—Lo que vengo a decir —dijo finalmente César tras una dilatada
perorata cuyo origen hacía rato que ambos habíamos olvidado—, es que es
imposible hallar una sola prueba que refute que nuestra memoria es fiable en el
más mínimo de los casos. No importa que tengas en casa un puñado de cintas VHS en las que salgas practicando
windsurf en las playas del wild sur,
eso no demuestra nada.
—¿Sigues empecinado en eso de las granjas de humanos y en
todo ese rollo de que vivimos en Matrix,
eh?
—No se trata de que yo me empecine o no. En serio, tío, no
hay más que abrir los ojos un poco más y en seguida te das cuenta de que todo
es absurdo hasta tal punto que sería de locos creerse que de verdad esto es la
realidad.
—Bueno, hay quien dice que estamos tan acostumbrados a
buscarle la lógica a todo que no es difícil que uno termine por volverse un
chiflado. Al final, lo que tú mismo estás haciendo es dar una explicación
lógica a todo esto, en vez de asumir que realmente todo es un absurdo así de
grande y que más vale pasárselo por lo menos bien y no dejar que tanta paranoia
te ablande el seso.
—Ya… tú piensa en lo que te he dicho, ya verás como al menos
un par de veces al día descubres fallos de programación.
—Lo que tú digas. ¿Mañana a la misma hora?
—No, tío; mañana no puedo. ¿Te parece mejor mañana?
—Perfecto.
—Muy bien, pues mañana nos vemos entonces.
—¡Hasta luego!
—Cuídate, Juan.
Pagué el café
y me puse la bufanda para combatir los flemáticos soplos que Céfiro ha tomado por costumbre exhalar en esta época
del año. Anduve las nueve cuadras que separan el San Adolfo de mi pieza sin
pensar en gran cosa cuando me encontré con mi viejo amigo Julio, cronopio
desquiciado como los que ya no abundan, con un aspecto considerablemente más
desaliñado que el habitual y con las córneas más bien inquietas en sus cuencas
demostrando claros signos de nerviosismo.
—¡Coño, Juan, qué alegría verte, justo a ti te estaba
buscando! —me saludó con los brazos extendidos, mostrando sin querer un pronunciado
desgarrón en la axila de su trasnochada chaqueta de lana.
—¡Julio, cuánto tiempo! —exclamé yo— ¿Cómo te trata la vida?
—Bien, bien, pero eso no importa. Verás, esta noche he
tenido un sueño increíble y, según me levanté de la cama, sentí que tenía que
contártelo precisamente a ti. Me calcé a toda prisa y vine lo antes que pude.
—Pero si ya pasan de las cuatro de la tarde.
—Ya. ¿Quieres que te cuente el sueño o no?
—Hombre, la verdad es que ahora me pillas un poco liado.
—Vale. Pues bien: Estaba yo en un columpio, quiero decir en
mi sueño. No sé muy bien si estaba sentado o de pie, ya sabes cómo me gusta a
mi ponerme de pie en los columpios, pero seguro que me estaba balanceando. Los
arcos que iba dibujando eran amplios, amplios, amplios, pero todo esto muy
despacio, muy despacio. Tan despacio que más bien parecían diapositivas
desperdigadas en mi retina, que entonces no estaba en mi ojo, sino en mi coco,
y daba la sensación de que cada segundo era independiente de los demás
segundos, que no tenían nada que ver entre sí. A todo esto debería añadir que
yo no sueño nunca, o que nunca recuerdo lo que pasa cuando estoy dormido. Y
nada, luego pasaban unas cuantas cosas, pero no sé explicarlas, y al final veía
a un tipo raro, con barba descuidada y un vaso de moscatel junto al cenicero, haciendo
tamborilear sus dedos sobre un teclado mientras en una pantalla se iba
redactando todo lo que pasaba. Quiero decir todo lo que nos pasa a ti, a mí, a
todos. Como si ese hombrecillo fuera Dios, o un secretario suyo, y en esa
página de ordenador fuera escribiendo nuestras vidas y destinos. Me di cuenta
entonces de que el mundo, lo que conocemos, no es más que una novela o tal vez
un relato corto o un poema. Y de que nosotros somos los personajes.
