28.5.14

El Terraza.

Bajé un escalón y atravesé la vieja puerta de El Terraza, santo tugurio donde los haya en pleno centro de Taray desde 1976. El sol se acostaba más allá de la meseta y el aire frío del río se ponía cómodo por las callejas. La resaca no me dejaba pensar. La ducha y el paseo hasta el bar me habían despejado un poco, pero mis hígados me pedían cerveza para equilibrar el pH.

         —¿Cómo va eso? —pregunté al entrar, con la lengua espesa y las comisuras de los labios pastosas. Me duele la cabeza.
         —Uno cero gana mi Atleti —respondió el Pony sin apartar la mirada de la televisión.
         —Ha sido un golazo de Simeone —comentó Teo, el Terraza, mientras cogía un vaso de debajo de la barra para servirme una caña.

         Pasé junto al Zurdo, que se batía en duelo con la máquina tragaperras, pulsando los botones desquiciado mientras un cigarrillo se consumía entre sus labios apretados. —¿Qué pasa, Village? —me saludó, con la vista fija en esas ruletas que dan vueltas, vueltas y más vueltas y hay frutas y campanas y sietes y todo hace ruiditos y parpadea y eso me marea.

         Pestañeé un poco bajo las luces de neón que coronaban la barra y que iluminaban el bar con brillantes letras que rezaban: El Terraza. Fui a saludar a Pete, que tampoco me hizo mucho caso, absorto en su plato de torreznos con un palillo entre el índice y el pulgar de la mano izquierda y un trozo de pan entre los mismos de la derecha. Le hice un gesto a Nahuel, que practicaba con los dardos en la diana que había al final de la barra, junto a los servicios. Me dijo: ¿Te echas una? Y yo le contesté que ahora luego.

         Me di la vuelta y me vi frente al Pony, con el que choqué los cinco torpemente para saludarnos, son cosas nuestras. Le rodeé y por fin encontré mi taburete de siempre frente al grifo, donde ya estaba esperándome una caña bien fresquita a la que le di un par de tragos, sediento.

         —Esto que va un padre con su hijo por el supermercado —empezó a contarme Tito, que estaba a mi lado— , y le dice el padre: ¡Mira, una lata con tu nombre! El niño dice: ¡Te odio, papá! Y el padre: ¡Melocotón en almíbar, castigado!

        Me reí mientras apuraba lo que en ese momento me parecía una caña de lo más diminuta y le hice un gesto a Teo para que me sirviese otra.

         —¿Qué tal ayer, cómo acabaste? —me preguntó entonces Tito.
         —Bueno… después de toda la tarde en La Villa bebiendo latas al sol como las lagartijas nos fuimos por ahí… ya sabes… lo de siempre —bebí de la nueva caña, esta de un tamaño más decente, y rechacé el pincho que me ofrecía el Terraza—. La verdad es que me acuerdo de más bien poquita cosa. Apolinar se peleó con un tipo en el paseo porque éste le pilló intentando ligarse a su novia, que por cierto, era una gorda —Tito se rió y pidió una caña y unos champiñones con salsa—. Después recuerdo verle subirse a las farolas del parque en la calle larga y apagarlas a puñetazos, aquello parecía el Medievo. Después… vomité en la cama del Pony y justo me pilló dándole la vuelta al colchón, se enfadó, pero estaba muy borracho, creo que no se acuerda. Volviendo para casa o quizás yendo a otro bar se tumbó de repente en medio de un charco y se puso a dormir el tío. Tuvimos que cargar con él nueve pisos por las escaleras para dejarlo en el sofá de su casa —volví a beber.
         —¿Y luego?
         —Ya no me acuerdo de más, pero mira este corte que me hice en la frente.
         —¿Cómo?
         —Ni idea.
         —Pues vaya una pinta fea que tiene, socio.

         El Negro salió en ese momento de la cocina con una gran fuente de patatas con chorizo. Cojeaba, pues había perdido una pierna en un incendio hacía años, cuando era bombero, pero aún así lo hacía con cierta gracia, bailoteando como un loco hipnotista mientras repetía sinsentidos como: Un pez que siempre iba donde quiera que fuese y cosas así.

         Al Zurdo se le había acabado el crédito en la máquina y se acercó a Teo para que le cambiase un billete azul que enarbolaba con descaro para poder comprar tabaco en la máquina.

         —Illo, mira al Teo —mencionó—, ponme una copita fresquita con su espumita.
         —Otra para mí —dije yo.
         —Tres —dijo Tito.
         —Otra aquí, Terraza —dijo Pete desde el otro lado.
         —A mí ponme un DYC —dijo el Pony tras eructar.
         —Entonces cámbiame la caña por otro DYC —dijo el Zurdo.
         —¡A ver! —gritó el Terraza— ¡Vamos por partes!
         —Vamos a ver. Cómo te lo explico: son tres cañas y dos whiskys —resolvió Tito.
         —Y que Jack Sparrow nos ponga unas patatitas y unas setitas —añadió el Zurdo, refiriéndose al Negro.

         Después del ajetreo habitual que se monta cuando el Terraza recibe una comanda de más de tres cosas, de rellenar las cañas que se le derramaban y de recoger los restos de cristal de un vaso que se le había caído, todos tuvimos nuestras copas bien llenas y disfrutamos de un instante de silencio mientras sorbíamos los primeros tragos, incluso Teo se había servido un DYC para compartir ese momento con nosotros como en los viejos tiempos.

