21.9.22
Un auténtico crimen.
25.3.22
El Chorro Musical
Es
miércoles cientos noventa y pico en el decadente y bien poco lustroso barrio de
Koboldo. Nos encontramos —esto es mi plural mayestático y vuestro humilde
narrador mismo, aquí presente— apuntalados de cualquier manera en la grasienta
barra del Pancró, compartiendo una cerveza Amarillo sin espuma y masticando las
sobras de alpiste que dejara el pretérito ocupante del taburete, allá por el
martes. Sin más.
Afuera ocurre
entonces un fenómeno meteoro y lógico del todo inusual y exclusivo, y es que
una serie de nubarrones obscuros como patada de monja vinieron a agruparse en
una suerte de conglomerado de condensación homeostática y justo sucede, tras el
relámpago-centella con su tronar reglamentario que todos conocemos, una única
lluvia momentánea y sólida, como si todo el diluvio coagulado en una sola gota
gorda y obesa cayera de golpe y porrazo. Y ya.
Todo esto
puede, quizás, resultar del todo interesantísimo para cualquier lector
medianamente distraído que pueda toparse con este pasaje; pero la historia que
ciertamente nos atañe es diametralmente opuesta e incluso, si me lo permiten,
un tanto más vulgar.
Dice así:
Un quídam
nefasto e imperecedero, pero cualquiera, entra en el peor baño de Escocia. De
este personaje no conocemos ni su nombre, ni su aspecto, ni su religión o
afiliación política y, ni que decir tiene, tampoco nos interesa. Lo único que
nos interesa de su mera existencia es que, en este mismo instante que
miserablemente tratamos de relatar, agarra con su índice y su pólice oponible el
medallón de la cremallera de su bragueta, lo baja todo ello con un rasgueo de
lo más melódico, y del interior de la bragadura extrae un pene semierecto de lo
más genérico y superestándar.
Inmediatamente
pasa que, del mismísimo extremo del rosado glande, esa especie de abertura, ese
guiño, esa brecha bondadosa conocida modestamente como meato, emerge un
chorrazo dorado con brillo propio y refulgente, un hilo oropelado de aroma
acre, agrio y avinagrado. Un auténtico manantial aeropónico y parabólico
confirmando prácticamente todas las reglas y conformidades de la física
moderna.
A esta
profusión líquida, en cuanto a su colisión con la superficie porcelanoidea
preparada ad hoc para tal acto (contingente y necesario), la denominaremos de aquí en
adelante como Chorro
Musical.
El
quídam en cuestión está orinando. No es nada particular, todos nos hemos visto
en esa al menos una vez en la vida, o ninguna. El quídam mea y se dice: “Uf, por fin que meo”. Y a continuación dice: “Y, también
te digo, que te agradezco que te vayas de mí, porque ya no te aguantaba. Que
saciaste mi sed antaño, hace un rato, pero que ya no te necesito. Estuvo bien y
tal, no me tomes como un malaje… pero tú y yo sabíamos que esto no era más que
un tránsito momentáneo, un filtrar de nefrona y ciao. Que tú no eres sino al
desprenderte de mí, y yo sin ti no soy nada más que un quídam”. Esto último se lo dice al Chorro Musical.
Mientras
tantísimo, el Chorro Musical sigue manando, esculpiendo una ojiva broncínea y
fulgurante como levitando sobre el váter y alrededor.
El
quídam continúa a lo suyo: “Lo
interesante de nuestra concomitancia es que, pragmáticamente, subyace en la huida
o «volo e fuga» del uno para con el otro. Y eso me inspira varios dilemas
ontológicos y ciertos delirios derivados que ni por asomo estoy dispuesto a
manifestar por aquí. Pero una cosa es segura: Las sepias son expertas en la
sagaz sutileza del camuflaje”.
El
tintineo de la cascada miccinoica templa unos armónicos que ni la misma Euterpe
en su primer álbum. Salpica el suelo y parte de la pared. Entra en comunión con
el charco de las meadas ancestrales.
En
eso que el quídam sigue: “Lo que
vengo a decirte, así en confianza, es que no sé qué se viene a continuación. Tú
dejarás de fluir algún día, y te irás por el desagüe, al mar o donde fuere. Y
yo me quedaré aquí mismo, con la pija en la mano y sin mear, y… mierda, ¿y qué
será de mí entonces?”.
El
Chorro Musical mantiene su acorde prolongado e impertérrito. Un trémolo acuoso
con algo de arena. Durante un rato.
Alguien
llama a la puerta.
El
quídam, ahora en voz alta: “¡Ocupado!”.
El
Chorro Musical se desvía de su trayectoria practicando una suerte de clinamen,
anegando el suelo de un húmedo amarillo mostaza pollo curry.
¿Por dónde íbamos? ¡Ah, sí! El quídam trata de
enderezarse y recuperar la perpendicular, el Chorro Musical rezuma caudal como
un Orinoco orinado, el quídam piensa para sí: “¿Qué
son estos malditos animales?”.
Y
es entonces cuando sucede.
[A PARTIR
DE AQUÍ LA VOZ DEL NARRADOR SE VUELVE UN 17% MÁS DRAMÁTICA Y SOBREACTUADA]
Una
anomalía gravitacional posgenital, debido a pequeñas variaciones, provoca que
—nadie sabe muy bien por qué— el genuino e indivisible Chorro Musical se separe
en dos (¡2!) Chorros Musicales, un auténtico doppelgänger de la naturaleza en
ambas direcciones, un redoble de fluido percutido en todo el puto suelo y
mientras tanto llaman a la puerta a puñetadas y patazos y, con las mismas, el
quídam: “¡Ocupado!”.
Total, que aquí seguimos esperando por mear.
