31.1.15

Un toroide torcido.

—Lo que vengo a decir —dijo finalmente César tras una dilatada perorata cuyo origen hacía rato que ambos habíamos olvidado—, es que es imposible hallar una sola prueba que refute que nuestra memoria es fiable en el más mínimo de los casos. No importa que tengas en casa un puñado de  cintas VHS en las que salgas practicando windsurf en las playas del wild sur, eso no demuestra nada.
—¿Sigues empecinado en eso de las granjas de humanos y en todo ese rollo de que vivimos en Matrix, eh?
—No se trata de que yo me empecine o no. En serio, tío, no hay más que abrir los ojos un poco más y en seguida te das cuenta de que todo es absurdo hasta tal punto que sería de locos creerse que de verdad esto es la realidad.
—Bueno, hay quien dice que estamos tan acostumbrados a buscarle la lógica a todo que no es difícil que uno termine por volverse un chiflado. Al final, lo que tú mismo estás haciendo es dar una explicación lógica a todo esto, en vez de asumir que realmente todo es un absurdo así de grande y que más vale pasárselo por lo menos bien y no dejar que tanta paranoia te ablande el seso.
—Ya… tú piensa en lo que te he dicho, ya verás como al menos un par de veces al día descubres fallos de programación.
—Lo que tú digas. ¿Mañana a la misma hora?
—No, tío; mañana no puedo. ¿Te parece mejor mañana?
—Perfecto.
—Muy bien, pues mañana nos vemos entonces.
—¡Hasta luego!
—Cuídate, Juan.

         Pagué el café y me puse la bufanda para combatir los flemáticos soplos que Céfiro  ha tomado por costumbre exhalar en esta época del año. Anduve las nueve cuadras que separan el San Adolfo de mi pieza sin pensar en gran cosa cuando me encontré con mi viejo amigo Julio, cronopio desquiciado como los que ya no abundan, con un aspecto considerablemente más desaliñado que el habitual y con las córneas más bien inquietas en sus cuencas demostrando claros signos de nerviosismo.

—¡Coño, Juan, qué alegría verte, justo a ti te estaba buscando! —me saludó con los brazos extendidos, mostrando sin querer un pronunciado desgarrón en la axila de su trasnochada chaqueta de lana.
—¡Julio, cuánto tiempo! —exclamé yo— ¿Cómo te trata la vida?
—Bien, bien, pero eso no importa. Verás, esta noche he tenido un sueño increíble y, según me levanté de la cama, sentí que tenía que contártelo precisamente a ti. Me calcé a toda prisa y vine lo antes que pude.
—Pero si ya pasan de las cuatro de la tarde.
—Ya. ¿Quieres que te cuente el sueño o no?
—Hombre, la verdad es que ahora me pillas un poco liado.
—Vale. Pues bien: Estaba yo en un columpio, quiero decir en mi sueño. No sé muy bien si estaba sentado o de pie, ya sabes cómo me gusta a mi ponerme de pie en los columpios, pero seguro que me estaba balanceando. Los arcos que iba dibujando eran amplios, amplios, amplios, pero todo esto muy despacio, muy despacio. Tan despacio que más bien parecían diapositivas desperdigadas en mi retina, que entonces no estaba en mi ojo, sino en mi coco, y daba la sensación de que cada segundo era independiente de los demás segundos, que no tenían nada que ver entre sí. A todo esto debería añadir que yo no sueño nunca, o que nunca recuerdo lo que pasa cuando estoy dormido. Y nada, luego pasaban unas cuantas cosas, pero no sé explicarlas, y al final veía a un tipo raro, con barba descuidada y un vaso de moscatel junto al cenicero, haciendo tamborilear sus dedos sobre un teclado mientras en una pantalla se iba redactando todo lo que pasaba. Quiero decir todo lo que nos pasa a ti, a mí, a todos. Como si ese hombrecillo fuera Dios, o un secretario suyo, y en esa página de ordenador fuera escribiendo nuestras vidas y destinos. Me di cuenta entonces de que el mundo, lo que conocemos, no es más que una novela o tal vez un relato corto o un poema. Y de que nosotros somos los personajes.
—¿En serio? —respondí yo— ¿Y por qué te dio por venir a contármelo precisamente a mi?
—Pues porque a raíz de este secreto que he descubierto he estado analizando mi vida de cabo a rabo y me he dado cuenta de que nunca me ha pasado nada. Al menos nada que uno escribiría en un libro. Así que he supuesto que no soy más que un personaje secundario, tal vez un extra. Pensé que, si existo, es porque ahora mismo alguien está leyendo este texto y que el protagonista de la historia sería sin duda alguien a quien yo conozco, pues en caso contrario ni siquiera existiría.
—Y ese protagonista debo de ser yo.
 —No se me ocurrió nadie más. Mírate, tan entero y definido. Tú, Juan, eres uno. Yo no soy más que otro del montón.
—Tampoco te menosprecies, eres de las personas más curiosas que conozco. ¿No te apetece subir a casa a tomar algo de vino? Aún me queda una garrafa de cuando nos emborrachábamos en el Sándwich Eléctrico, antes de que se matara Manu con aquella piel de plátano.
—Claro, ¿por qué no?

