30.10.12

Granja Animal.


La vida sigue igual en la Granja Animal, pero ojo, que la vida siga igual en cualquier sitio no significa que no haya pasado nada. Hace tiempo que llegaron las máquinas con sus rugidos y sus bocanadas de combustible y humo negro y ahora los percherones no son más que piezas de museo, igual que los serenos (que se llaman así porque a todos les gustaba empinar el codo). Ahora los perros muerden otra vez.


Yo he pasado ya por unos cuantos establos, pues ésta es una granja muy grande, enorme, y los animales vamos cambiando de hogar y de amigos como un guiño de libertad. El caso es que siempre he sido una oveja de un color cualquiera compartiendo pasto con ovejas de otros colores, tal vez me he sentido solo alguna vez, otras veces incomprendido, incluso rechazado, pero siempre he tenido mi hueco en el establo y un buen trozo de hierba para llenarme el buche. Hace poco que encontré un establo nuevo, o viejo según se mire, estaba pintado justo como yo quería, no rojo con los marcos de puertas y ventanas blancos, sino algo maltrecho y ajado, con algunas manchas multicolor que le daban cierto encanto. No llegué a entrar, pero vi que todas las ovejas eran de mi mismo color, algo así como un verde algo azulado. Me alejé enseguida, incluso mi lana se tornó de un tono misterioso y diferente. Seguiré en mi cubil, pues ahí tengo calor de hogar, y este nuevo establo ahora se me presenta frío. No quiero vivir ahí, prefiero seguir siendo una oveja de un color cualquiera en un rebaño de ovejas de cualquier color.

Es aburrido este gallinero. Horas vacías encerrada en una pequeña jaula en un infinito pasillo lleno de jaulas idénticas donde están mis hermanas y mis primas y mis primas lejanas, mientras el patrón espera que pongamos cientos, miles de huevos que no volveremos a ver. A veces pienso en a dónde van todos mis huevos, tal vez todos mis hijos sean soldados ahora en un ejército preparado para combatir contra otra Granja Animal, aunque no estoy muy segura de si existe alguna otra más allá de la cerca. Lo mejor es el rato en el que nos dejan salir al corral y podemos estirar nuestras patas y pasearnos agitando la cabeza mientras picamos aquí y allá un poco de maíz rancio. Es raro ver entonces tanto espacio abierto, pero eso nos aterra y nos divierte.

Se está tan a gusto en esta pocilga. Jugando con mis hermanitos mientras intentamos pescar un cálido pezón de Mamá Cerda que yace recostada en medio de la cómoda mierda. Algún día seremos grandes y gordos y nos llevarán a las dehesas a comer bellotas para ponernos bien hermosos. Siempre hay algún lechón, el más flaco, que un buen día se queda como dormido y empieza a oler mal, y a nosotros nos inquieta (poco rato, pues hay que seguir mamando) porque nunca se despierta. Entonces llega el patrón, y dice que ha muerto. No sé qué es morir; y si es eso de dormirte, oler mal y nunca despertar, sólo le ocurre a los cochinillos, pues en la dehesa no muere nunca nadie, simplemente desaparecen. Yo creo que te acabas fusionando con la tierra y vuelves a la Vieja Mamá, a la primera de la que somos hijos tanto los cerdos como las ovejas y las gallinas.

*   *   *

29.10.12

El lado oscuro de los lunáticos.


         Desde hace ya algunos años me dejo arrastrar de vez en cuando por  desquiciadas aguas, esto es porque cuando tienes mucho tiempo libre siempre hay un poco que se te escapa, un pequeño retal —o tal vez no tan pequeño— que te apetece perder por ahí y que se quede empapado y sucio en un charco de una calle aleatoria. En cualquiera de esos charcos, siempre hay un puñado de lunáticos que han perdido sus retales.

         Matt Terrace vive en el caos del Hércules que cambia las armas por un balón de fútbol, en el charco lleno de hierba y en las barras de bar con una cerveza o una copa de whisky patrio oscilando en su mano como un centro de gravedad obtuso.

         El ajetreo de los borrachos del parchís sin anestesia me hace sangre y resaca y me olvido de las caras y no hay nada que quiera ser recordado porque su casa es el charco; y al final, mirando las figuras que se forman en la disipada espuma de la bañera —¡Eso parece un perro, eso un hombre con sombrero!—, el agua se enfría y yo me quedo dentro de mi culo triste.
        