Adriaen van Ostade |
28.2.22
Phábula de Esquilo y Quelonio | canto decisorio: El asunto quelonio (Parte II)
Hermes, el heraldo de los dioses, desciende de los cielos sostenido por sus deportivas Niké aladas, sacude su caduceo engalanado con guirnaldas y anuncia:
HERMES: ¡APUESTA,
APUESTA, APUESTA!
ESOPO: ¡Estupendo!
Ya está todo dispuesto para el pistoletazo de salida, honor que corresponde al
semicentauro Antónios, el único centauro de la ecúmene que carece de cuartos
traseros equinos.
ZENÓN: Pues a mí me
parece un tipo normal.
En ese precioso instante,
Antonios levanta sobre su cabeza una Smith & Wesson reglamentaria y dispara
al aire, acertándole entre los ojos a un meteco de entre el público, y da
comienzo la espantada.
ESOPO: ¡Y ahí van!
¡La cierva de Cerinea se coloca rápidamente en primera posición, seguida de
cerca por la liebre! La nube de polvo en suspensión apenas nos deja percibir lo
que ocurre… ¡Oh! ¿Qué es lo que veo? ¡Parece que el catoblepas ha aplastado con
sus pesuños a la mantícora enana! ¡Primera baja de la jornada!
ZENÓN: Ha quedado
convertida en un auténtico despojo, desde luego.
PORFIRIO: ¡Qué
infortunio!
ESOPO: ¡Atención
ahora porque se acercan a la ribera del Glafkos! ¡La cierva lo salta con la
elegancia de un gamo, la liebre hace lo propio y les siguen todos los demás haciendo
gala de las más diversas técnicas de natación, brinco y/o planeo! ¡Pero qué ven
mis ojos! ¡Parece que el hipocampo está teniendo problemas en su propio
elemento y…! ¡Sí! ¡Se va a pique sin remedio! ¡Hipocampo fuera!
PORFIRIO: ¡No! ¡Era mi
favorito!
ZENÓN: ¡Pasto para
las anguilas electrónicas! ¡Guau!
ESOPO: ¡Ojo, que
aquí no hay pausa! ¡Un tartesio emperifollado de luces irrumpe en el camino con
mucho arte y apuñala al ofiotauro en todo el lomo con un estoque de Damocles!
¡Otro menos!
ZENÓN: ¡Olé!
PORFIRIO: ¡Desde luego,
no hay derecho!
ESOPO: ¡Se
aproximan ahora a la encrucijada de Clarksdale, Misisipi, donde deberán tomar
el camino de la izquierda para no salirse de la ruta! ¡Pero qué le pasa a la
esfinge, por Hécate!
PORFIRIO: ¡Parece que
duda!
ZENÓN: ¡Efectivamente!
¡No sabe qué camino escoger!
ESOPO: ¡Me cago en
el lacto! ¡Se acaba de desgarrar la garganta con sus propias zarpas, presa de
la desesperación catatónica!
ZENÓN: ¡Fíjate cuánta
sangre!
PORFIRIO: ¡Vaya chasco!
ESOPO: ¡Y esto no
para! ¡Quien tiene problemas en este momento es el catoblepas, que parece estar
sufriendo un ataque de asma neumática por el esfuerzo! ¡Vaya! ¡Ha caído rendido
entre estertores agoreros!
PORFIRIO: Una
hiperventilación alveolar de libro.
ZENÓN: Sí, está
muerto.
ESOPO: Repasemos
la clasificación; En el céfalo de la carrera la preciosísima cierva de Cerinea,
seguida de cerca por la liebre, con varios cuerpos de ventaja sobre el pelotón
compuesto por el resto de supervivientes de la hecatombe. Y atrás, más atrás,
muy atrás, por detrás del todo, el pobre pobre quelonio, que por lo menos sigue
a su ritmo lánguido, pero sin pausa. ¿Cómo lo ves, Z?
ZENÓN: Pues te
diría que, según la paradoja de la flecha y a efectos cuánticos, en este
preciso instante no se está produciendo movimiento alguno, oigan.
PORFIRIO: ¿Cuánto de
cuántico?
ZENÓN: ¡Cuantiquísimo!
ESOPO: Hablando de
flechas, ¿Habéis visto esa saeta silbando por los aires?
PORFIRIO: ¡Ay, mi
madre! ¡Es Heracles! ¡Parece que trata de dar caza a la cierva con su arco, el muy
canalla!
ZENÓN: Pues no es
temporada…
ESOPO: Tranquis,
por muy semidiós que sea, jamás alcanzará con sus flechas a la divina divina
cierva de Cerinea… Uf…
ZENÓN: ¡En toda la
cabeza!
PORFIRIO: ¡Menuda
carnecería, rezeus!
ESOPO: Pues, así
las cosas, tenemos a la liebre en primera posición. Pero vaya…
ZENÓN: ¿Es que no
van a dejar de ocurrir cosas?
ESOPO: ¡Ya te
digo! Resulta que, confiada por su ventaja y haciendo gala de una petulante
soberbia que jamás habríamos imaginado, ha decidido acostarse bajo un olmo y
echarse una reconfortante siesta, ¡menuda es la liebre!
PORFIRIO: ¡Es que es
íbera!
ESOPO: ¡Pues ahora es la pérfida quimera quien se
coloca en cabeza! ¡Mosquis! ¿Qué daimones es eso?
De entre los peñascos asoma una bestia
extraña, una suerte de perro mitad lobo, mitad zorro, mitad perro, mitad cartún;
conocido en las ignotas y bastas mesetas de Arizona como coyote (Carnivorous
Vulgaris). De detrás de su lomo se saca un lanzacohetes homologado de la
marca ACME y lo dispara sin contemplaciones. El proyectil ejecuta una parábola
brownoidea con doble tirabuzón y carpado horizontal, impactando de pleno en la
susodicha quimera y haciendo bum.
ZENÓN: ¡Bum!
PORFIRIO: ¡Por todos
mis aliños! ¡La ha dejado hecha un yogur!