         Preparé un par de vasos y un cuenco de anacardos para mascar y debatimos largo rato las cualidades del universo según las premisas marcadas por el sueño de Julio. Determinamos que tanto nuestra memoria pasada como nuestro futuro estaban ya escritos, y esto me devolvió a la conversación con César, aunque vista desde otro prisma un tanto más caleidoscópico. Nos enojamos al descubrir que nuestras vidas no eran más que un par de líneas perdidas como náufragos en un océano de párrafos, que todos nuestros sueños y aspiraciones eran  simples acotaciones estilísticas en el típico capítulo de relleno que no aporta nada. Nos preguntamos por la calidad del libro al que sin desearlo pertenecíamos, por cómo sería ese escritor y por qué nos había creado si no pensaba otorgarnos un minuto de gloria en el que nuestra mera existencia cobrara sentido.

—¿Sabes lo que creo? —dijo Julio mientras se llenaba la boca de frutos secos— Que si yo he tenido este sueño y estamos teniendo esta conversación es porque tal vez haya un fragmento en el que nosotros mismos seamos los protagonistas y se narra justamente lo que nos está pasando ahora mismo. No sé si esto está sucediendo porque está siendo escrito en este momento o un cualquiera lo está leyendo. En ese caso, si varias personas lo leen al mismo tiempo, estaríamos siendo duplicados con nimias variaciones y entonces no somos realmente personajes de un libro, sino proyecciones de ese mismo libro en la mente de un lector más o menos disparatado. ¿Te das cuenta del lío en el que nos hemos metido?
—En que nos has metido —apuntillé yo.
—Sí. ¿Y si es un libro de mierda de un escritorzuelo de pacotilla? ¿Qué me dices? Joder, Juan, estoy que no me lo saco de la cabeza. ¿Y si se trata de una novela policíaca y tú o yo o los dos somos víctimas de un asesinato? ¿Y si esto que vivimos no es más que el trasfondo de un prólogo aburrido que introduzca un contexto en el que realmente no ocurre nada? No sé si voy a ser capaz de dormir una noche más con todo este bullicio entre mis sienes. Y es que lo pienso y me doy cuenta de que, si todo esto es ciertamente un cuento, ni siquiera puedo decir que éstas de aquí sean mis sienes. ¿Qué tengo entonces? ¿Quién soy? ¿Qué?

         La pieza se había sumergido en una palpable penumbra y encendí una lámpara para remediarlo. El vino se había terminado hacía rato y, siendo domingo, no tenía solución para aquello. Mientras tanto, Julio seguía dándole la vuelta al mundo montado a lomos de sus propias cavilaciones.

—Si hasta se me quitan las ganas de seguir hablando —masculló—, pues no voy a decir nada que ese cabrón no haya escrito ya. Y encima el tío se lo tiene que estar pasando de puta madre escribiendo cómo me vuelvo loco.
—¿No habíamos quedado en que si estamos vivos ahora es porque alguien está leyendo el texto?
—No, Juan, eso era un supuesto, que no me escuchas.
—Entonces estamos siendo escritos ahora mismo.
—Exacto.
—Pues entonces es bien fácil, sólo tenemos que hacer algo que el escritor no se espere o no sea capaz de imaginar para salirnos del relato.