—¿En serio? —respondí yo— ¿Y por qué te dio por venir a
contármelo precisamente a mi?
—Pues porque a raíz de este secreto que he descubierto he
estado analizando mi vida de cabo a rabo y me he dado cuenta de que nunca me ha
pasado nada. Al menos nada que uno escribiría en un libro. Así que he supuesto
que no soy más que un personaje secundario, tal vez un extra. Pensé que, si
existo, es porque ahora mismo alguien está leyendo este texto y que el
protagonista de la historia sería sin duda alguien a quien yo conozco, pues en
caso contrario ni siquiera existiría.
—Y ese protagonista debo de ser yo.
—No se me ocurrió
nadie más. Mírate, tan entero y definido. Tú, Juan, eres uno. Yo no soy más que
otro del montón.
—Tampoco te menosprecies, eres de las personas más curiosas
que conozco. ¿No te apetece subir a casa a tomar algo de vino? Aún me queda una
garrafa de cuando nos emborrachábamos en el Sándwich Eléctrico, antes de que se
matara Manu con aquella piel de plátano.
—Claro, ¿por qué no?
Preparé un par
de vasos y un cuenco de anacardos para mascar y debatimos largo rato las
cualidades del universo según las premisas marcadas por el sueño de Julio.
Determinamos que tanto nuestra memoria pasada como nuestro futuro estaban ya
escritos, y esto me devolvió a la conversación con César, aunque vista desde
otro prisma un tanto más caleidoscópico. Nos enojamos al descubrir que nuestras
vidas no eran más que un par de líneas perdidas como náufragos en un océano de
párrafos, que todos nuestros sueños y aspiraciones eran simples acotaciones estilísticas en el típico
capítulo de relleno que no aporta nada. Nos preguntamos por la calidad del
libro al que sin desearlo pertenecíamos, por cómo sería ese escritor y por qué
nos había creado si no pensaba otorgarnos un minuto de gloria en el que nuestra
mera existencia cobrara sentido.
—¿Sabes lo que creo? —dijo Julio mientras se llenaba la boca
de frutos secos— Que si yo he tenido este sueño y estamos teniendo esta
conversación es porque tal vez haya un fragmento en el que nosotros mismos
seamos los protagonistas y se narra justamente lo que nos está pasando ahora
mismo. No sé si esto está sucediendo porque está siendo escrito en este momento
o un cualquiera lo está leyendo. En ese caso, si varias personas lo leen al
mismo tiempo, estaríamos siendo duplicados con nimias variaciones y entonces no
somos realmente personajes de un libro, sino proyecciones de ese mismo libro en
la mente de un lector más o menos disparatado. ¿Te das cuenta del lío en el que
nos hemos metido?
—En que nos has metido —apuntillé yo.
—Sí. ¿Y si es un libro de mierda de un escritorzuelo de
pacotilla? ¿Qué me dices? Joder, Juan, estoy que no me lo saco de la cabeza. ¿Y
si se trata de una novela policíaca y tú o yo o los dos somos víctimas de un
asesinato? ¿Y si esto que vivimos no es más que el trasfondo de un prólogo
aburrido que introduzca un contexto en el que realmente no ocurre nada? No sé
si voy a ser capaz de dormir una noche más con todo este bullicio entre mis
sienes. Y es que lo pienso y me doy cuenta de que, si todo esto es ciertamente
un cuento, ni siquiera puedo decir que éstas de aquí sean mis sienes. ¿Qué
tengo entonces? ¿Quién soy? ¿Qué?
La pieza se
había sumergido en una palpable penumbra y encendí una lámpara para remediarlo.