         —No veáis la tía con la que estuve ayer… —empezó a decir el Zurdo mientras se llevaba un cigarro a los labios y ofrecía la cajetilla al Terraza y luego al Pony.
         —¿Me das uno? —interrumpió Tito.
         —Tenía un culo —continuó el Zurdo mientras le tendía a Tito el cigarrillo y daba una calada del suyo—, ¡Mama! Y unas tetas, illo...
         —Vamos, que al final no te la follaste —dijo Pete.
         —Illo, que sin goma ni de coña —respondió el Zurdo, cabizbajo. Todos reímos—. Una guarra, la tía. Yo le dije: Bueno, ¿Y una mamadita?
         —¿Y…? —coreamos todos al unísono.
         —Dijo que curraba por la mañana y se tenía que ir.

         Tito y yo pedimos otra ronda de cerveza. Y yo empecé a contar que Harry se había echado una novia dándole palos a los olivos, pero me interrumpieron. Según ellos había estado hablando de eso toda la noche anterior, aunque yo no me acuerdo.

         —¿Qué le dice un cura a un murciano? —preguntó Tito.
         —¡Gol del Atleti! —gritaron Pony y Pete al mismo tiempo— ¡Caminero! ¿Qué le pasa al Mallorqueta, Terraza?

         Teo ignoró las burlas haciendo como que limpiaba un vaso, pero enseguida se le escurrió entre los dedos y tuvo que ir a barrer los cristales. Tomás, un borracho recién divorciado que siempre bebía en un extremo de la barra sin hablar con nadie, si acaso para incordiar, empezó a gritar con su voz provinciana y beoda que los del Atleti eran todos unos maricones, y los catalufos también, que donde estuviera el Real y Raúl que se quitara todo lo demás. Pero todos le ignoramos. Mudito, un ex alcohólico que siempre se sentaba al otro extremo de la barra bebiendo sin prisa un botellín de agua mientras callaba y observaba, esbozó una tímida sonrisa.

         —¡Dame de beber, bestia ¿No ves que me divierte? —exclamó Pete entonces, señalando con el dedo la botella de DYC en el estante.
         —Lo bueno, si bebes, dos veces bueno —comenté yo.
         —La verdad —dijo Pete el monje elegante mientras observaba cómo el Terraza le servía la copa de whisky con hielo con los ojos brillantes.

         Después de darle un par de tragos a su copa empezó a hablarnos de escritores latinoamericanos con su eterna verborrea, pero yo me escabullí con premura salvado por mi vejiga. Crucé el bar pasando junto a Nahuel para ir al baño, él me preguntó si me apetecía jugar ya, y yo le respondí que fuese preparando la partida, que meaba y empezábamos.

         Apenas habíamos jugado un par de rondas en las que el temblor de la resaca me impedía acertarle al jodido dieciocho cuando mi psicólogo, Howard Gili, apareció por la puerta.

         —¿Cómo estás, Village? —me saludó el pelirrojo doctor Gili, se le veía con prisa.
         —Pues aquí estamos. Ya ves. Bebiéndome la resaca con unas cervecitas —respondí yo.
         —¿Sólo cerveza? —me escudriñó con sus escoceses ojos verdes.
         —Sí, sí —musité sonriendo.
         —Bueno, tienes que llenarme este bote de orina por lo de aquel asunto del Casar —ordenó, ofreciéndome el botecito de plástico con la tapa roja.
         —¿Ahora? —protesté.
         —Ahora —sentenció.
         —Acabo de ir hace un minuto… —entonces vi por el rabillo del ojo que Mudito se incorporaba para ir al lavabo— ¡Dame ese bote! —exclamé, y corrí al baño.

         Mudito, aliviado, se pidió una Fanta de naranja y se le sirvió una buena ración de pimientos con patatas, Howard Gili se llevó su bote de pis bien lleno que, además de todo, estaba completamente limpio: Todos contentos.

         Me sentía afortunado, incluso mi puntería con los dardos había mejorado notablemente y celebraba cada triple con otra caña. Podría haber ganado la partida, pues gocé de buena ventaja entre la sexta y la séptima cerveza, pero Nahuel fue remontando poco a poco hasta ganarme en la última ronda. Fue entonces cuando me di cuenta de que ya estaba lo bastante borracho.


         Miré a mi alrededor: Mudito hacía rato que se había marchado dejando un vaso de tubo con un culo de agua consecuencia de los cubitos derretidos. El Pony, borracho pero tan a gusto como en Agosto discutía con Pete acerca de Jim Morrison y Camarón y algo de Nietzsche con Neruda, ambos con la lengua suelta en patines y los ojos entreabiertos. Al Terraza se le vertía la cuarta copa de DYC por la camisa mientras Tito le hablaba sobre su perro, Flambo, que había cogido pulgas en la finca del P.J. y le habían puesto la lámpara otra vez. El Zurdo bebía whisky mientras miraba el resumen del partido y el Negro empezó a canturrear una de esas canciones locas y pegadizas que cuando intentas recordar no te salen. Es verdad, la vida sigue igual de bien en El Terraza, Santa Tasca que nos cura la resaca mientras nos mata de risa. 

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