ESOPO: ¡Ojo,
porque ahí regresa Heracles a paso raudo! ¡Parece que aún le queda algún recado
pendiente! ¡Sí, en efecto! ¡Alcanza sin despeinarse al jabalí de Erimanto y lo
decapita usando sus propios pulgares!
ZENÓN: ¡Qué pelazo!
PORFIRIO: La verdad es
que sí…
ESOPO: ¡Bueno,
bueno, bueno! ¡No nos distraigamos ahora, los contendientes se aproximan al
último tramo del dólico, el decisorio! ¡Sortear el despeñadero del Afrodiso! Una
insondable garganta más profunda que el mismo Hades, aunque también menos
interesante, por no ser más que un boquete en el hueco de un hoyo en un
agujero.
ZENÓN: Eso es así.
ESOPO: ¡El dodo
llega primero, perseguido por el coyote, sacude sus ridículas alitas y…! ¡Sí! ¡Parece
que, después todo, vuela! ¡Por detrás, el coyote, galopa varios metros por el
vano hasta que repara en que está incumpliendo, como poco, diecisiete leyes de
la física gravitacional newtoniana, muestra un letrero que reza “Oh-oh”, y cae,
cae, cae al abismo dejando tras de sí la caricatura de un chistoso nimbo de
pantomima con su figura!
PORFIRIO: Y no se supo
más.
ESOPO: ¡Atención
ahora porque ahí llega el cinocéfalo papión! ¡Se prepara para el salto y…! ¡Por
Zeus! ¡El semisimio infla una especie de vejiga natatoria monstruosa en su
abdomen y cruza flotando! ¡Lo veo y no lo creo!
ZENÓN: ¡Joder, qué
ascazo!
ESOPO: ¡Y así, sin
más, alcanza al dodo en pleno planeo y lo devora de una dentellada certera!
¿¡Pero qué!? ¡El peso del dodo en los mondongos provoca que el papión también
se precipite al fondo de la fosa! ¡Qué final!
PORFIRIO: Ya sólo
quedan la liebre y la tortuga…
ESOPO: ¡Justamente! Pero eso, como bien dijera Heráclito al meter los pies en el río, es otra historia.
CORO: Y tal que así fue como el
célebre dólico de los aqueos llegó a su terminación como la misma vida; dejando
un majestuoso reguero de sangre y ni un solo vencedor. El quelonio, sin
embargo, prosiguió con su periplo a paso lento y desacompasado; y por ello
imploramos a las musas que sean inspiradoras de este canto (que prometemos será
el ultimisimísimo). Anduvo dilatados días a través del Ática, Beocia y Tesalia,
y entre medias el dorado Apolo le afanó al bueno de Helios su esplendoroso
carromato. Cruzó Macedonia entera y buena parte de la Tracia, y siguió, y
siguió con eternizada parsimonia y se llegó después de eso hasta las lejanas
tierras de Polonia, donde fue vilmente capturado por las broncíneas y
oropeladas garras de un pajarraco de Estínfalo perverso y hitchcockiano. Este
se lo fue a llevar por los aires de Céfiro, desvolando el camino practicado
rumbo sur y doblando hacia occidente, pasando por la anhelada Ítaca donde
Penélope tejía que te tejía una bufanda requetelarga para el rey Laertes.
Atajaron por el mar jónico, que nada, pero nada, tiene que ver con los jonios, y,
en una tierna mañana, alcanzaron por fin la trigonal y humeante ínsula de
Sikelia. De esto que al avechucho de plumas de oro peladas le aguza un hambre
atroz, y otea desde lo alto en busca de una buena piedra, aunque no fuera precisamente
preciosa, contra la que arrojar su presa, destrozar el cascarón, y así dar
comienzo a tal banquete. Y resultó que por allí mismo pasaba, en rutinario
pindongueo matutino, un viejo carcamal eleusino y de reluciente cocorota,
conocido en sus tiempos entre los hombres por el humilde y sobrevalorado antropónimo
de Esquilo. Sucedió en un pliki, y de esto no hubo testigo alguno, que el
quelonio, libertado por fin de las garras de su volante captor, fue a
estrellarse de canto contra el cráneo del dramaturgo, resultando del todo
incólume, pero dejando a este último metamorfoseado en una auténtica ruina
minoica y perfectamente difunto, consumándose así el vaticinio profetizado por
la Pitia allá en Delfos un puñado de años atrás. Después de esto, el tortugo se
fue por ancas a paso sanguinolento y concluyó sus días quizá por Cabo Verde, o
Madagascar, por ahí o por cualquier otro archipiélago similar de clima tropical
y habla portuguesa. Heracles, sin en cambio, dio muerte al pájaro con otra de sus
puntiagudas flechas y le llevó los despojos desplumados a su adorado Euristeo a
la sombra de las pétreas columnas de la Argólida, que le obsequió con un amablemente
con un cálido besito. Y ya como epílogo hay que decir que la altanera liebre
jamás nunca volvió a despertar, y que cuando cayó el invierno se murió de frío.
31.1.22
Phábula de Esquilo y Quelonio | canto decisorio: El asunto quelonio (Parte I)
Una, dos, tres
figuras antropomórficas ocupan asiento en una de las sofisticadas cabinas de
retransmisión de la emisora Apólogo ΦΜ, de la radio aquea.
La primera, canija y
enclenque como un rapaz, pero con cierta aura senil, corresponde al cadáver
redivivo de Esopo, célebre fabulista de la Tracia septentrional o de por ahí; y
representará el papel de locutor y de eidolon de las Panateneas pasadas
por exigencias del guion y sin ánimo de lucro.
Esopo ordena unos
papiros frente a sí, carraspea con profesionalidad y medita unos instantes
hasta que en la cabina se enciende un letrero luminoso que pone: “EN EL
ÁPEIRON”. Y, con una pegadiza sintonía de siringa en tres yambos, da comienzo el
programa.