         En ese instante, con sendas pupilas rebosantes de un misterioso fuego fatuo, Julio se levantó de súbito y se arrojó por la ventana abierta sin mediar palabra.

—¿Qué haces? —le dije, asomándome por la misma.
—Lo que tú has dicho. Imaginé que no me pasaría nada si me tiraba por la ventana sin que estuviera previsto.
—Pues claro que no te ha pasado nada, ¡estamos en un bajo!
—Eso puede significar que el escritor ya planeaba defenestrarme por algún sitio resultando yo ileso como un superhéroe.
—Yo creo que lo que significa es que estás rematadamente loco y que no tienes remedio.
—Piensa lo que quieras, yo sé la verdad.
—¿Ah, sí? ¿Y de qué te sirve?
—Pues… —empezó a decir mientras se frotaba una rodilla que se había raspado por la caída— Pues para que el autor bastardo se dé cuenta de que yo también existo, que estoy aquí y que no pienso ser un figurante más en su circo de sílabas.
—Entonces prueba otra cosa, porque me da a mí que esto no ha funcionado.

         Julio se quedó dubitativo, y le ayudé a volver al piso con cierto esfuerzo. Tenía los pantalones manchados de polvo y verlo así me inspiró lástima. Le recomendé que se diera una ducha y que comiera algo, que se tomara una siesta y que ya vería las cosas de otro modo al despertar. Que en cualquiera de los casos el asunto, digo el mundo, es así, es lo que hay y no hay más. Que nos parece raro todo porque lo único que no cambia es el perpetuo cambio al que estamos sometidos. Que cuando nos sentimos raros nosotros mismos es porque no estamos del todo sincronizados con nuestro alrededor y que en esos casos prácticamente lo único que uno puede hacer es esperar un rato y a ver qué pasa.

         Se fue cabizbajo, con la cabeza hecha un trompo a punto de desequilibrarse pero con cierta inercia aún. Julio era real en ese momento. Real de veras. Y yo también me sentí real entonces y fue como verse a uno mismo en un espejo inmaculado y además dentro del propio ojo y… no sé, es una sensación extraña harto difícil de explicar.

         Volví a mi escritorio y no podía concentrarme. Todo se había transfigurado en un revoltijo de impulsos eléctricos entre axones y dendritas. Me vi fuera de mí, pero consciente aun así de la sinergia por la que se van definiendo los acontecimientos que uno digiere día a día. La sincronía de ciertos instantes. Lo azaroso del devenir del tiempo.


         Me llegué a la tienda y compré una botella de moscatel para acompañar los cigarrillos. Iba atrasado en la crónica sobre el Derby de Sherry que tenía que escribir pero, aun así, me permití el lujo de garabatear unas cuantas páginas para mí mismo. Unas cuantas páginas acerca del viejo lunático que para mí es Julio. Sabiendo que nunca le confesaría que ese tarado que se dedicaba a jugar a ser dios decretando actos y destinos, pensamientos y decires, sentimientos y pasiones, triunfos y tragedias… era yo sin darme cuenta.


25.1.15

Un grillo en las bisagras.

Los cristales de las ventanas están sucios de polvo y marcas de dedos. No creo ser el primero que se percata, pero me pareció importante apuntarlo. La esquina del techo que señala hacia el norte luce una telaraña desahuciada, de esto me di cuenta cuando una mosca o una suerte de insecto molesto revoloteó a mi alrededor y yo sacudí una mano frente a mi cara con un aspaviento para zafarme.

Es pronto aún, y no hay nadie tras la barra. Aún así, a menudo vengo aquí cuando todos duermen para decir las cosas que nunca digo o para sencillamente sentarme en un rincón a pensar las cosas que siempre pienso con la pupila perdida en algún punto que se me haya quedado apolillado entre los pliegues.

Esta vez me senté junto a la ventana. Se ve opaca por la porquería y apenas adivino mi reflejo. Ante mí sujeto un vaso de vidrio desgastado por el uso, donde aprovecho para escupir de vez en cuando. Parece que nieva ahí fuera pero seguro que sólo es de noche. Por lo demás, todos duermen.