10.10.12

Pensar en voz alta y otros cuentos.


         Es difícil pensar en voz alta a estas alturas. Tal vez debería de haber cenado algo. Me asomé por una alcantarilla algo oxidada a una roída habitación de hotel de mala muerte con el papel de la pared pendiendo de girones. Me miré en el pequeño y sucio espejo de la pared. Sigo pareciéndome –pensé-. Tengo que salir de estas cuatro paredes, aquí la música está muy alta y el aire está empapado de humo negro y más ruido.

         Los coches se pararon en seco en cuanto me asomé por la puerta, así como todos los transeúntes. Todo en silencio, y viendo la hierba crecer sobre el asfalto. Me quité los zapatos y los calcetines sudados, descalzo se piensa mejor. Paseé un poco escuchando el trino de los pájaros y el leve chasquido de los semáforos cambiando de color, aunque no hubiese nadie que quisiera cruzar. El cielo era verde y amarillo y los árboles con tronco azul y hojas naranjas. Más allá, un pequeño pub al que se entraba bajando unas escaleras que lo situaban un nivel por debajo del prado.

         El camarero era un ciempiés sirviendo cientos de copas distintas a una velocidad increíble y sin pausa, tan sólo se advertía el fugaz destello de vasos y botellas bailando en torno a él. En una mesa del fondo un escarabajo pelotero perdía su bola de mierda a las cartas, y junto a la máquina de tabaco una cigarra tocaba un melancólico blues acerca de cierta cigarra que había muerto un invierno cualquiera. Una mariquita se paseaba con un contoneo junto a la barra esperando que cualquier mosca le invitase a un trago. Pero no me gusta mucho este bar, además el guardarropa está lleno de polillas.

         Salí de aquel hormiguero y caminé un par de manzanas hasta el parque. Un desfile de patos y ocas y cisnes y patos más pequeños y patos de otro color cruzaron delante de mí en dirección al pequeño lago, con fuentes y esculturas y todo, que los humanos habían puesto allí. Los columpios se ven algo tristes, pues las ardillas no saben columpiarse, sólo se sientan y mastican algo. Empieza ahora la danza sobre el estanque. Y los patos hacen círculos y figuras y sumergen su cabeza para dejar a la vista nada más que sus membranosos pies. Y una bandada de palomas en formación cruza velozmente por encima. Ahí está un pelícano viejo tocando el bajo. Los peces de colores también hacen su música a base de glu-glus, pero yo no consigo oírla. Es bonito este espectáculo, al menos un rato, pues pronto se convierte en un sinsentido de graznidos y aleteos y zambullidas, pero así todo ¿no?

         Cruzo la calle de los palacios dorados, que no conozco, pero tampoco me interesan. Galopo junto a las cebras y los antílopes y algún ñu, y pronto llego al mercado. Es divertido ir corriendo y pararse en seco cuando llegas a un buen sitio, como lo era este mercado de especias y variedades que llenaba de color y explosiones graciosas y sonidos raros aquella pequeña plaza de la parte antigua. En el mercado te podías encontrar con cosas normales, como una vajilla, un televisor nuevo de muchas pulgadas, juegos de mesa, muebles restaurados, ropa de mujer, ropa de hombre, ropa de niño, ropa de niña, ropa militar, relojes y el resto de cosas normales y fruta y verduras. Todo era normal de hecho, pero puesto así, es otra cosa, pero así todo ¿no?

         El paseo por el centro neurálgico del mercado es largo pero en ningún momento tedioso. Sin darme cuenta, paseando descalzo como estaba, llegué al restaurante chino. Pero este era un restaurante chino particular, en él servían todo tipo de comidas excepto la china, los camareros y cocineros eran de todos los lugares del mundo excepto de china, y la decoración era una masa ecléctica de todas las culturas habidas excepto, una vez más, de china. Me senté en una mesa que emulaba un iglú, sentado sobre grandes cubitos de hielo sorprendentemente confortables, se me acercó un camarero hawaiano y me presentó el menú del día. –De primero –dijo con una sonrisa-, tenemos sopa de ornitorrinco con muslo de canguro enano; de segundo, carrillada de elefante; y de postre, flan.