ESOPO: ¡Kalimera, ciudadanos, metecos, mujeres y esclavos!
Les habla Esopo, recién regresado del Hades en carne y seso. Hoy nos hemos
venido a Patras para relatarles el decadente y no menos depravado Derby de
Acaya, donde una caterva de bestias, alimañas y zoones se enfrentarán en un
dólico de diecisiete estadios, diecisiete, nada menos, del que solo resultará
un único e indivisible campeón que se lleve por trofeo esta fantástica corona
de acebuche. Me acompaña en esta retransmisión el filósofo Zenón de Elea,
discípulo de Parménides, tildado por el mismísimo Platón como “alto, rubio,
bello a la mirada y desde luego bien parecido”, todo un bellezón, que nos
brindará sus comentarios en cuanto a los aspectos técnicos de la carrera. ¡Kalimera,
guaperas!
ZENÓN: ¡Kalimera,
Esopo! ¡Es un placer infinitesimal estar aquí!
ESOPO: También
contamos con la colaboración de Porfirio de Tiro, filovegano libanés devorador
de hummus, que viene desde un futuro remoto e indeterminado, como una suerte de
proyección anticipada, para iluminarnos con sus sapiencias zoológicas y
taxonómicos, y para hacer que nos replanteemos los fundamentos básicos de
nuestra dieta. ¡Kalimera, Porfirio!
PORFIRIO: ¡Kalimera,
pretéritos! ¡Besos de lamprea para todos!
ESOPO: Pues bien,
ahora que ya nos conocemos todos, pasemos a presentar a los contingentes: En
primer lugar, partiendo como favorita y vencedora indiscutible en los últimos
Juegos del Peloponeso, tenemos a la Cierva de Cerinea, la de dorada cornamenta
y pezuñas de bronce, más fugaz que las centellas del mismísimo Zeus; cuando
terminen de pestañear andará ya por las estepas de los sármatas. Luego; desde
la vecina Arcadia viene el Jabalí de Erimanto, todo un portento físico,
metafísico y porcino, que, si bien no destaca especialmente por su velocidad,
sin duda presentará batalla por su descomunal tamaño y resistencia. ¡Qué buen
paté se hace en Erimanto! ¿Verdad, Zenón?
ZENÓN: El mejor; me
se cae la baba.
PORFIRIO: ¡Bárbaros!
ESOPO: Continuamos
con el resbaloso hipocampo, un híbrido entre caballo y cosa marina; tal vez la
ausencia de cuartos traseros le impida competir por los primeros puestos, pero
seguramente nos sorprenda en el tramo que atraviesa las pegajosas aguas del río
Glafkos. veremos. Luego, desde Lidia nos viene un ofiotauro; este majestuoso
toro con rabo de serpiente posee la envidiable habilidad de pacer, rumiar y
defecar, todo al mismo tiempo.
ZENÓN: Además, si
me permites la interrupción, diré que los filetes de ofiotauro son los más
sabrosos y saludables por contener el triple de grasas saturadas que los del
uro común y corriente.
Porfirio profiere una
expresión malsonante y del todo grosera que, evidentemente, es censurada con un
toque de siringa.
ESOPO: Cierto,
Zenón, los filetes, chuletas y entrecotes del ofiotauro son de lo mejorcito. ¿Y
qué más tenemos?
ZENÓN: Pues desde
aquí puedo adivinar la figura de un catoblepas cimarrón de lo más exótico. Si
no me equivoco, viene desde la lejana Etiopía y es un combinado de vaca frisona
con cabeza de puerco. La carne de este bicho no es mala del todo, diría yo,
pero por lo que realmente es valorado es, definitivamente, por su leche, sobre
todo para la industria quesera.
ESOPO: Efectivamente.
Lástima que este espécimen sea macho, hace años que no pruebo el queso de
catoblepas semicurado.
ZENÓN: No te creas;
el queso de los machos es incluso mejor, tiene como más cuerpo, aunque se pega
un poco al paladar.
ESOPO: ¿Y qué son
esas terribles criaturas?
ZENÓN: ¡Oh, más
cruces aberrantes y mestizajes! Esa de ahí es la quimera, mírala; ¡Qué
horrible! Cuerpo de cabra, cola de serpiente, tetas de burra, uñas de señora,
cabeza de león, otra cabeza de otra cabra, otra cabeza de la serpiente de
antes… sin duda fruto de los orgiones celebrados en el Arca. Un adefesio. Y ahí
está su hija, la esfinge; más o menos lo mismo, pero con el pálido rostro de
una moza y un ocho por ciento más de inteligencia. No sé a ti, Porfirio, pero a
mí me pone.
PORFIRIO: De verdad, no
entiendo qué mierda os pasa en el hipotálamo.
ESOPO: Pues sigue
tú, listo.
PORFIRIO: ¿Qué toca?
ESOPO: La
mantícora.
PORFIRIO: ¡Ahí está, la
mantícora enana! Esta criatura, para nada comestible, es otra preciosa
mezcolanza con cuerpo de león, facha de abogado soltero y metasoma de escorpión
lanudo terminada en un formidable aguijón venenoso. Que no nos engañe su
risible tamaño; la toxina psicotropical que expele su extremo trasero podría
tumbar al Kraken de Argos y a Cthulhu durante toda la hora de la siesta.
ZENÓN: Pues parece
una ardilla.
ESOPO: Pero fea,
eh.
ZENÓN: Feísima.
PORFIRIO: Dejando
aparte las cuestiones estéticas, a mí me parece una cucada. Y hablando de
monerías, mirad eso. Recién llegado de allende los océanos, ¡el último dodo de
Mauricio!
ESOPO: ¡Hostia
puta!
ZENÓN: ¿Pero qué
coño es eso?
PORFIRIO: Básicamente
es como un gallipavo, pero sin moco.
ESOPO: ¡Qué exótico!
