos, lo triste es tardar en detectarlo.
(Qué joven se le ve a Eddie Veder)
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