Se trata de una bestia de una
sola boca para ningún estómago, que yace recostada en la sexta grada con la
mirada obtusa, ávida del próximo plato.
De sus escuálidos brazos cuelgan
jirones de pellejo purulento y sucios de polvo, y con ellos sostiene sendas
agujas de reloj con las que va despedazando la carne para llevársela a las
fauces.
Resulta que se reclina ahí mismo
cada día para ver cómo sueño en mi colchón, cómo me aseo y cómo me desplazo.
Con esas migajas se hace una bola y la engulle sin un pestañeo. Observa cómo
tecleo, cómo busco en cada estante, cómo saludo y me despido con el mismo
gesto. Y esos momentos los mastica con sus doce filas de dientes y los traga
esperando a que haga otra cosa.
Si se me ocurre una idea, eso es
un bocado. Y si me tumbo a mirar las nubes pasajeras, me creo que la estoy
matando. Pero ahí sigue, rumiando con el chasquido de un metrónomo que nunca se
detiene. Y así todo devora. Y siempre tiene hambre.
Gómez irrumpió en la habitación
con brusquedad. —¡Alguien se ha comido el último huevo! —vociferó— ¡Era mi cena
y lo sabíais y de aquí no se va ningún menda hasta que el culpable se descubra!
Harry encendió el canuto que
descansaba entre sus labios y Torpe alargó el brazo para que se lo pasara. Yo
dije que no había tocado los huevos de nadie y seguí mirando la tele. Ponían un
documental de lémures.
Gómez se interpuso entre
Madagascar y nosotros y se cruzó de brazos con el ceño fruncido esperando una
respuesta. Nadie movió un dedo, y al rato se fue a la cocina blasfemando entre
dientes.
Torpe se levantó entonces para ir
al baño, yo me llevé dos dedos a la boca mirando a Harry y éste me alcanzó el
porro con un gruñido ahogado.
Respiramos.
—Harry.
—¿Eh?
—¿Qué piensas que se dicen los
pájaros cuando cantan?
—¿Cómo?
—Yo creo que sólo hablan de
comida. Ya sabes, bichos, gusanos y todo eso.
—Ah.
En eso, regresó Torpe, y nos
preguntó si alguna vez, después de mear, no se nos había quedado una gota en la
punta del pijo que nos mojara el calzoncillo. Apenas tuvimos tiempo de
responder, cuando nos dimos cuenta de que el pantalón de chándal de Torpe
estaba todo empapado de la bragueta a las rodillas, y claro, nos descojonamos
hasta que Gómez olvidó sus pesquisas y se vino con nosotros.
Empezaron los anuncios; un viejo
en una vieja ciudad en medio del desierto se pone una mano de visera y descubre
en el horizonte un coche deportivo que se acerca a toda velocidad levantando
una densa polvareda y que frena derrapando en plena plaza mayor. Una
supermodelo sale del vehículo detrás de sus propias piernas piernas piernas y,
sonriéndonos a nosotros, nos aconseja que nos enjabonemos el pelo tres veces al
día con un champú hidratante de esencia de cacahuete y que abramos una cuenta
de ahorro al nueve por ciento en un banco de las islas Tokelau y que para el
estreñimiento no comamos kiwi, sino unos comprimidos.
Para mí la pantalla había
empezado a perder interés y me quedé embobado con las cáscaras de pipas del
cenicero. Me sumí en ese letargo durante toda la publicidad y el resto del
programa, y, cuando quise darme cuenta, estaban dando el tiempo y por toda la
geografía se habían dispuesto huevos bien fritos y relucientes y entonces Gómez
se volvió a cruzar de brazos.
—¿Quién coño se comió mi huevo?
Accedí a ayudarle a investigar,
pues de todas formas pretendía acercarme a la cocina para prepararme un
sándwich. Lo primero que hice fue enchufar la destartalada tostadora y meter el
pan entre chisporroteos. Luego le dije a Gómez algo como: “Lo primordial es
buscar en la basura”. Miramos bajo el fregadero y el cubo estaba lleno a
rebosar con las pieles de banana cayendo como lianas por los bordes, pero no
vimos cáscaras de huevo.
Examinamos los elevados pilares
de platos y ni rastro de clara, tanteamos con los dedos entre las cajas de
pizza vacías y ni media yema. Le dije que buscara en la nevera, pero rechazó la
idea alegando que ya había mirado.
Trasladamos las indagaciones al
resto de la casa y, no dándonos por vencidos, nos aventuramos a buscar también
por la calle.
Miramos en el parque y en el
estanco, donde yo aproveché para comprar un mechero naranja, y después buscamos
en un par de bares y en tantas botellas. Pero el huevo no aparecía.
