Desde hace ya algunos años me dejo
arrastrar de vez en cuando por
desquiciadas aguas, esto es porque cuando tienes mucho tiempo libre
siempre hay un poco que se te escapa, un pequeño retal —o tal vez no tan
pequeño— que te apetece perder por ahí y que se quede empapado y sucio en un
charco de una calle aleatoria. En cualquiera de esos charcos, siempre hay un
puñado de lunáticos que han perdido sus retales.
Matt Terrace
vive en el caos del Hércules que cambia las armas por un balón de fútbol, en el
charco lleno de hierba y en las barras de bar con una cerveza o una copa de
whisky patrio oscilando en su mano como un centro de gravedad obtuso.
El ajetreo de
los borrachos del parchís sin anestesia me hace sangre y resaca y me olvido de
las caras y no hay nada que quiera ser recordado porque su casa es el charco; y
al final, mirando las figuras que se forman en la disipada espuma de la bañera
—¡Eso parece un perro, eso un hombre con sombrero!—, el agua se enfría y yo me
quedo dentro de mi culo triste.
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