ZENÓN: ¡Y qué pechugas!
PORFIRIO: Y dale.
ESOPO: Bueno, ¿y
qué más, qué más, qué más?
PORFIRIO: Un auténtico
despropósito de la naturaleza; ¡el cinocéfalo papión! Menos cino que
hidrocéfalo y menos inteligente. La agresividad congénita de este daimón
monopiteco, patán y pulgoso, no conoce límites ni periferias; con solo uno de
estos en la competición ya podríamos afirmar con total certeza que el
derramamiento de sangre durante el transcurso de la carrera está completa e
irremediablemente asegurado.
ZENÓN: Más nos
vale.
ESOPO: ¡Muy bien,
pues esos son los contrincantes! Además, me complace anunciar a dos invitados
de mi propia cosecha que también participarán como aspirantes amateur; ¡La
liebre y la tortuga! Que son una liebre normal y estereotipada, y una tortuga
igualmente estándar y aburrida. ¿Qué opinas de la parrilla, Zenón?
ZENÓN: No está mal,
pero yo soy más de cuchara.
PORFIRIO: Se refiere a
la carrera, imbécil.
ZENÓN: ¡Ah! Pues,
sinceramente pienso que jamás llegarán a la meta.
ESOPO: Explícate.
ZENÓN: Es muy
sencillísimo; este dólico cubre un trecho de diecisiete estadios, diecisiete, y
para llegar al final deberán alcanzar la mitad de dicha distancia. Para ello,
han de recorrer previamente una cuarta parte de esta, y antes incluso la
octava, dieciseisava, y así. Si podemos dividir el trayecto en infinitas
partes, nunca terminarán por alcanzar el término.
ESOPO: Bueno,
tiene sentido. ¿Y tú, Porfirio?
PORFIRIO: Yo creo que
no me comería a ninguna de estas criaturas rampantes, y este será casi con
total seguridad mi mejor aporte esta narración.
ESOPO: Bien, bien,
bien. Pues dicho queda. Hagamos ahora una brevísima pausa publicitaria y
volvemos en unos instantes. No se vayan.
13.9.21
Jinetes en el páramo.
Hace como
una milenta de años, en la yerma estepa mongólica, una esplendorosa caravana se
llega a paso campanudo y no poco pomposo al tosco asentamiento de Karakórum,
recientemente establecido como campamento permanente por el mismísimo Gengis
Kan como base capital para su vasto imperio aún en ciernes.
A la
cabeza de la comitiva viene Xuan, emisario del Imperio tangut, vestido a la
moda china con un pijama Hanfu muy colorido y abigarrado, ornamentado con
guirnaldas y cascabeles y con una trencita de lo más graciosa saliéndole de la
cocorota. Su séquito iba más o menos por el estilo, pero un tanto más sobrio y
menos ilustre, tratando de disimular la insoportable sed que les acuciaba tras
una fastidiosa marcha por el Gobi.
Sale
a recibirles un jinete mongol con cara de no haber tenido un solo amigo en toda
su vida, escoltado por dos Mangudai, uno a cada lado, armados con sendos arcos
compuestos.
—¡Saludos!
—saluda Xuan, con un agudo tembleque en la voz. El jinete mongol responde con
un gruñido gutural.
—Mi
nombre es Xuan —continuó Xuan—, emisario del fabuloso y fantástico Imperio
tangut. Vengo aquí desde lejanas tierras allende el desierto para presentar mis
más sinceros respetos a vuestro Kan en nombre de mi honorable nación, y también
para hacerle entrega de este juego de porcelana nuevecito y a estrenar como
obsequio y gesto de buena voluntad —tosió un poco, tapándose la boca con la
manga del pijama—. Bueno, y, ejem, para que no arrase nuestros dominios y tal.
El
jinete mongol hace una seña con la cabeza a uno de sus compinches y este sale a
trote hacia una de las yurtas, la más pequeña y andrajosa de Karakórum. Vuelve
al rato, tras un silencio de lo más incómodo, acompañado por un venerable
anciano con pintas de monje tibetano que se apoya en un bastón de palo y que
calza en el lomo una chepa muy, pero que muy parabólica.
—¡Wololó,
forasteros! —saludó el monje (así saludaban los monjes por aquel entonces)—. Mi
nombre es Pinipong, y haré las veces de humilde intérprete durante vuestra
estancia en Karakórum. Sean bienvenidos —hizo una leve reverencia con la cabeza
y el espantoso crujido de varias de sus vértebras hizo que unos cuantos cuervos
levantaran el vuelo—. Adelante, pasen a la yurta de invitados y descansen un
poco. Ahora mismo les agasajaré con un poco de té de matojo.
Xuan
y compañía se apretujaron como bien pudieron en la angosta yurta y aprovecharon
para descalzarse las sandalias de sus doloridos y diminutos pies. Enseguida apareció
Pinipong con el apestoso té y lo sorbieron a regañadientes y quemándose los
labios.
—¿Y
bien? —dijo entonces Pinipong— ¿Qué les trae por esta estepa, si se puede
saber?
—Pues
lo típico —masculló Xuan, con la lengua abrasada—, movidas diplomáticas y todo
ese rollo. Venimos a charlar con vuestro líder, Gengis Kan, ya sabes, para que
no se nos lleve por delante con su horda y nos parta al medio.
—Ya
veo —dijo Pinipong—. Pues me temo que el Gran Kan no podrá recibirles por el
momento. Justo ayer marchó a Samarcanda a luchar contra los jorezmitas, esos
mamelucos del demonio, y supongo que tardará un rato en regresar.
—Vaya
—respondió Xuan—, pues sí que es una jodienda.
—Y
tanto que sí —sentenció Pinipong.
—¿Entonces?
—preguntó Xuan, contrariado.
—Pues
podéis volver por donde habéis venido, y, si tal, regresáis para el otoño o así
—dijo Pinipong—. A ver si tenéis mejor fortuna.