         Me encanta de veras el flan, pero la sopa de ornitorrinco me sabe rara. Le di las gracias al hawaiano y le di una propina de dos globos de colores, uno amarillo y otro azul; me despedí y salí del restaurante chino. Llegué a la gran avenida, con sus cines porno (sólo para menores de dieciocho años), sus tiendas de zapatos de payaso, sus carnicerías vegetarianas, sus embriagadoras perfumerías, sus tiendas de gnomos de jardín, y la sala de descanso.

         Esta sala de descanso, como cualquier establecimiento de este mundo, puede pareceros un 
sitio extraño, pero si lo pensáis un poco, no deja de ser un lugar tan normal como el bar de bichos y el restaurante chino. La sala de descanso no era más que un pequeño parque cubierto en el que el techo y las paredes estaban pintados de manera que pareciese un eterno y perfecto atardecer en una verde campiña, además el suelo estaba cubierto con un suave manto de fina hierba. Es un buen sitio para echarse una siesta, pero ahora no tengo tiempo, ¿ves lo rápido que gira el reloj?

         Me apetece ahora ir a la pista de patinaje sin patines (enceran un gran suelo de parqué y la gente se desliza en calcetines), pero lo cierto es que tengo algo de hambre. Cruzo la calle y llego a la heladería del espantapájaros. Es divertido ese tipo, se queda ahí, detrás del mostrador de helados de mil sabores, quieto, con los brazos en cruz y unos botones por ojos y una zanahoria por nariz. Le dices el helado que quieres, y unos cuervos que están sobre sus hombros te lo sirven en un aleteo o dos. Aquí no se puede pagar con billetes, sólo con monedas, porque a los cuervos les gustan las cosas brillantes. Yo pedí un helado de lasaña.

         Decidí despertar, esto es volver a casa. Cogí una bicicleta roja con las ruedas blancas que tengo aparcada siempre donde la necesito con una bonita pata de cabra de las que ya no se fabrican. Cruzo las colinas urbanas llenas de plantas a toda velocidad y adelanto a los ratones y a las chicas que encajan en mi mundo y llego a la última habitación llena de relojes y cachivaches y me apetece ponerlo todo a funcionar.

9.10.12


He quedado conmigo mismo para ignorarme. Tengo los pies fríos. Pasaré a limpio aquel cuento que escribí en una gasolinera. Dentro de un rato. Tal vez luego me tome una cerveza, de momento me quedaré aquí escuchándome y encendiendo cerillas.

Se rompió el delgado cordón de cuero de mi nuevo monedero viejo de piel. Era de mi padre. Bajo la solapa está escrito PABLO con letras sencillas y negras.

Hice un dibujo el otro día. Un árbol con un payaso de sonrisa pintada ahorcado. Y un kiwi en una rama buscando su nido, que está en otra. Y una anillada cola de lémur asomando entre las hojas. A los pies del árbol hay una flor blanca y amarilla llorando, y más allá un gordo desnudo con gafas de sol y sombrero de paja carcajeándose mientras señala con su dedo gordo al payaso muerto. También hay un oso con una manzana en la zarpa, y una serpiente que parece haberse tragado un elefante y una tortuga Casiopea en cuyo caparazón se puede leer why not? con letras sinuosas. Un poco más allá hay un cerdo con cuerpo de caja fuerte y patas de cocodrilo que sueña con ser una salchicha alada con hocico y pequeños ojos negros. Sobre el árbol, Pan toca una armoniosa canción con su flauta y un pájaro azul emerge de entre las ramas con las alas azules extendidas. Y más arriba hay una lata con una carita sonriente y otra carita triste que además también tiene alas. En la esquina superior izquierda de la hoja cuadriculada hay un bonito pez naranja de grandes y profundos ojos negros que está algo ausente del resto. Vuela por encima, pero en verdad nada en un agua invisible. Creo que ese pez soy yo.

Pues creo que me da lástima de veras que se haya roto ese delgado cordón de cuero, porque ahora no podré llevar el monedero viejo de piel colgado del cuello.

Supongo que todo es tan sencillo como hacer un pequeño nudo en cualquier cordón que se nos haya roto, más que nada, para no ir perdiendo los globos cuando haga viento.

8.10.12

El muro de espejo.


