25.1.15

Un grillo en las bisagras.

Los cristales de las ventanas están sucios de polvo y marcas de dedos. No creo ser el primero que se percata, pero me pareció importante apuntarlo. La esquina del techo que señala hacia el norte luce una telaraña desahuciada, de esto me di cuenta cuando una mosca o una suerte de insecto molesto revoloteó a mi alrededor y yo sacudí una mano frente a mi cara con un aspaviento para zafarme.

Es pronto aún, y no hay nadie tras la barra. Aún así, a menudo vengo aquí cuando todos duermen para decir las cosas que nunca digo o para sencillamente sentarme en un rincón a pensar las cosas que siempre pienso con la pupila perdida en algún punto que se me haya quedado apolillado entre los pliegues.

Esta vez me senté junto a la ventana. Se ve opaca por la porquería y apenas adivino mi reflejo. Ante mí sujeto un vaso de vidrio desgastado por el uso, donde aprovecho para escupir de vez en cuando. Parece que nieva ahí fuera pero seguro que sólo es de noche. Por lo demás, todos duermen.

Se oye un crujido entonces y yo me incorporo de pronto. ¿He sido yo? ¿O lo he soñado? ¿Estaba durmiendo? Juraría que estaba dudando. No contentos con llevárselo casi todo, lo que dejan lo cambian de sitio; y así no hay quien cierre un párpado, maldita sea.

¡Otra vez! Deben de ser las humedades. Sucede continuamente con edificios como éste, que te descuidas y en seguida está todo lleno de moho hasta los cimientos y con un estornudo se viene todo abajo en un santiamén. Encima, con todas esas capas de pintura científica anunciada en televisión que ponen últimamente por todos lados, uno no es capaz de averiguar por dónde diantres van a salir y te quedas como un tonto palpando como un ciego cada ángulo y cada palmo.

Sospecho que se trata de un insólito híbrido entre duende casero común y un espíritu de los candados; con un solo ojo entre las orejas puntiagudas y un agujero purulento en su mano izquierda que relame todo el rato para impedir que coagule y cicatrice. Claro que esto es algo que digo ahora, cuando no  hay nadie. Supongo que por tranquilizarme. Porque imaginándomelo así me creo que no puede tocarme.

Pero no es el daño que pueda hacerme lo que temo. Es su presencia. Me atormenta entre las horas y,  cuando estoy haciendo algo y me distraigo un solo instante, cambia de escondrijo como un relámpago; y esto apenas se ve por el rabillo del ojo pero te deja en el cuerpo una sensación de como cuando te encuentras un botón perdido, tirado en medio de la calle, y al cogerlo te das cuenta de que no era más que una triste moneda.

Oigo pasos en la planta de arriba, y yo sigo mirando la mugre en la ventana. Afuera debe de estar todo lo demás, pero desde aquí apenas lo distingo. Todo está oscuro, pues otra vez olvidé encender las luces y ya me encuentro demasiado sentado como para levantarme. Allá, tras el cristal, uno se puede imaginar que está amaneciendo, o que lo hará pronto. Sin embargo es un fantasma, en el viejo faro, el que centellea mudo bajo las nubes.

Escupo otra vez en el vaso y busco en vano a la araña. Se habrá agazapado tras un marco, acurrucada. Tejiendo tejiendo la mortaja de todo aquello que elucubro como un tapiz de lo quimérico. Deshilándome con paciencia en mi propia vida ajena y colmando mis ojos hinchados de otros ojos que no son mis ojos y que nunca serán mis ojos y con los que nunca me veré.

Nadie ha bajado aún, así que miro el reloj, pero no funciona. De todas formas, cuando alguien llegue, yo ya estaré bien cansado y no querré hablar de nada, nada, nada, y seguiré escrutando la ventana sucia hasta que me entre el sueño y vea otra cosa.

Por aquí hay un sótano singular, digno de mención. Pues es en este sótano donde se amontonan todas las cosas que uno va perdiendo y por eso nadie quiere hablar de él, porque le recuerda a uno cada palabra que no ha sabido decir, cada beso que no ha sabido dar. Es un cuarto lleno de fantasmas, algo habitual en construcciones como ésta.

Supongo que ahora yo soy un fantasma también. Mirando esta ventana sucia. Que no soy mucho más que el polvo que se acumula. Que todos esos ruidos los hago yo mismo, sonriéndole a mis sollozos baldíos, desgajado como un trozo de madera con tanto silencio.

Entonces volvió el insecto y, con él, mi resquebrajado aroma se tornó soplo de aire y lo aparté de un manotazo como hago siempre que me doy cuenta de algo y esparcí el polvo del cristal hacia los bordes y miré hacia arriba, al óculo de la pecera, y después abajo, donde se posa la tierra; y me vi de nuevo, como tantas veces, dormido entre los juncos. Con una escafandra reluciente, pasada de moda y joroschó. Lubilubando  feliz con una farsa de sonrisa andrógina y  pupilas brillantes.  Respirando a través del cariño de lo ficticio y lo meramente grato y sosegado.

Mas, otra vez, fue el viejo engaño, al que uno nunca llega a acostumbrarse del todo. Un pellizco más de polvo para las ventanas que tiña el sol naciente de cada página con una pizca más de aislamiento y ostracismo.


Todos se fueron y no me di cuenta. No oí nada. El último en salir dejó la puerta abierta oscilando indecisa sobre sus goznes y chirría como una cigarra. Tal vez debería cerrarla y quedarme dentro, pero a ver si se han ido sin llaves. Quizá lo mejor sea dejarla abierta. Quizá, lo mejor, sea tirarme fuera.


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