No eran buenos
años para el mundo los acontecidos tras los dos grandes hongos de Japón en
verano del 45, pero nosotros los pasábamos bien despreocupados en las nocturnas
calles de Frisco bajo una atmósfera de jazz y marihuana, escribíamos poemas en
un pequeño cuarto de alquiler embriagados por el aroma del vino, con las barbas
descuidadas e hipnotizados por el incesante timbre de mi Underwood de segunda
mano. Estuvimos encerrados en aquella habitación bajo montones de hojas
escritas unos ocho años, hasta que Francis se suicidó y yo me trasladara a
Seattle a respirar la tranquilidad oceánica del noroeste. Ahí fue donde escribí
mi novela más conocida, no sé si la habrán leído, Los sonidos de Puget. Mi vida entonces era todo lo pacífica y
tranquila que necesitaba, era consciente de que mis días de juventud habían
pasado ya y mi cuerpo envejecido no gustaba de otra cosa más que de la sencilla
contemplación del cielo… al menos esto fue así hasta el día en el que, sin atender
a razones, llené mi petate y abandoné la ciudad, supongo que quería despedirme
de mi lozanía antes de cumplir los cuarenta y dejar que me creciera la barriga
sentado en los campos de Texarkana, quería rendir un último homenaje a mi querido
Pomeray desgastando mis suelas en el camino.
Fue así como
llegué a Eugene, Oregón y salté dentro de un vagón de la Union Pacific para
continuar hacia el norte acompañado del traqueteo de las viejas vías y el
viento revolviendo mis cabellos. Al segundo día de trayecto, cuando aún
restaban unas cuantas millas para llegar a Eastport y cruzar la frontera,
descansaba con las piernas colgando mientras grababa mi nombre en el suelo con
una navaja, cuando vi a un joven muchacho corriendo junto al tren, incapaz de
subirse. Le grité que se preparase y cuando le adelantaba, le tendí el brazo y de
un tirón conseguí acoplarle a mi carruaje improvisado -¡Vaya carrera!-le dije-¿De
dónde vienes, chaval?-pregunté paternalmente, pues vi enseguida que no tendría
más de veinte años. –De Lewiston, señor, a un par de millas de aquí-contestó,
sin aliento.
-¿Y se puede
saber hacia dónde vas?
-Pues tal
vez a Edmonton… lejos de aquí… no puedo ir a Vietnam.
-Entiendo…
por cierto, mi nombre es Ben, Ben Duluth, puedes llamarme Ben.
-Josh.
-Encantado,
Josh.
El muchacho era tímido, y pasó gran
parte del viaje callado con la mirada perdida en el suelo de madera reposando
en un sencillo lecho de paja mohosa, le dejé aislarse en su silencio durante un
tiempo, pues yo, un viejo perro de ferrocarril sin preocupaciones, no tenía
derecho a arrebatarle eso, no cuando ya se le había arrebatado su casa, su
familia, sus amigos… condenado a ser un desertor, un proscrito obligado a
cruzar una frontera para no regresar jamás al hogar. Es por eso que alguien
como yo, y cualquiera en verdad, odiamos las guerras… locos estamos todos, pero
alguien que de veras apoya la Guerra es indiscutiblemente un pobre diablo.
1 comentario:
cuantos pobres diablos,
cuántos más ahora que apoyan "guerras" perdidas
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