Iba yo caminando por un verde prado cuando, tras unas
cuantas vacas y un par de asturcones, me encontré con Pan tocando su flauta y
bailando idílicamente en medio de un haz de luz entre un manto de mariposas
blancas.
-¿Qué haces aquí? –le dije- ¿Tan lejos del mundo de los
cuentos?
No contestó. Ni siquiera dejó de silbar su música silvana.
-¿Por qué ya no me
cuentas cuentos? –imploré desde el cansancio- ¿Por qué no dejas de confundirme
con amenas notas y me prestas un par de palabras?
Seguía soplando en su flauta sin apenas percatarse de mi
presencia.
-¿Por qué ya no puedo escribir más que lamentos? –continué- ¿Por
qué no puedo hacer más que mirar el suelo bajo mis pasos y pensar que ese suelo
no existe?
Pan paró de tocar entonces. Sonrió. Se desvaneció en la
hierba.
Continué mi ruta por el empinado sendero hasta llegar a la
fuente del arcoíris. No era más que un pequeño arroyo de agua helada enmarcado
por piedra labrada toscamente. Allí descansaba un feo personaje. Una suerte de
oso pelón y maloliente de tez purpúrea.
-Buenos días –saludé tímidamente- ¿Ha visto usted por algún
casual a Pan con su flauta?
-No es corrrecto molestarrr a los dioses –respondió con una
voz ronca y afónica-, al señorrr Pan no le gusta que le molesten los
morrrtales.
-Esta es una situación excepcional. Camino con mis dos pies
y me atengo a lo que ellos me deparen.
Y continué la ascensión decidido. Como si Pan me debiera
algo, como si lo justo fuese que yo recuperase mi gastada pluma.
Llegué a la loma de los buitres. Ahí un viejo y desvencijado
cóndor gigante aguardaba mi llegada con ojos vidriosos y perspicaces.
-Ahí –dijo el viejo cóndor antes de que tomase aliento para
emitir palabra alguna-, ahí, mira ahí –repitió-.
Me asomé al escarpado abismo y vi lo que el viejo cóndor mi
indicaba, eran un pequeño gorrión y un negro gallo compartiendo nido en un
alejado y retorcido árbol.
-¿¡Ves lo que ha hecho Pan con este país!? –gritó enfurecido,
enarbolando sus enormes alas de hierro y plomo hacia el gris cielo- ¿Ves en qué
ha convertido ese sucio y pervertido cabrón estas santas tierras?
Corrí cuesta arriba intentando ignorar los berrinches del
viejo cóndor. Debía encontrar a Pan. Debía recuperar aquello que había perdido.
Aquello que me había sido arrebatado de entre mis frágiles dedos dormidos.
Pan no estaba en aquella cima baldía. Pan no estaba. Me la
había jugado otra vez. Como si nunca hubiera existido, como si nunca se hubiera
desvanecido en la hierba, como si aún estuviera tocando su alegre canción
bailando en un haz de luz bajo el arcoíris. Pan no estaba.
¿Cuántas montañas más tendré que ascender para encontrarle? ¿Cuántas
cosas terribles más tendrán que soportar mis ojos? ¿Dónde está esa manzana a la
que tengo que dar tres vueltas entre mis dedos?
Me acosté entre las rocas, abatido. Quizá no sea esta cima,
pensé, tal vez esta no sea la montaña que estaba buscando.