—Pero
no podemos marcharnos así, sin más —protestó Xuan—, venimos francamente
agotados y apenas sin provisiones —un par de lágrimas resecas manaron de sus
rasgados ojos—. ¿No podríais convidarnos, aunque sea, a una pequeña merendola
antes de que emprendamos la marcha a Yinchuan?
—Tampoco
nosotros tenemos gran cosa —contestó Pinipong—. Como ya os dije, el Gran Kan
partió ayer con su horda; y se llevó consigo todos los víveres.
—¡Qué
jodienda! —se quejó Xuan.
—Pero
se me ocurre una cosa —dijo Pinipong.
—¿Qué
cosa? —preguntó Xuan.
—Podemos
escribir a Yami-Yam, y encargar algo de picoteo —aclaró el monje.
—¿Yami-qué?
—Yami-Yam
—reiteró Pinipong—. El servicio de comida a domicilio más eficiente del mundo
mundial. Verás, aquí en Mongolia contamos con un sistema postal de lo más
práctico. Una ruta de correos que atraviesa toda la estepa y que consiste en un
ciento de estaciones de repostaje y relevo de los mensajeros, una larga, larga,
larga cadena desde el lago Baljash hasta el mojado mar oriental. Nuestros
jinetes son capaces de cubrir toda la anchura del territorio en apenas unos
días, si es que no les alcanza un rayo por el camino —explicó—. Podríamos pedir
la manduca al mismo macizo de Altái y tenerla aquí en un periquete. Solo hace
falta contar con palomas mensajeras para encargar los pedidos.
—¿Mensajeras?
—No,
no te ensajero.
—¡Pues
no se hable más! —exclamó Xuan agitando los brazos y haciendo tintinear cuantos
cascabeles colgaban de sus ropajes— ¡Pidamos, pero tal que ya mismo, un auténtico
banquete! ¡Arroz tres delicias! ¡Pollo Kung Pao! ¡Cerdo agridulce! ¡Pato a la
pekinesa! ¡Un tonel de ramen! ¡Y rollitos de primavera para todos!
El
séquito al completo hizo una ovación exageradísima y salivaron como salivan los
salivanes.
—¡Hurra,
hurra, hurra! —vitorearon todos, excepto uno, que estaba afónico y además era
mudo.
—No
tan rápido —apaciguó Pinipong—. Aquí no tenemos nada de eso —y le alcanzó a
Xuan un mustio folleto de menú escrito con letras raras—. En Mongolia tenemos
únicamente dos tipos de platos; los blancos, que son queso o yogur de yegua, y
los marrones, que básicamente son salchichas de caballo con salsa de caballo y
sin patatas. Y de beber, airag.
—¿Y
eso es…? —inquirió Xuan.
—Leche
de yegua fermentadísima —respondió el otro.
Los
tangutos se aguantaron una arcada colectiva, tratando de disimular el asco
diplomáticamente, y, al poco, aceptaron aun reacios.
Y
así fue que el monje Pinipong agarró una de las palomas mensajeras, ató la
comanda a una de sus mutiladas patas y, sin más preámbulos ni ceremonias ni
nada de nada, la arrojó de cuajo a los vientos de la estepa.
* * *
Al
oeste, en el Altái, crecía y vivía un joven mongoloide llamado Glovuyín.
Glovuyín se ganaba el parné pastoreando los rebaños de su tribu, cazando alguna
que otra liebre despistada que le pudiera salir al paso, y también haciendo las
veces de correo de la Yam cuando llegaba algún recado.
Pero
aquella mañana, aquella fría mañana de agosto, Glovuyín no tenía más tarea que
vigilar que las ovejas, las cuatro ovejas y media que aún les quedaban tras los
ataques de la jauría del temible lobo Ornlu, no se fueran demasiado lejos del
campamento. Así que se tumbó en una ladera cercana y se lio un tremendo canuto
de cardo uzbekistaní para pasar el día.
Apenas había pegado dos largas caladas humeantes
cuando advirtió que su mamá, Qulan, la de los fornidos muslos, le hacía gestos
y ademanes con los brazos desde la lontananza.
—¡Glovuyín!
—oyó que le gritaba.
—¿Qué?
—aulló Glovuyín.
—¡Baja
aquí! —vociferó Qulan.
—¡Ahora
después! —regateó Glovuyín.
—¡Como
no bajes ahora mismo te arranco la cabeza!
Glovuyín
corrió a toda prisa colina abajo temiendo de veras por su integridad física y
se encontró con su mamá Qulan esperándole con un papelajo en la mano gruesa, la
de los tortazos.
—¿Eso
qué es lo que es? —preguntó Glovuyín, hiperventilado.
—Pedido
de la Yami-Yam —aclaró Qulan, entregándole la comanda—, agarra un penco y sal
para Karakórum cagando hostias.
—¿¡Karakórum!?
—exclamó Glovuyín— ¡Pero si eso está a tomar por el mismo culo! ¡Además, todos
los jinetes de la Yam están en la horda del tío Gengis, allá por Jorasmia!
¡Tendría que hacer todo el trayecto yo solito!
—¡Mal
rayo te parta como no marches para allá tal que ya mismo! —amenazó Qulan, y
ambos esbozaron una mueca de pavor en sus rasgados párpados, mirando al cielo.
Por todos es bien conocido que lo único que acobarda, amilana y, en paráfrasis,
acojona a los mongoles es un buen relámpago certero y fulminante.
—¡Vale,
vale! —accedió Glovuyín—, pero al menos dime qué pone en este papelucho; yo no
sé leer.
—¡Ni
yo, pedazo de idiota! —le propina un coscorrón en la chola con la mano gruesa—,
¡Tú lleva un puñado de todo y regresas con lo que sobre!
—¡Está
bien, está bien! —dijo Glovuyín, rascándose el cacumen.
