Tengo que practicar la retención de información en la
memoria, y con ello me refiero a recordar por la noche no sólo lo que hice
durante el día, sino mis pensamientos en cada momento.
Por ejemplo, y sin ir más lejos, hoy me desperté a eso de
las ocho de la mañana, un par de horas antes de lo que marcaba mi despertador,
es normal, pasé un buen fin de semana y me noto descansado. Lo primero que
recuerdo haber pensado fue en que aún estaba oscuro y que podría volver a
dormirme sin problema, pero no hubo manera… se proyectaron en mi cabeza
fotogramas de la clásica película que nos imaginamos y que es algo así como un
sueño despierto, pero no conseguía concentrarme, así que decidí hacer algo, y
ese algo fue ponerme un capítulo de Los
Soprano, concretamente el cuarto de la sexta temporada, seguramente me
daría tiempo a verlo y después apurar los tres capítulos que aún me restan para
terminar de leer El guardián entre el
centeno. El episodio de Los Soprano cumplió
mis expectativas, incluso me gustaron las observaciones de un viejo con cáncer
de laringe vecino de habitación de Tony acerca de la universidad del propio
Universo, la negación de la dualidad, los dos boxeadores son lo mismo, dos
tornados en realidad son uno sólo, todo es todo. Me levanté una vez hubo
terminado y fui a la cocina a tomar algo de desayuno, me llamó la atención que
uno de mis compañeros de piso no estuviese en su cuarto, pero pensé que quizá
se hubiera quedado dormido en el sofá. No estaba allí, fue entonces cuando caí
en la cuenta de que seguramente hubiese pasado la noche con su gumar. Saludé al gato Canelo, por las mañanas, cuando
estamos él y yo solos, es cuando de verdad me cae bien y me gusta tener un gato
en casa, ver como se despereza y se estira y todo eso, cogerle, auparle hasta
que queda a la altura de mi cara y mirarle a los ojos de cerca para preguntarle
qué tal la noche y luego dejarlo de nuevo en el sofá con sus sueños felinos aún
parpadeando entre sus bigotes. Me fui a la cocina, cogí una taza, el tetrabrik
medio vacío de leche –y digo medio vacío porque quedaban apenas un par de
tragos- y la caja de galletas de dinosaurus que me quitan quince años de
encima; volví a mi cuarto con todos los víveres y desayuné sin más compañía que
la música que sonaba en aquel momento, y las charlas vía facebook mediante ponemos ideas en común para un fanzine literario al que, a falta de un
nombre, yo llamo simplemente Pulp.
Cuando hube terminado mis seis galletas y mi taza de leche fría, me fui a la
ducha, no sin antes soltar a los prisioneros fecales mientras dibujaba un
colibrí en la pared junto al retrete. Como tenía tiempo de sobra, me tomé la
ducha con calma, incluso me senté mientras el agua caliente bañaba mi cuerpo,
no recuerdo muy bien lo que pensé entonces. Yo soy el típico que se pasa más de
diez minutos en la ducha pensando en sus cosas, inventando películas y todo
eso. Después de enjabonarme el pelo y el cuerpo mientras silbaba Singing in the rain, me sequé, me vestí
y fui a despertar a mis otros compañeros de morada. Mateo como siempre se
despertó fácil tras un par de toques a su puerta y verme asomar la cabeza por
el quicio, como siempre me preguntó la hora, las diez y media, contesté, aún
tienes tiempo de ducharte tranquilamente. Me di la vuelta y piqué la otra
puerta, la de Rafa, que no se despertó, me asomé como había hecho con Mateo y
empecé a gemir como en pleno acto sexual, la verdad es que tardó más de lo que
me esperaba en levantar la cabeza para ver qué pasaba, lo más seguro es que con
mis gemidos haya alimentado un sueño erótico… visto así me arrepiento de
haberlos hecho. Rafa me dijo que no iría a clase, que estaba cansado, le
pregunté que a qué hora se había acostado y me respondió que a las dos. Ocho horas
no está mal, le dije, anímate. Pero no hizo más que taparse la cabeza con la
manta, no insistí, Rafa no gusta de ir a clase. Comencé entonces a hablar con
Mateo, mientras se vestía, mientras bajábamos el ascensor… se notaba que aún
tenía sueño y que no tenía nada de qué hablar, pero yo ya llevaba casi tres
horas en pie, y necesitaba expresar mi felicidad matutina. Cuando salimos del
portal vimos que llovía y hacía algo de frío, yo estaba bien, pero Mateo no
llevaba más que una sudadera de chándal, le respondí a su mirada con una que
decía “vale, venga, sube a coger un chaquetón” y me quedé esperando en el
portal. Entró una señora mayor, la saludé, últimamente me gusta saludar a la
gente con la que me cruzo, no digo todo el mundo, pero sí los vecinos del portal,
el chófer del autobús y todo eso.
