Se sentó
frente a la barra con la cabeza baja y resoplando, no llevaba encima más que
unos cuantos billetes y un agujero en el lado izquierdo del pecho.
—¿Qué va a
ser? —masculló el barman—.
—Jack con hielo… y deje aquí la botella
—el barman soltó una única carcajada de
desdén—.
—Más
quisieras vaquero, eso sólo se hace en las películas.
Sorprendido
por la respuesta, Martin se miró las manos avergonzado mientras se le llenaba
la copa de licor y después dejó el dinero sobre la barra. Pasó un rato mirando
alrededor, esperando que algún ebrio parroquiano se le acercase y le preguntase
por sus desdichas, deseoso de que unos oídos desconocidos le escuchasen, pero
no se acercó nadie. Llamó al barman
para pedir lo mismo, además de un bolígrafo. Cogió una servilleta de papel y se
puso a escribir.
—Déjeme que adivine —oí que decía a mi lado
una voz ronca que emanaba el aroma de la ginebra—, le ha dejado su mujer.
—Casi —contesté sin levantar la mirada—, la
he dejado yo.
—¿Y a qué viene esa triste facha?
—Me he dado cuenta de que se me ha llevado
la fortuna y el perro.
—Bueno, bueno, pero sabrás que la fortuna
vuelve fácil, deje que le invite a otra copa, que con un poco de licor se van
todas las penas.
—Usted no lo entiende.
—¡Claro que no! —exclamó mientras se
acomodaba en el taburete— Aún no me has contado nada…
—¿Sabe? —pregunté, cansado de aquel tipo
gordo y medio calvo que apestaba a sudor y alcohol— Eso de contar tus penas a
un borracho en la barra de un bar a modo de terapia… no sé si sólo pasa en las
películas, pero creo que yo no voy a ser uno de esos actores —Vacié mi copa de
un trago, dejé el dinero sobre la mesa y me fui ante la boquiabierta cara del bebedor
gordo y medio calvo—.
Martin hizo
una pausa para leer lo que acaba de escribir, pidió una copa y cogió otra
servilleta.