Se vio frente al inexpugnable muro de espejo, temerosa del futuro, de lo que hay ahí detrás. ¿Cómo cruzarlo, pues, con tan inmensa muralla de dudas?

Hasta el más loco sabe que el mundo cambia con tu propia percepción, es decir, que todo en el espejo gira cuando tú giras, así que lo único que tuvo que hacer Tiger Lily fue caminar cinco pasos hacia atrás y hacer que su reflejo fuese más lejano, más pequeño.

Porque la enorme pared de espejo tiene un pequeño resquicio, una diminuta rendija, y hasta el más loco sabe que hay que hacerse minúsculo para pasar por ahí.

1.10.12

Mostaza.


—¿Para cuándo tendrás listo el relato, Village? —Fue lo único que entendí del incesante y airado torrente que soltaba mi jefe, Peter Walden, por su grasienta bocaza mientras me rociaba con una lluvia de espumarajos e insultos. Hacía ya un rato que mi cabeza se había evadido a lugares más tranquilos y silenciosos, algo así como una sala de espera cualquiera cuando aún quedan muchos turnos hasta que llegue el tuyo.
—Tres días más, Village. Si en tres días no tienes mi relato —enfatizó ese “mi”—, te vas a la calle ¿qué clase de escritor no escribe nada en dos meses? ¡dos meses!
—Está bien —respondí con desidia—, ¿puedo irme ya? —eso le enfureció aún más.
—Largo de mi vista —dijo con seriedad.

Salí del pequeño despacho y de su atmósfera de humo y sudor y me dirigí con una sonrisa hacia las escaleras. Sabía que todos habían oído la riña. No me importaba. Lo cierto es que por dentro me sentía más triste que el tubo de cartón que es olvidado cuando se ha terminado el papel higiénico y otro ocupa su lugar. Aquella era una sonrisa ensayada frente al espejo. Todo va bien, dice, pero no mires mis ojos tristes.

La calle no estaba diferente al resto de los días. En eso pensaba. Brillaba el sol con alguna nube blanca blanca de paso, se oía algún gorrión entre las ramas de aquellos árboles que La Máquina aún permite en la ciudad y el sosegado bullicio de coches y zapatos bailando al que ya estamos tan acostumbrados. No era un día diferente, no. Seguía sin conseguir escribir dos palabras. Lo único distinto era que ya sólo me quedaban tres días de sueldo.

Crucé la calle con el semáforo en rojo. No pasó nada. Ni siquiera me cayó una maceta en la cabeza al llegar al otro lado. Nada, otra vez. Hasta que oí la música dentro de aquel bar. Pasaba a menudo delante de ese tugurio, nunca me fijé en su nombre, y siempre se escuchaba algo de música dentro si no había fútbol, pero nunca había entrado.

¿Por qué entré esta vez? Supongo que porque no me había atropellado ningún coche antes, ni me había caído una maceta en la cabeza.

No era un bar demasiado diferente al resto de bares. Tenía una barra, una camarera, botellas, mesas, sillas, taburetes, bufandas deportivas, servilleteros y gente hablando y gente callada. Miento, sólo había una persona callada. Una chica joven, con pelo claro recogido en una coleta y unas alegres pecas en la nariz. Bebía café con hielo y ojeaba una revista, quizá la National Geographic. —Espera a alguien, eso seguro —pensé, y me senté en una mesa junto a la ventana.

La camarera se acercó sonriente. —¿Qué va a ser? —Un vaso de agua y un poco de pan blanco, por favor.

Saqué mi bloc de notas Enri y lo abrí por una página en blanco. Embadurné  una de las rebanadas en mostaza, le di un bocado y empecé a pensar en qué demonios escribir.

Después de treinta y cuatro rúbricas y un dibujo de Walden ahorcado lleno de moscas levanté la vista y mi mirada se cruzó fugazmente con la de la chica de la National Geographic.

Bloqueo. No me concentro. No sé qué escribir. No sé escribir. ¡Hola, hombre con sombrero! ¿No habrá visto usted, por casualidad, a mi inspiración? Llevaba un cascabel atado al cuello para no perderla, pero al parecer no era más que un… ¿Un qué? ¿Qué habré tomado por cascabel? ¿Qué le habré atado al cuello en lugar de un cascabel? Esta cabeza mía. Ambientador de pino para coches, ahora también de limón. Tendremos fuertes rachas de viento por toda la Península. ¿Me cobra? Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac. Suena un cláxon. Comprar sal.