Regresamos exhaustos y haciendo
eses. Me acompañaban, al menos, tres Gómez, y todos parecían tan borrachos como
yo. —Me meo por no llorar —dijo uno de ellos, y se sacó la chorra entre dos
contenedores donde lo echó.
Yo me apoyé en una farola torcida
y lancé la vista al final de la calle, a nuestro edificio, aquel edificio de
ladrillo del que brotaba una nube negra y densa. Y así me quedé hipnotizado con
las voluptuosidades de aquella nube, las llamaradas que se adivinaban en mi
ventana y la música del chorro de Gómez sobre el asfalto.
Después cantaron las sirenas, y
así fue como naufragamos.
Pasaba los días acumulando sueños, inspirándome con mis
propias aspiraciones, testigo del transcurrir con caparazón redondo y pies de
quelonio.
Pulsé un botón que me sacudió levemente el índice de un
chispazo y la pantalla se puso en standby, la tierra tragóseme, y desde entonces
introduzco un boleto en el torniquete que la hace girar, y así voy y así vuelvo,
cuando me escupe.
Por el camino vi cómo del teléfono de una muchacha salían
unas garras negras y transparentes que se hincaban en su nuca y tiraban hacía
sí de la cabeza solazada. Y pensé que algún día tendremos dos pares de pulgares
y serán los aparatos los que jueguen con nosotros.
Se adivina la acera entre la basura, y entre los bosques de
corbatas me percibo como un paria y me zambullo en una sonrisa que va flotando
por encima de los semáforos, y las parabólicas y, entre comillas, estoy en
casa.
Paladines de la tristeza visten ojeras por armadura, y el
único paisaje que se vislumbra por la ventana es el propio reflejo del interior
del tubo, y las pupilas se esquivan como polos idénticos. Y me disfrazo de un
único grano de arena que en un desierto se vuelve nada.
Café y canhaba para las mañanas con el redondo rubio
colándose a través de las cortinas. Yo sólo me entretengo intentando ver qué
tengo en el tenedor y sólo sé que no estoy aquí para gustarte a ti, así que
fluyo.
Me voy al traste y me encuentro entre las cuerdas, coma, las
teclas, las letras, las notas, punto. Me acuerdo de las cosas por el olfato y
con tanto humo no sé si fue ayer o será cuándo.
La vida se sucede y nos damos cuenta y nos anestesiamos y al
final uno se encuentra cómodo siendo un punto en perfecta autocomplacencia,
feliz ciega y sosegadamente. Y cuando toca salir a respirar, nos vemos
maravillados por la luz de la superficie como si aquello no fuera lo real y se
tratara más bien de un sueño.
Y es que la realidad no la dictan las palabras, sino los
hechos. Y pensando de más, pasa lo de siempre, y lo demás lo traemos porque lo hemos
cogido en el laberinto que construimos y ahí mismo nos perdimos por tener muy
corto el hilo.
Olvidé los globos de colores, las burbujas, los olores.
Olvidé los ronquidos de dragones, las piedras rebotando en el río, la leña
ardiendo de noche, el zumbido de los mosquitos. Olvidé el dormir despierto y el
soñar contigo.
Pero tengo una amapola, y un pez bajo el ombligo. Tengo
también un colibrí que liba por mí y pulula en espiral por mis pupilas y entre
los otros. Tengo que escribirlo. Traigo un rostro roto por cada nuevo descosido
y está todo en garabatos en cuadernos y si lo leo me voy conmigo.
Suelto una lágrima y sonrío. Y me digo que nos hacemos
viejos, amigo, que vamos por buen camino. Que el hogar está donde está el trasero,
y que siempre nos tendremos, aunque el suelo no sea el mismo.
Destrozamos la cafetera eléctrica con un martillo y una
escultura de salón horrible y esparcimos los restos sobre la alfombra. Esto nos
dio la idea de quitarnos los calcetines para ver si en algún pie aparecía el
rostro de cualquier profeta dibujado en sangre y pelusas. Para merendar optamos
por unas tostadas con aceite, pero Pete puso la ruedecilla del tostador al
cinco, en vez de al dos y un tercio, y se nos quemó el pan. Nos tomamos el
aceite a cucharadas, pero así no es lo mismo.
Pete se sentó en el alféizar de la ventana con las piernas
apoyadas en la mesilla del teléfono mientras yo buscaba algo más que destruir.
Me entretuve un rato arrancando pedazos de la pintura del techo y dejando que
cayeran al suelo para que se hicieran trizas. Entonces Pete agarró el palo de
la fregona e intentó partirlo con la cabeza, pero como era de plástico, sólo se
dobló.
