Mascando como una mosca le di forma a un hombrecillo de
chicle de fresa. Con suma delicadeza, sujetando la cabeza del hombrecillo entre
la lengua y los dientes de delante, puse los labios como los de un pescado y
soplé para inflar dos pompas oculares en la pringosa cara del hombrecillo.
Escupí con cuidado y el hombrecillo cayó de bruces en mi,
quedándose adherido por la sien y el codo izquierdo a la página de un libro. Le
ayudé a despegarse con algo de esfuerzo por ambas partes; y al final se quedó
con unos cuantos pegotes colgando al haberse dado de sí su elástico pellejo.
—¡Mírame! —leí en sus mudos labios de goma— ¿Qué has hecho
de mí? ¡Ni siquiera puedo caminar con estos pies pegajosos que me ancoran en el
sitio!
Decidimos que lo mejor sería hacer de él un bolahombre de chicle de fresa para que
así pudiera rodar a placer y desplazarse allá donde viera oportuno con el fin
de hallar la felicidad que tanto ansían los hombrecillos de chicle de fresa.
—¡Cuídate de los Clorofilos! —me despedí, dándole impulso
con el dedo de en medio como jugando a las chapas.
Salió disparado con un silbido seco que salpicó saliva por
todos lados y adiós, ya no lo he vuelto a ver.
Julia Randall |
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