Se oye un crujido entonces y yo me incorporo de pronto. ¿He sido yo? ¿O lo he soñado? ¿Estaba durmiendo? Juraría que estaba dudando. No contentos con llevárselo casi todo, lo que dejan lo cambian de sitio; y así no hay quien cierre un párpado, maldita sea.

¡Otra vez! Deben de ser las humedades. Sucede continuamente con edificios como éste, que te descuidas y en seguida está todo lleno de moho hasta los cimientos y con un estornudo se viene todo abajo en un santiamén. Encima, con todas esas capas de pintura científica anunciada en televisión que ponen últimamente por todos lados, uno no es capaz de averiguar por dónde diantres van a salir y te quedas como un tonto palpando como un ciego cada ángulo y cada palmo.

Sospecho que se trata de un insólito híbrido entre duende casero común y un espíritu de los candados; con un solo ojo entre las orejas puntiagudas y un agujero purulento en su mano izquierda que relame todo el rato para impedir que coagule y cicatrice. Claro que esto es algo que digo ahora, cuando no  hay nadie. Supongo que por tranquilizarme. Porque imaginándomelo así me creo que no puede tocarme.

Pero no es el daño que pueda hacerme lo que temo. Es su presencia. Me atormenta entre las horas y,  cuando estoy haciendo algo y me distraigo un solo instante, cambia de escondrijo como un relámpago; y esto apenas se ve por el rabillo del ojo pero te deja en el cuerpo una sensación de como cuando te encuentras un botón perdido, tirado en medio de la calle, y al cogerlo te das cuenta de que no era más que una triste moneda.

Oigo pasos en la planta de arriba, y yo sigo mirando la mugre en la ventana. Afuera debe de estar todo lo demás, pero desde aquí apenas lo distingo. Todo está oscuro, pues otra vez olvidé encender las luces y ya me encuentro demasiado sentado como para levantarme. Allá, tras el cristal, uno se puede imaginar que está amaneciendo, o que lo hará pronto. Sin embargo es un fantasma, en el viejo faro, el que centellea mudo bajo las nubes.

Escupo otra vez en el vaso y busco en vano a la araña. Se habrá agazapado tras un marco, acurrucada. Tejiendo tejiendo la mortaja de todo aquello que elucubro como un tapiz de lo quimérico. Deshilándome con paciencia en mi propia vida ajena y colmando mis ojos hinchados de otros ojos que no son mis ojos y que nunca serán mis ojos y con los que nunca me veré.

Nadie ha bajado aún, así que miro el reloj, pero no funciona. De todas formas, cuando alguien llegue, yo ya estaré bien cansado y no querré hablar de nada, nada, nada, y seguiré escrutando la ventana sucia hasta que me entre el sueño y vea otra cosa.

Por aquí hay un sótano singular, digno de mención. Pues es en este sótano donde se amontonan todas las cosas que uno va perdiendo y por eso nadie quiere hablar de él, porque le recuerda a uno cada palabra que no ha sabido decir, cada beso que no ha sabido dar. Es un cuarto lleno de fantasmas, algo habitual en construcciones como ésta.

Supongo que ahora yo soy un fantasma también. Mirando esta ventana sucia. Que no soy mucho más que el polvo que se acumula. Que todos esos ruidos los hago yo mismo, sonriéndole a mis sollozos baldíos, desgajado como un trozo de madera con tanto silencio.

Entonces volvió el insecto y, con él, mi resquebrajado aroma se tornó soplo de aire y lo aparté de un manotazo como hago siempre que me doy cuenta de algo y esparcí el polvo del cristal hacia los bordes y miré hacia arriba, al óculo de la pecera, y después abajo, donde se posa la tierra; y me vi de nuevo, como tantas veces, dormido entre los juncos. Con una escafandra reluciente, pasada de moda y joroschó. Lubilubando  feliz con una farsa de sonrisa andrógina y  pupilas brillantes.  Respirando a través del cariño de lo ficticio y lo meramente grato y sosegado.

Mas, otra vez, fue el viejo engaño, al que uno nunca llega a acostumbrarse del todo. Un pellizco más de polvo para las ventanas que tiña el sol naciente de cada página con una pizca más de aislamiento y ostracismo.