Encontré un cajón lleno de mecheros y me dediqué a lanzarlos
con todas mis fuerzas para que explotasen contra la pared. Fue entonces cuando
vi a Iggy agazapado en una esquina. Llevaba un chaleco naranja fosforito y un
casco prusiano con Paco Pico sobre la visera, y no hacía más que mascullar
insultos y sandeces mientras encendía y apagaba frenéticamente el interruptor
de la luz.
Pero no había bombillas ya: Pete se había ocupado de ello
con su vieja escopeta de perdigones. Ahora se envolvía en kilómetros de papel
higiénico como en una pupa y me pedía que le alcanzara el rollo de aluminio
para no quedarse a medio metamorfosear, y que le preparara una pipa.
Yo hice ojos sordos y miré los discos en la estantería y
encontré un grifo con gafas de sol redondas y al abrirlo salió chicle rosa
líquido y un par de minutos después nos vimos tumbados panza arriba en el suelo
con las piernas sobre el sofá y de nuestras bocas brotaban pompas.
Graznó el portero automático y perdimos el equilibrio. Iggy
se arrastró como un varano y escondió la cabeza en el tambor de la lavadora con
una lengua bífida silbando entre sus dientes. Yo me hice el muerto, y Pete se
encerró en el baño de un portazo.
Volvió a chillar. Pánico. Ahora silencio. Pete, susurré,
Pete. ¿Qué? Llaman abajo. Yo paso de abrir. ¿Y si es alguien? Yo paso.
Me asomo entonces por la ventana y entrecierro los ojos para
enfocar la vista. Parece Néstor, pero sólo distingo de él el remolino de su
coronilla. Desde arriba todo el mundo se parece.
Chst, Néstor, digo
desde lo alto. Néstor levanta la cabeza y achina los ojos, me reconoce con una
sonrisa cegada por el sol. Ábreme, dice desde abajo.
Le dije con mímica que Pete estaba en el baño, que ahora
salía; y él hizo aspavientos con la cabeza y gritó que le abriera o que le
tirara las llaves. Le saludé con la mano y volví adentro, y, entre que Néstor y
Mario (el mecánico de enfrente) se intercambiaban miradas cómplices en el
desconcierto, Pete salía del baño con el pelo y la camiseta empapados y
apretaba el botón.
Néstor llenó la nevera y se sentó en el sofá sin reparar en
que Iggy se había transformado en un lagarto de cincuenta kilos cuyas piernas de ñandú asomaban por la boca de la lavadora. Tampoco se dio cuenta de que Pete había
arrancado de su maceta el cactus que tanto me gustaba y se había plantado inmóvil
en su lugar con la pantalla de la lámpara en la cabeza; ni de que sobre la
tierra desperdigada por el suelo, un puma había dejado un rastro de huellas.
Había oscurecido y ya sólo se adivinaban las cosas por su
silueta. Iggy se había aletargado en su refugio y ya apenas respiraba de vez en
cuando. Pete optó por probarse todos sus abrigos al mismo tiempo y, así vestido,
meterse en la bañera.
Néstor y yo, mientras tanto, mezclamos mejunjes en la
coctelera y logramos un brebaje que rezumaba una neblina de jade aterciopelado.
Probamos unos sorbitos y las sienes se nos estiraron hacia arriba cosa de un
metro o así y las orejas se nos pusieron de punta y hasta se nos enroscaron
hacia arriba las uñas de los pies.
De debajo de la alfombra empezaron a salir comadrejas y
roedores y yo hice como que no pasaba nada porque los demás tampoco hacían nada
al respecto. Empecé a dudar: ¿Sólo yo veo las alimañas, o es que resulta que
son imaginarias del todo?
Por el rabillo del ojo vi como Néstor se sacudía algo del
hombro y no supe si se trataría de polvo o era de uno de esos ratones. No me
atreví a preguntarle.
La habitación siguió inundándose de esta manera durante una
eternidad, y entonces vino alguien y rompió el silencio. Esparció los restos
sobre la alfombra. Después dijo:
Si ahora venís todos así, como estáis de desnudos, conmigo a
la mesa, y os pregunto qué tenéis pinchado en el tenedor, decidme, ¿Sabríais
responder?
Aquello fue un momento helado y aterrador. Y me vi desde
fuera de mi cuerpo como siendo una copia de yo mismo, pero mucho más pequeño y levitado,
y desde esa perspectiva se advertía un laberinto dibujado en mi contorno en
cuyo final no aguarda una esfinge, sino un agujero. Un agujero en la roca por
el que se oye respirar.