Glovuyín
llenó su ambarina mochila cúbica con salchichas rancias, queso pestoso y algo
de airag maloliente y a medio cuajar, se encaramó a horcajadas de su viejo
jamelgo, al que nunca se les ocurrió ponerle nombre alguno, y partió raudo como
una diarrea hacia el oriente.
Galopaba
Glovuyín por la llanura, y el galopar del viejo jamelgo resonaba bajo su
trasero como las dos mitades de un mismo coco chocando entre sí. Galopaba
Glovuyín por la planicie, mecido por el vaivén de la marcha en allegro ma
non tropo. Galopaba Glovuyín por los vastos eriales de Mongolia, con la
mirada fija en el remoto horizonte y sin pensar en apenas nada.
Y,
antes de darse cuenta siquiera, Glovuyín se durmió a las riendas.
Días
después, despertóse Glovuyín con un espantoso y acre regusto a cardo en la boca
pastosa y con la triste novedad de que el viejo jamelgo había muerto entre sus
piernas, quizás de agotamiento, o tal vez de sed, o incluso de viejo; no se
podía saber. Mientras tanto, un cuervo de plumas negras se daba un estupendo
festín con sus ojos.
—¡Mosquis!
—se dijo Glovuyín, mirando alrededor, donde solo había inconmensurable estepa
llena de distancia. Un auténtico secarral infame y baldío en todas direcciones.
La extensión por antonomasia en el mismísimo medio de la nada. Un océano de
suelo.
Y
así, con una refulgencia cegadora, un rayo certero y fulminante venido de los
cielos impactó de lleno en el cráneo de Glovuyín, convirtiéndolo en difunto
antes de poder siquiera escuchar el propio trueno.
* * *
Para aquel
entonces, Xuan y su comparsa ya se habían hartado de esperar por el almuerzo y,
tomando eso mismo como una grave ofensa interimperial y mayúsculo agravio,
habían vuelto a Yinchuan con los mondongos vacíos y huecos y lanzando toda
clase de improperios y borborigmos.
A su regreso, el emperador de turno, informado de dichas vicisitudes y considerando tal afrenta, decidió declarar la guerra a los mongoles con carácter retroactivo e inmediato. Guerra que, por supuestísimo, finalmente perdieron al lustro; y el imperio Tangut fue arrasado de una vez por todas, desapareciendo para siempre, siempre, siempre.
2.9.21
Cuentos de la taberna del Cuervo Blanco: Retales modernos.
Corre el tristísimo
año de Nuestro Señor de 1812 en la encapotada aldea de Chesterfield, en el
condado de Derbyshire. Dos lugareños de horrorosa dentadura juegan al bridge en
el poco pomposo pub del pueblo, conocido por aquellos entonces como el Cuervo
Blanco, embriagados desde hace rato por los efluvios de la brown ale de la casa
y ataviados con sendas chaquetas de tweed desgastadas y andrajosas.
“¿Te has
enterado?”, dice el primero. “¿De lo qué?”, responde el otro, ajustándose un
bombín anacrónico para tratar de ocultar su incipiente calvorota. “De las
revueltas del otro día en Nottingham”. “Ah, pues ni papa. ¿Qué pasó?”. “Al
parecer unos exaltados reventaron los telares mecánicos de la textilería local
y redujeron la factoría a escombros. No sin antes destrozarle la jeta al patrón
a base de patazos y puñetadas tras una deliciosa sesión de la vieja
ultraviolencia”. “Vaya”, dice el disminuido capilar, “Desde luego que no se
andan con mindundeces en Nottingham”. “Y tanto que no”. “¿Y eso debido a?”,
cuestiona el alopécico. “Pues que dicen que esos cacharros del demonio les
están quitando el curro. Que antes sí, la brega era más chunga y tal, más
farragosa, pero claro, por lo menos tenían trabajo. Aunque estuvieran doblando
el lomo de sol a sol (me refiero a esa exótica cosa pálida que se adivina tras
los nubarrones) podían, como poco, alimentar a sus familias, y en cambio ahora
más de la mitad del pueblo se aburre de lo lindo y fenece de apetito. Vamos,
que ni tanto, ni tan calvo”. “¡Qué me vas a contar!”.
Ambos
beben de sus pintas y otro dipsoda al fondo de la tasca comienza a canturrear: “En
la bella ciudad de Dublín, las muchachas hermosas son como un jazmín…”,
pero un eructo inmundo seguido del tradicional vómito termina con el lamentable
espectáculo antes incluso de que nadie llegara a protestar por la nefasta
entonación.
“Hazte así”, dice el calvo.
“¿Así, cómo?”, pregunta el otro. “Tienes el mostacho lleno de espuma”. “Me la
guardo para el final”. “Tipo listo”. Y vuelven a beber.
“Pero aún no te he contado lo
mejor”, dice el del bigote. “Cuenta, cuenta”, apremia el otro. “Pues, mira”,
saca un recorte de The Sun del mohíno bolsillo de su chaqueta de tweed y
lo menea ante la mirada estrábica del calvo. “No sé leer”, dice éste, lánguido.