Todos se fueron y no me di cuenta. No oí nada. El último en salir dejó la puerta abierta oscilando indecisa sobre sus goznes y chirría como una cigarra. Tal vez debería cerrarla y quedarme dentro, pero a ver si se han ido sin llaves. Quizá lo mejor sea dejarla abierta. Quizá, lo mejor, sea tirarme fuera.


20.1.15

no sé.

no sé cómo empezar esto. el típico plan de tranquis, con los tronquis, que se trunca, y acabas con la nuca desencajada como nunca, bajo un tractor, y, con una carcajada de terror, el doctor te receta que te tomes una siesta, y que menos fiesta, y también que menos setas. lo que se dice: el no tan típico tipo de veintipico, que vive medio en las nubes, medio en las tripas, como trepando a un trípode de tripis, con un tricornio en la cabeza y, en el regazo, un tríptico de los tres tristes tigres atravesándole con el travieso temblor contemporáneo. estar entre las estrellas. las sábanas. bañarse sin piel ni huesos en mil charcos sobre el suelo. fingirse cielo y cuerpo por un momento y palpar el palpitar del tiempo. ponerle un nombre a cada cosa. una palabra. un susurro. una mentira. el viento a través de las ramas haciéndose pequeño y demostrando su presencia. no sé cómo continuar esto. el día dado en que nada te daña, ni te engaña, y cada capítulo tiene un título, y te das cuenta de que la realidad ye como el culo: que todos tenemos uno y cada cual apesta a su manera. y que a menudo nos liamos como tarzanes en los pelos, que en mi mundo son lianas. y así uno se siente bien aunque a veces esté solo, pues sólo hace falta saber que no todo está fatal y que, toques donde toques, sale algo. ahora no sé cómo acabar esto. en qué bar o si aún está abierto el metro. no sé si debería ir a acostarme o si otra vez me costará dormirme. no sé nada de tantas cosas. de tantas costas. de tantos costados. no sé cómo terminar esto. no sé si quiero terminarlo. no sé.

13.1.15

Pompa.

Mascando como una mosca le di forma a un hombrecillo de chicle de fresa. Con suma delicadeza, sujetando la cabeza del hombrecillo entre la lengua y los dientes de delante, puse los labios como los de un pescado y soplé para inflar dos pompas oculares en la pringosa cara del hombrecillo.

Escupí con cuidado y el hombrecillo cayó de bruces en mi, quedándose adherido por la sien y el codo izquierdo a la página de un libro. Le ayudé a despegarse con algo de esfuerzo por ambas partes; y al final se quedó con unos cuantos pegotes colgando al haberse dado de sí su elástico pellejo.

—¡Mírame! —leí en sus mudos labios de goma— ¿Qué has hecho de mí? ¡Ni siquiera puedo caminar con estos pies pegajosos que me ancoran en el sitio!

Decidimos que lo mejor sería hacer de él un bolahombre de chicle de fresa para que así pudiera rodar a placer y desplazarse allá donde viera oportuno con el fin de hallar la felicidad que tanto ansían los hombrecillos de chicle de fresa.

—¡Cuídate de los Clorofilos! —me despedí, dándole impulso con el dedo de en medio como jugando a las chapas.

Salió disparado con un silbido seco que salpicó saliva por todos lados y adiós, ya no lo he vuelto a ver.

Julia Randall

11.1.15

Le tumb.

