Era un martes cualquiera y al día siguiente sería miércoles,
como casi siempre que empiezan las cosas buenas por aquí. La Tierra cruje en su
rotatorio tic-tac y a mí me zumba un oído como cuando se acerca un enjambre
híbrido de esos y la cabeza se embota y se hincha como la vieja berenjena. Dos caballos amarillos traqueteaban sobre el
asfalto gris de punta a punta del país atravesando las delgadas lunas
sonrientes y los adormecidos cuerpos de las ideas desnudas y el alce que
eructa. Un tal Vinsentván o más bien
su barbirrojo busto en una maceta decorada y con amapolas saliéndole de la
quijotera; las raíces asomaban por abajo, buscando qué, exorbitadas. Es un chiste conocido: Dos moscas pueden
estar encerradas en una caja de zapatos y aún así no encontrarse nunca. El ocho
tumbado, quiero decir, infinito. Y hombres con peceras por barriga que además sirven
de bombilla. Y ese pez y sus burbujas glub-glub. Mi rostro de un trazo, o eso
creo. No estoy en mis cabales. Los edificios metálicos forman un círculo de ceniza
como aquella noria en la que me mareé una vez y seguí dando vueltas sin parar y
al parecer así sigo. No sé. Una suerte de limbo cutre. La neutralidad en carne
y seso.
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