Convenimos
lo siguiente: El primero que calzara con calcetines los colmillos de una morsa,
se llevaría como premio este pequeño altavoz. Una serpentina de diamantes se
derramaba por el sofá y me detuve en una sillita de playa a la vera de la
tortuga y con vistas a un marco en blanco que, de hecho, no era más que un
rectángulo de madera. Los elefantes patinaban en círculos por el respaldo del
sofá y aquello parecía una cascada oceánica entre sendos glaciares como
cojines. Yo no hice gran cosa entonces. Tampoco había tocado los bombones de
crocanti desde hacía rato; si acaso libaba birra y leía láminas a la luz
liviana de los eslabones que en el fondo eran bombillas. El reloj se derritió
como en aquella postal y tampoco hice nada al respecto. Como mucho intentar
acomodarme en esta sillita que me está destrozando la espalda.
La
travesía duró al menos un buen rato. Naufragamos un Cadillac del siglo catorce
en medio del desierto del Gobi y eso nos palpitó en la cebolla; pero yo
rebusqué en mi bolsillo y encontré un nimbo aterciopelado y cubierto de
pelusilla del ombligo, y el otro setenta por ciento era agua como yo, y como
cualquier otro mono. No encontramos morsas por ahí; si acaso algún que otro
ñandú turista y montones, montones de tierra. El cielo se curvó entonces, y nos
quedamos panza arriba y, con los pies descalzos, nos soñamos dormidos y
buceamos en una sustancia que era yo qué sé qué y amanecimos en un café de
Luanda o Liubliana o tal vez era una pescadería, y decidimos hacer las paces
entre los peces y seguir buscando por otro lado.
Pero
buscar qué. Lo habíamos olvidado. Hacía frío entonces como cuando te comes un
caramelo de menta con cualquiera de los polos en mente, y fingimos que la
realidad no nos mentía demasiado.
¿Sabes?
Me tomaré ese café. El azucarero estaba medio lleno de rubíes y zafiros, pero
me serví un par de cucharadas de todos modos. Justo delante un tipo
despotricaba contra las estelas químicas mientras solicitaba fuego para
encenderse un cigarrillo haciendo un gesto con los pulgares. Lo llaman
geografía de los estados del pensamiento y está repleta de curvas y bahías.
Pero yo de eso no sé un pimiento apenas.
Alguien
gritó «¡El techo es lava!» y los muebles se dieron la vuelta y se colgaron del
tejado y, así, no supe si era yo el que estaba del revés. Y volvimos a fingir que
la vida no nos engaña. Y por los pasillos alguien había escrito que hasta donde
la ciencia conoce no es posible imaginar. Y la tinta del rotulador iba
conformando surcos oblicuos como un ombligo bíblico por título.
Acordamos
no mencionar nada al respecto y nos intercambiamos los sombreros para sellar el
trato. A mí algo me chorreó por el hombro de la camisa, pero hice como que no
me había dado cuenta y avanzamos a la siguiente casilla. Un hombrecillo que se
había perdido por ahí me dio un dado en blanco y un dardo y una diana; y yo
agarré todo con un brazo y con el otro una liana y salté por la ventana hacia
la que había al otro lado.
Jugamos
un rato a que las cosas empezaban por el final y terminaban por el principio y
acabamos por cansarnos de no saber decidirnos. Después jugamos a no hacer nada
y más tarde a perder el tiempo. Al final se hizo de noche y después de día como al principio.
Diego Rivera |
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