Ardía por los bordes y a aquella atmósfera parecía no importarle nada. Se partió una cáscara en trescientas doce astillas y brotó un líquido así de líquido que nos empapó hasta el sésamo y aun así nada se abrió ni flaquearon las diminutas comisuras. Arañé una costra de petróleo partida por la mitad y el viejo vino rojo venga a palpitar susurrando surcos y venga a amanecer con el sol erecto entre los pinos y las legañas como luciérnagas desnudas y trasnochadas. Los latidos, algo así. Un aullar bajo esa luna con las estrellas impávidas como testigo. Una caricia, un látigo en el regazo con el lubilubar de la luna sobre las sábanas y ese lunar en la nuca. Demasiada realidad en un simple soplo con los pies descalzos otra vez y apenas dos ojos empapados para verlo todo. Al fin y al cabo, ¿Quién soy yo en medio de todo esto, quién parpadea a cada instante dibujando fronteras entre los fragmentos de una vida? Al amanecer todo se cubre de una coherencia absurda y no sabemos si saltar de alegría o llorar por lo mismo. Cargo un petate petado de calcetines y amarguras; de todas formas sé que çe la vie y que está en mi cerebelo como un esguince. Lo material cubierto de linóleo y fórmica se queda en su sitio donde lo dejes y emite con sigilo una pulsión de muerte. Con el plástico pasa lo mismo. Si acaso pueden presentarnos una pinza irisada o invitarnos a una croqueta, que nos van a alegrar el día. Pero eso que te hace crecer y que te hace sentir pequeño no se paga con dinero y no se puede coger.


8.1.15

Un ombligo bíblico.

Convenimos lo siguiente: El primero que calzara con calcetines los colmillos de una morsa, se llevaría como premio este pequeño altavoz. Una serpentina de diamantes se derramaba por el sofá y me detuve en una sillita de playa a la vera de la tortuga y con vistas a un marco en blanco que, de hecho, no era más que un rectángulo de madera. Los elefantes patinaban en círculos por el respaldo del sofá y aquello parecía una cascada oceánica entre sendos glaciares como cojines. Yo no hice gran cosa entonces. Tampoco había tocado los bombones de crocanti desde hacía rato; si acaso libaba birra y leía láminas a la luz liviana de los eslabones que en el fondo eran bombillas. El reloj se derritió como en aquella postal y tampoco hice nada al respecto. Como mucho intentar acomodarme en esta sillita que me está destrozando la espalda.

La travesía duró al menos un buen rato. Naufragamos un Cadillac del siglo catorce en medio del desierto del Gobi y eso nos palpitó en la cebolla; pero yo rebusqué en mi bolsillo y encontré un nimbo aterciopelado y cubierto de pelusilla del ombligo, y el otro setenta por ciento era agua como yo, y como cualquier otro mono. No encontramos morsas por ahí; si acaso algún que otro ñandú turista y montones, montones de tierra. El cielo se curvó entonces, y nos quedamos panza arriba y, con los pies descalzos, nos soñamos dormidos y buceamos en una sustancia que era yo qué sé qué y amanecimos en un café de Luanda o Liubliana o tal vez era una pescadería, y decidimos hacer las paces entre los peces y seguir buscando por otro lado.

Pero buscar qué. Lo habíamos olvidado. Hacía frío entonces como cuando te comes un caramelo de menta con cualquiera de los polos en mente, y fingimos que la realidad no nos mentía demasiado.

¿Sabes? Me tomaré ese café. El azucarero estaba medio lleno de rubíes y zafiros, pero me serví un par de cucharadas de todos modos. Justo delante un tipo despotricaba contra las estelas químicas mientras solicitaba fuego para encenderse un cigarrillo haciendo un gesto con los pulgares. Lo llaman geografía de los estados del pensamiento y está repleta de curvas y bahías. Pero yo de eso no sé un pimiento apenas.

Alguien gritó «¡El techo es lava!» y los muebles se dieron la vuelta y se colgaron del tejado y, así, no supe si era yo el que estaba del revés. Y volvimos a fingir que la vida no nos engaña. Y por los pasillos alguien había escrito que hasta donde la ciencia conoce no es posible imaginar. Y la tinta del rotulador iba conformando surcos oblicuos como un ombligo bíblico por título.

Acordamos no mencionar nada al respecto y nos intercambiamos los sombreros para sellar el trato. A mí algo me chorreó por el hombro de la camisa, pero hice como que no me había dado cuenta y avanzamos a la siguiente casilla. Un hombrecillo que se había perdido por ahí me dio un dado en blanco y un dardo y una diana; y yo agarré todo con un brazo y con el otro una liana y salté por la ventana hacia la que había al otro lado.

Jugamos un rato a que las cosas empezaban por el final y terminaban por el principio y acabamos por cansarnos de no saber decidirnos. Después jugamos a no hacer nada y más tarde a perder el tiempo. Al final se hizo de noche y después de día como al principio.

Diego Rivera