No almacené en mi memoria apenas nada del camino a clase,
supongo que por ser un acto de pura rutina en la que el cerebro se desconecta y
no tienes que pensar para saber qué camino tomar, simplemente caminas y caminas
y piensas en cualquier otra cosa. La clase pasó sin más, se pusieron a discutir
sobre los fallos de nuestra carrera y yo apenas presté atención, no me gusta
escuchar a la gente quejarse si no es por algo que merezca la pena, quiero
decir, está bien que se hable de los errores de algo para arreglarlos y todo
eso, pero no cuando parece que al que se está quejando de algo tan poco
importante le está yendo la vida en ello; justo ayer leí que Adam Smith dijo
que el que se toma todo a vida o muerte, muere muchas veces. Al final tuvimos
que redactar nuestras propias opiniones, lo hicimos bien, me gustó cómo nos
quedó, con lenguaje cultivado pero sin llegar a pretencioso, tampoco cayendo en
el enojo, simplemente exponiendo lo que se nos pedía. Terminamos rápido y nos
fuimos al Café Clandestino. Mucha gente nos mirará con ojos furtivos y
acusadores por pedir pintas de cerveza en vez de café o coca cola, pero, qué
demonios, ya pasa media hora del mediodía, demasiado tarde para desayunar,
demasiado pronto para irse a casa a comer, y nos apetece una cerveza o dos o
tres. Tampoco es que sea beber por beber, ojeé un poco El Norte de Castilla y el Marca,
además de adelantar capítulo y medio de El
guardián entre el centeno, aconsejé a Iñaki acerca de su dibujo, tal vez
deberías hacer estas ramas más rectas, le dije, o intenta resaltar la luna
borrando con la goma en vez de pintar su contorno con una gruesa línea
negra, estábamos de acuerdo. Hablamos un
poco de todo, salió en la conversación Mozart, Bukowski, Dylan, Salinger… pero
no penséis que era una conversación demasiado cultural, más bien de lo que
tardábamos en coger el sueño. Txutxi nos invitó a la última, la que cerraba el
segundo litro, Mateo iba cada rato al servicio, zarandeando su vaso a medio
vacío –y digo medio vacío porque quedaban apenas unos tragos- sin importarle si
derramaba algo o todo. Tal vez fuimos un poco más tarde a casa de lo que
teníamos pensado… serían las tres y media o así. Teníamos planeado hacernos
unos filetes de ternera asturiana de medio metro de diámetro que guardaba en la
nevera, pero decidimos comprar una barra de pan y hacernos sendos bocadillos de
cecina.