Tiré el lápiz sobre la mesa, enojado, di otro bocado de pan con mostaza y bebí un poco de agua. Me puse a hacer papiroflexia con un puñado de servilletas que me agradecían la visita. Debería dejar de mentir en lo que escribo, la verdad es que las plegaba para que rezasen un “Gracias puta” lleno de todo mi infantilismo y frustración en este pesado mundo de adultos serios con corbata y zapatos brillantes.

Volví a alzar la vista y ahí seguía ella, con su café a medio terminar y apurando las últimas páginas. No te vayas aún, no te vayas. No te conozco y te necesito de veras. Me siento muy solo aquí con todas estas servilletas.

Finalmente, y esto lo vi de reojo, cerró la revista y apuró los últimos tragos del café. Se levantó y se dirigió hacia mí. —Va al baño, eso seguro —pensé, e hice como que releía mis anotaciones para parecer un poco interesante. De todas formas me olvidaré de ella pronto.

—¡Hola! —me saludó con una voz dulce y sus ojos y sus pecas.
—Ho… hola —contesté yo, atónito ¿lo habré dicho muy alto?
—Espero que no estés muy ocupado, te he visto trabajando —continuó— ¿No te importará que me siente aquí contigo un rato no? No conozco a nadie aquí y como te he visto solo…
—Eh… no, para nada —titubeé.
—Bien —dijo ella mientras dejaba caer su curiosa mirada por el amasijo que había en la mesa de rebanadas de pan con mostaza mordidas, una libreta garrapateada, servilletas de “Gracias puta” y el dibujo de Walden colgando de la horca. Pensé que enseguida me tomaría por un sociópata o un perturbado, pero pareció divertirle todo aquello—, por cierto yo soy Claire.
—Claire —respondí flotando por encima de todas aquellas cabezas, a punto de tocar el techo—, claridad. Perfecto.
—Sí —su rostro reflejaba un desconcierto intrigado y jovial— ¿y tú?
—¡Ah, lo siento! Yo soy Paul.
—Encantada, Paul —Y cada sílaba que pronunciaban sus labios sonaba como un juego de niños en verano—. ¿Te puedo preguntar qué estabas haciendo?
—Oh, sí —contesté—, pues… bueno, soy escritor.
—¿Escritor? —preguntó con admiración.
—La verdad es que hace tiempo que no escribo nada. Llevo una mala época.
—Es normal —esas dos palabras me reconfortaron, no sé por qué. Como si me hubiera dado un cálido abrazo todo lleno de sinceridad y cariño. Supongo que este tipo de cosas se notan más cuando la persona que te las transmite es una completa desconocida.
—Creo que en el fondo no soy escritor. Un escritor de pacotilla al menos tiene algo sobre lo que escribir…
—Vamos a hacer una cosa —apuntó con su brillante mirada y sus pecas y su pelo claro recogido—, cierra los ojos y yo contaré hasta tres. Intenta no pensar en nada, y cuando haya contado me dices lo primero que se te ocurra.
—Bueno —respondí con curiosidad—, está bien.
—Vale, cierra los ojos.

Uno…


…Dos…


... ¡Tres!

—¡Mostaza! —Y su expresión estupefacta no fue nada comparada con la mía al darme cuenta de lo que acababa de decir. ¿Mostaza? ¿Quién demonios escribe sobre mostaza? Ella rió, y yo también lo hice. Sabía que no se burlaba de mí.
—Me gusta —dijo ella—. Estás más loco de lo que pensaba. Me gusta la gente loca.
—Bueno, bien podría ser el primer loco que escribe sobre una salsa. Sería el Andy Warhol del relato.
—Pues ya tienes una admiradora, espero leer pronto lo que escribes sobre la mostaza.
—Mañana mismo te lo traigo. ¿Te viene bien aquí, no?

Y al día siguiente le llevé mi relato sobre la mostaza. Vi en sus ojos, y en sus pecas, que le había gustado de veras. No se lo llevé a Walden. Y, si alguno de ustedes pretendía echarle una ojeada pues… bueno, acaban de hacerlo.