El vino se había terminado hacía rato y, siendo domingo, no tenía solución para
aquello. Mientras tanto, Julio seguía dándole la vuelta al mundo montado a
lomos de sus propias cavilaciones.
—Si hasta se me quitan las ganas de seguir hablando
—masculló—, pues no voy a decir nada que ese cabrón no haya escrito ya. Y
encima el tío se lo tiene que estar pasando de puta madre escribiendo cómo me
vuelvo loco.
—¿No habíamos quedado en que si estamos vivos ahora es
porque alguien está leyendo el texto?
—No, Juan, eso era un supuesto, que no me escuchas.
—Entonces estamos siendo escritos ahora mismo.
—Exacto.
—Pues entonces es bien fácil, sólo tenemos que hacer algo
que el escritor no se espere o no sea capaz de imaginar para salirnos del
relato.
En ese
instante, con sendas pupilas rebosantes de un misterioso fuego fatuo, Julio se
levantó de súbito y se arrojó por la ventana abierta sin mediar palabra.
—¿Qué haces? —le dije, asomándome por la misma.
—Lo que tú has dicho. Imaginé que no me pasaría nada si me tiraba
por la ventana sin que estuviera previsto.
—Pues claro que no te ha pasado nada, ¡estamos en un bajo!
—Eso puede significar que el escritor ya planeaba
defenestrarme por algún sitio resultando yo ileso como un superhéroe.
—Yo creo que lo que significa es que estás rematadamente
loco y que no tienes remedio.
—Piensa lo que quieras, yo sé la verdad.
—¿Ah, sí? ¿Y de qué te sirve?
—Pues… —empezó a decir mientras se frotaba una rodilla que
se había raspado por la caída— Pues para que el autor bastardo se dé cuenta de
que yo también existo, que estoy aquí y que no pienso ser un figurante más en
su circo de sílabas.
—Entonces prueba otra cosa, porque me da a mí que esto no ha
funcionado.
Julio se quedó
dubitativo, y le ayudé a volver al piso con cierto esfuerzo. Tenía los pantalones
manchados de polvo y verlo así me inspiró lástima. Le recomendé que se diera
una ducha y que comiera algo, que se tomara una siesta y que ya vería las cosas
de otro modo al despertar. Que en cualquiera de los casos el asunto, digo el
mundo, es así, es lo que hay y no hay más. Que nos parece raro todo porque lo
único que no cambia es el perpetuo cambio al que estamos sometidos. Que cuando
nos sentimos raros nosotros mismos es porque no estamos del todo sincronizados
con nuestro alrededor y que en esos casos prácticamente lo único que uno puede
hacer es esperar un rato y a ver qué pasa.
Se fue
cabizbajo, con la cabeza hecha un trompo a punto de desequilibrarse pero con cierta
inercia aún. Julio era real en ese momento. Real de veras. Y yo también me sentí
real entonces y fue como verse a uno mismo en un espejo inmaculado y además
dentro del propio ojo y… no sé, es una sensación extraña harto difícil de
explicar.
Volví a mi
escritorio y no podía concentrarme. Todo se había transfigurado en un revoltijo
de impulsos eléctricos entre axones y dendritas. Me vi fuera de mí, pero
consciente aun así de la sinergia por la que se van definiendo los
acontecimientos que uno digiere día a día. La sincronía de ciertos instantes.
Lo azaroso del devenir del tiempo.
Me llegué a la
tienda y compré una botella de moscatel para acompañar los cigarrillos. Iba
atrasado en la crónica sobre el Derby de Sherry que tenía que escribir pero,
aun así, me permití el lujo de garabatear unas cuantas páginas para mí mismo.
Unas cuantas páginas acerca del viejo lunático que para mí es Julio. Sabiendo
que nunca le confesaría que ese tarado que se dedicaba a jugar a ser dios
decretando actos y destinos, pensamientos y decires, sentimientos y pasiones,
triunfos y tragedias… era yo sin darme cuenta.