“Yo tampoco”, contesta el otro, “Pero el chaval de las gacetas me lo leyó a
cambio de dos peniques y me contó que más o menos pone algo tal que así”, y
empieza a recitar:
«(…) Tras los
terribles sucesos acontecidos en la irrevocablemente nublada Nottingham la
pasada madrugada, a esta misma redacción nos llegan reportes que apuntan a un
agente provocador de los mismos. Al parecer, un tal Ned Ludd, pronunciado Ned
Ludd, autoproclamado capitán del insurgente Ejército de Justicieros, es el
instigador de tales viles actos de destrucción de la propiedad privadísima de
Sir John Johnson, dedicada a la lana lanosa y a derivados de diversas urdimbres;
ahora, por descontado, en la ruina más ruinosa. Resulta que, el mismo Ned Ludd,
un bastardo maleante, subversivo e insubordinado, acezó a sus secuaces a
desmantelar las maquinarias factoriales como respuesta a lo que estos macarras
bolcheviques y bolivarianos consideran como una usurpación tácita e inmoral del
esfuerzo proletario y, por consiguiente, y también por extensión, del beneficio
natural del fruto del mismo. Charadas, desde luego, para la época que nos
atañe, en plena expansión industrial y tal, y contrarias a esta por definición,
vaya. Cabe resaltar las epístolas amenazadoras y perversas que anticipaban tan
lamentable actuación por parte del vulgo, en las que se exigía al divino-divino
Sir John Johnson que se desprendiera de su preciosa y bien cara maquinaria
antes de que, no solo la mano de obra, sino el cuerpo de obra por entero,
tomara represalias; advirtiendo incluso de que no se contentarían únicamente
con cobrarse propiamente el desbarajuste de los aparatos pertinentes, sino que
también se llevarían por delante, por detrás, y por el mismo medio a la
descendencia y equipolencia del tal Sir John Johnson con cuantas armas blancas,
arrojadizas y punzantes fueran necesarias. Deja su rúbrica este tal Ludd, bajo
el amparo y salvaguarda de la gentuza de su calaña, con remitente en el
frondoso y no menos célebre bosque de Sherwood, lugar en el que, en estos
instantes, una somanta de patrulleros orquestados por el mismísimo sheriff del
condado de Nottinghamshire trata de darle caza».
“¡Pamplinas!”,
dice entonces un viejo del que, sinceramente, el humilde narrador que esto
relata no se había ni pispado. El viejo es un viejo inglés y estándar, común y
corriente. Y lleva una larga barba blanca, pero no tan larga, y manchada de
ocre nicotinesco a la altura del alto labio, y también calza una andrajosa
chaqueta de tweed y un bombín decimoctávico. Pues eso, el viejales dice:
“¡Pamplinas!”, y eructa birra ale, “Yo conocí (hipo) conocí (hipo)
conocí (hipo) a ese tal Ned Ludd y ni de coña (hipo), vamos, que
ni de coña digo se refieren (hipo) al mismo Ludlam que yo conocí
(hip-hip-hipo)”.
Y, sin que
nadie le preguntara nada de nada, comenzó su relato, esta vez ya sin hipo y con
inusitada sobriedad:
«Galopaba por
San Jorge el año de 1779, hace como treinta y pico de años, y una serie de procesos
y cambios económicos, estructurales, industriales y blablablá acechaban apremiantes
como pegajosos tentáculos invisibles e inminentes a la sociedad británica y no
menos pecaminosa del momento. El vapor que antes no servía para nada de nada
empezaba a mover ferrocarriles enteros y empezó a salirnos pelo donde antes no
lo había.
ȃramos
felices antes todo aquello. Bueno, digo felices y me vais a permitir semejante
término, pues todos sabemos que la felicidad no sería patentada hasta
que Mr. Pemberton sintetizara la Coca-Cola allá en Atlanta en la aún no
celebrada añada de 1886. Éramos felices, digo, cultivando lo que fuera y
tuviera forma de semilla o similar, y mezclando lo que quisiera que brotara con
gachas y pastaza de pantano. ¿Qué más puede pedir un hombre, pensábamos, más
que alimentarse del producto de su esfuerzo regado con el sudor de su frente
despoblada?
»Entonces,
tú verás, llegaron Watts y Kay, y hasta el puto Mr. Hargreaves con sus
voluptuosos ingenios y artefactos y nos vimos de pronto llenos de grasa y
hollín y betún y reducidos a la escoria del escombro chamuscado por el ruido de
las máquinas y una deformación profesionalizada. Una mierda.
»De
agasajar los campos con nuestras hoces esplendorosas pasamos a apretujar las oxidadas
tuercas y tornáculos de cachivaches que ni de coña comprendíamos.
»Y ahí
estaba el pobre-pobre Ned. Más tonto que un arenque. Calzando unos botines de
cartón y unos tirantes de felpa barata y sin sombrero. Ajustando las bielas,
manivelas, poleas y mecanismos de los cuales no conocía ni su nombre. Un poco
al tuntún, como todos, vaya. Pero aquello funcionaba. Y la máquina hacía
chú-chú soltando bataholas de vapor y del orificio salían requetesalían
suéteres y jerséis de Jersey a tercios pelados y sin sonrisa».
El viejo
vomita un poquito. Sigue:
«La cosa es
que Neddy era un poco burro, ya sabéis, en todos los sentidos y acepciones del
vocablo, incluso en su certera traducción. Y, pues eso, que en un momento dado
por la Divina Providencia o vete tú a saber por qué coño o yo qué hostias sé
por qué, estornudó o hizo una especie de aspaviento raro, como alguien que se
va a cagar encima sin remedio y, para tratar de evitarlo, se mete un dedo en el
ojo propio sin necesidad alguna, y, pues tal que así, una palanca se desplazó
cuando no debía, un botón fue pulsado en el instante menos oportuno, un comando
fue programado en parámetros incongruentes en sí mismos con un código
indescifrable hasta para el desindescifrador que se desenfibrile, y todo el
armatroste mecanicoso se fue a la mierda en un periquete dejando no más que una
nube de humo alrededor y un insondable cráter en el suelo, manchándolo todo».
El viejo
eructa, el calvo pota, el del bigote está dormido, el dipsoda pelicorinto clama
trompa por Molly Malone y el tabernero anónimo yace muerto sobre la barra con
un vidrio roto incrustado en el gaznate y ensuciando de escarlata sangre su
camisa y el resto demás. Todos con su chaqueta de tweed impoluta y sucia, a la
mismísima hora del té.
“Y nada”,
sigue el viejo, “Eso fue lo que pasó. ¿A qué venía esto?” Y soltó un hipido
incólume.