* * *
Vi otro capítulo de Los
Soprano y dormí una media hora de siesta, o quizá cuarenta minutos, tenía
mucho, mucho sueño, pero debía ir a clase de arte, ninguno de mis compañeros de
piso tiene esa clase, así que subiría con Iñaki, pero me dijo que hoy no iba a
ir (más tarde me enteré de que había quedado con una chavala), así que me
enfundé mis cascos y me lancé a la oscura y lluviosa tarde mientras me comía
dos mandarinas. Aquí ya tengo los recuerdos más recientes, recuerdo haber
pasado bajo el acueducto pensando en una fotografía que me tomó mi padre junto
a mi madre en el mismo sitio y en una tarde similar, apreciándose un haz de luz
pasando entre los arcos y la fina lluvia que parece niebla, no sé explicarlo
bien, pero creaba un efecto bastante tétrico y precioso. Después pensé que me
encantaba el humo del puesto de castañas. Subiendo las escaleras de la plaza de
Medina del Campo se me cayeron las llaves de la mochila, pues la llevaba
abierta, pero un tío de mi clase que también estaba subiendo me avisó y me las
recogió, gracias. Entré en clase tal vez dos minutos tarde, la vi muy llena y
me pareció que el sitio donde me siento siempre estaba ocupado, pero estaba
libre así que recorrí el pasillo y me senté en mi tercera fila, pegado a la
pared. La primera palabra que apunté fue Duchamp,
pero todo el tema del dadá y todo eso
me agota para tomar apuntes, me gusta y todo eso, pero prefiero prestar
atención al profesor. Me gusta este profesor, sabe de lo que habla y no lo hace
nada mal, tiene esa clave de humor rollo House
pero sin ser un capullo, no es como el típico profesor de facultad que va de
colega de los alumnos, y se cree uno de ellos, y todos le tratan como a un tío
guay, lamiéndole el culo y todo eso. Bueno, el caso es que poco a poco fui
perdiendo un poco la concentración, no porque me resultase poco interesante,
hacía calor, ponen la calefacción demasiado alta, tenía sueño y me daba la
sensación de que las dos chicas del otro
lado del pasillo me estaban mirando, no me atraían, pero me hice el
interesante, suena un poco triste, pero no creo que sea el único que lo haga,
creo que sólo lo hago cuando estoy solo, si hubiera estado con un amigo cerca
ni me hubiera percatado. Poco a poco me fui sintiendo mal, pensé primero que
tal vez una de las mandarinas, o las dos, estuviese mala, pero luego lo achaqué
al calor, y un poco más tarde me acordé de dos años atrás, cuando me desmayé en la clase de al lado por
un bajón de azúcar, quizás fuera eso, pero lo descarté, había tomado dos
mandarinas, y tenían azúcar… me gusta el olor a mandarinas en mis manos, y en
las de otra persona, justamente ayer en el tren un tipo se comió una y pensé que
un olor tan fuerte puede resultar molesto para cualquiera, pero como asocio las
mandarinas a buenas personas, no me molesta en absoluto. Al final decidí salir
a tomar el aire, salir para poder sentarme tranquilamente lejos de aquel calor,
pero me daba algo de vergüenza, así que hice como que estaba recibiendo una
llamada al móvil y crucé la clase hasta la puerta. Los últimos metros fueron
penosos, conseguí salir sin llamar demasiado la atención, pero una vez fuera me
di cuenta de que estaba más mareado de lo que me había imaginado, subí
corriendo las escaleras con el clásico coro en la cabeza del “no llego, no
llego”, y justo llegué al retrete donde vomité toda la cecina, todo el pan, y
las dos mandarinas peladas, pensé en dónde había ido la piel, pero luego me di
cuenta que, de hecho, la había ido tirado en diferentes papeleras a lo largo de
mi ruta casa-facultad. Vomité un par de veces más, y me asomé al balcón del
servicio, vaya, pensé, no sabía que este lavabo tuviese un balcón así. Me
enjuagué la boca, esperé un par de minutos, y volví a entrar en clase haciendo
como que volvía a guardar el móvil en el bolsillo, entré justo al final, a
tiempo para recoger mi mochila y volver a casa.
Por el camino volví a pasar bajo el acueducto, sólo que esta
vez era exactamente igual que en la foto que tenía con mi madre, con haces de
luz entre los arcos en la oscuridad de la noche, tenebroso y bello. Fue justo
entonces cuando pensé que quizá debería hacer ejercicios mentales de memoria,
para poder escribir los sucesos de un día cual novela, para practicar así y
luego poder inventármelos. Tengo un cuaderno para apuntar cosas, pero no sería
justo que anotase cada pensamiento, cada suceso cada minuto que pasara, no
sería justo para mí porque me perdería muchas cosas haciendo esto, ni sería
justo para la gente que me rodease, porque, no siempre, pero a veces, merecen
toda mi atención. Por eso me he aventurado a ponerme delante de una hoja en
blanco y a ir llenándola con todo lo que he ido haciendo en este día desde que
abrí los ojos hasta el momento en el que escribiese no ésta, pero sí la última
frase. Entiendo que nadie va a querer leerse dos mil doscientas palabras que
narren un día en la vida de un servidor, no lo he hecho por eso. Simplemente es
un experimento, un ejercicio si quieren.