De todos los jodidos alemanes que nos podrían haber capturado, tuvo que ser él, Erik Nachbarschaft, no conocía su rango, imagino que sería oficial. El caso es que, antes de unirse a la Gestapo, trabajó con mi padre en la gestoría de la calle Versteken. Nunca soportó que mi padre pudiese tener un buen sueldo siendo judío, y, ahora que estaba muerto, el blanco de su odio era yo, su objetivo, su presa. Llevaba ya tiempo buscándome y por fin me tenía.
No me hubiera importado haber muerto esa misma mañana, de pie como estaba y con la cabeza alta mirando a los ojos de aquel nazi de mierda. No me hubiera importado si ella estuviese a salvo. Era una muchacha a la que conocía de vista desde que era pequeño, nunca había hablado con ella hasta que nos encontramos guarecidos de la lluvia en un sucio callejón después de que la guerra empezase y nuestras familias murieran. Ella no era judía, era de ascendencia checoslovaca, y su padre había protagonizado alguna tímida campaña en contra del partido y lo habían fusilado. Desde el día que nos encontramos no nos habíamos separado y, para mí, era la única persona del mundo.
-Por fin te he dado caza, Pavel, es una lástima que esto se termine ya, porque podríamos habernos divertido un poco más con este juego.-dijo Nachbarschaft con una sonrisa alevosa en los labios.-Te voy a dar otra oportunidad.-continuó-Te voy a dejar escoger a quién de vosotros dos mato. Piénsalo bien, tienes un minuto.-y se puso a mirar su reloj impaciente-Si no has elegido para entonces os mato a los dos.
El miedo se apoderó de mi cuerpo. No podía moverme, y al mismo tiempo no paraba de temblar. No podía tampoco soportar la idea de que la matase delante de mí, pero no era capaz de pronunciar un “Mátame a mí” sabiendo que después de hacerlo casi con toda seguridad la mataría a ella.
El tiempo desapareció, y todo pasó muy deprisa y muy despacio, vi cómo su mano sacaba de la funda su Luger P08 y la levantaba apuntando a mi amada. Vi cómo su dedo iba apretando el gatillo y casi pude ver la trayectoria de la bala surcando el aire hasta su pecho. Su cuerpo recibió el impacto con un golpe seco y enseguida sus ojos se cerraron y perdió toda expresión de su rostro mientras se desplomaba en el suelo. Mis piernas por fin respondieron y corrí hacia ella. Me arrodillé y puse mi mejilla contra la suya, aún caliente, y la besé, le acaricié el pelo, y las manos, y… mis lágrimas parecían sólidas, como piedras brotándome de los ojos. Dolía. No era posible. No. Tanto tiempo y… no, no, no, ¡no!
-Te daré un par de horas para que te despidas y salgas corriendo.-Me espetó Nachbarschaft-Después continuará la cacería.
Quise matarle ahí mismo con mis manos, pero no podía hacer nada contra rifles y pistolas de varios hombres sedientos de sangre. Se alejaron unos cuantos metros y me dejaron solo bajo el cielo gris. Después de un rato con el cuerpo inerte de Helena entre mis brazos, noté que respiraba, pero sólo era un engaño de mi mente… no, espera, ¿respira de verdad? Miré su rostro y ahí estaban, sus ojos, su sonrisa, me susurró que mirase en su pecho. Le abrí el abrigo y lo vi. Era un milagro, la bala había quedado incrustada en el reloj de bolsillo de acero que llevaba colgado del cuello. Era lo único que le quedaba de su familia, y eso le había salvado… y eso me había salvado. Le dije entre dientes que no se moviese, mientras la levantaba del suelo y me la llevaba lejos de los soldados.
-¿Dónde vas con ella? ¿A aprovechar para un último revolcón antes de huir otra vez?-me gritaron entre carcajadas.
-A enterrarla como se merece.-contesté fríamente.
La alegría que tenía en el corazón en el momento en el que estuvimos fuera del campo de visión de los soldados y nos marchamos corriendo de la mano hizo que me olvidase de los pájaros de metal que volaban sobre nuestras cabezas defecando bolas de fuego y muerte, hizo que me olvidase de todos mis amigos y familiares torturados y aniquilados, de todas las personas a las que había visto morir en los últimos meses. La había perdido y era otra vez mía. Todo había empezado de nuevo, y ya no nos iban a encontrar.
Fotografía: Danny Louwet |
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