Ardía por los bordes y a aquella atmósfera parecía no
importarle nada. Se partió una cáscara en trescientas doce astillas y brotó un
líquido así de líquido que nos empapó hasta el sésamo y aun así nada se abrió
ni flaquearon las diminutas comisuras. Arañé una costra de petróleo partida por
la mitad y el viejo vino rojo venga a palpitar susurrando surcos y venga a
amanecer con el sol erecto entre los pinos y las legañas como luciérnagas
desnudas y trasnochadas. Los latidos, algo así. Un aullar bajo esa luna con las
estrellas impávidas como testigo. Una caricia, un látigo en el regazo con el
lubilubar de la luna sobre las sábanas y ese lunar en la nuca. Demasiada
realidad en un simple soplo con los pies descalzos otra vez y apenas dos ojos
empapados para verlo todo. Al fin y al cabo, ¿Quién soy yo en medio de todo
esto, quién parpadea a cada instante dibujando fronteras entre los fragmentos
de una vida? Al amanecer todo se cubre de una coherencia absurda y no sabemos
si saltar de alegría o llorar por lo mismo. Cargo un petate petado de
calcetines y amarguras; de todas formas sé que çe la vie y que está en mi
cerebelo como un esguince. Lo material cubierto de linóleo y fórmica se queda
en su sitio donde lo dejes y emite con sigilo una pulsión de muerte. Con el
plástico pasa lo mismo. Si acaso pueden presentarnos una pinza irisada o
invitarnos a una croqueta, que nos van a alegrar el día. Pero eso que te hace
crecer y que te hace sentir pequeño no se paga con dinero y no se puede coger.
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