Cansado de estar cansado me decidí por acostarme temprano y
mirarlo todo después, cuando fuera ya de día. No sé cómo llegué a tales
derroteros, pero pronto me vi pensando en ella y, maldita sea, hacía una
eternidad que no lo hacía. Pienso que nunca estuve realmente enamorado de
María, que fue cosa de unos días, la alegría de las pequeñas cosas, ociosos al
sol, y un puñado de no tan pequeñas bolsas, más bien copiosas, repletas de
maría. Qué época tan feliz aquella, de veras. Ojalá me hubieras conocido entonces.
Llevaba un par de meses trabajando en la librería y no podía sentirme más en mi
sitio que colocando libros en sus respectivos. Los jueves, al mediodía, subía
desde nuestro piso en la calle larga hasta el mercado de la plaza y compraba
frutas y verduras, para después refrescarme con tantas cervezas a la sombra
disfrutando de la compañía de los que gozan charlando acerca de cuán lejos
quedó el invierno. Con la luna llena de marzo habían llegado los seis de Wanda,
y a menudo nos acercábamos a La Albuera para visitarlos en su diminuto palacio,
que era una carpa púrpura con travesaños de madera y ahí mismo, con mi pez
rebosando naranja, aprendí a hacer barcos de papel. Había pasado los últimos
meses viajando, de Lisboa a Ámsterdam pasando por Jerez, y, sin apenas tiempo
para haber deshecho la mochila, ya se encargaba un picoleto de registrarla
buscando escoria justo a dos kilómetros de Coria. De aquella noche recuerdo
bien poco y se trata de una sonrisa que me colgaba de las orejas mientras se me
enredaban en el pelo unas polillas como leviatanes. Joder, si nos reímos. Ella
llegó sin que yo quisiera percatarme demasiado, enfrascado como estaba en Cien años de soledad y los submundos de
Alonzo Testa. Había fabricado con mis propias manos una pompa enorme y cómoda
donde cabían un montón de cosas y donde me lo pasaba fenómeno. Y ella, ay,
ella, reina de las pompas, bruja de las burbujas, ninfa entre los nenúfares;
ella fue la libélula que con los ojos morochos
y achinados fue a posarse en mi fina película, mi animula vagula blandula, y ésta se fundió, confundida. Hubiera sido
un crimen no haber besado aquellos labios esa noche. Fuimos felices y después
me fui y ella se fue. Y ella se fue. Y ella se fue. Y en todo este tiempo no ha
hecho más que crecerme la barba y mientras tanto me he ido desconociendo tantas
veces… Y hoy… hoy sólo quiero volver a mi puesto de libros en el ágora y
charlar con aquella chica risueña de mejillas sonrosadas con la que compartí un
pacto secreto, oculto en una vieja maleta. Hoy sólo quiero que el latido del
teléfono me pueda devolver su voz, aunque sea por un rato, y así yo saber que
todo va bien, que es así, que es el tiempo. El día en que me di cuenta de que
no quería seguir, nos vimos todos en la viña y bebimos cerveza en lata al sol descalzo,
durante toda la mañana. Fui a trabajar por la tarde, y al salir, me hicieron
una entrevista. Después entramos en un concierto de Latin Jazz con botellas de
cerveza en las perneras del pantalón y, cuando terminó, nos dimos de bruces con
la inauguración de un bar en la calle de los ídem, y ahí ya fue cuando nos
rendimos a los efluvios de la birra que fluía, que corría por cortesía de una
barra libre que repartía a rebosar. De todas formas no tardamos en regresar, a
eso de la medianoche y cargados de provisiones, dispuestos a degustar el
insólito menú que el azaroso yoquesé
nos había preparado: sendas raciones de hongos psilocibios con una mijita de
fenetilamina de iodo. El viaje a partir de ahí fue de cada uno y ya se ha
escrito mucha psiconáutica; lo que quiero decir es que aquella noche vi un
aguará guazú que ansiaba de lejanas praderas por donde pulular mientras yo
prefería ponerme a ulular sentado bajo un árbol y entonces la luna se hizo
grande entre las ramas —esto fue la segunda entrevista— y yo, qué más, pues me
puse a temblar con el crujir de una bujía y de la risa se me olvidó todo, y por
detrás de los pájaros amaneció en el cielo. Y yo quise beber de la botella de
vodka, pero ella no quería que lo hiciera. Y yo sentí que hacía años que no la
veía y que de todas formas quién era ella para culparme de hacerle daño. Ella
masculló que el alcohol era el demonio y yo me declaré abrazador de Abraxas y
cambié sus labios por los otros, los de cristal. Unos días antes había nevado
en pleno mayo. Lo que pienso ahora que esto significa es que, a veces, hay un
resplandor, un chasquido, como en un cambio de rollo en un proyector; y dura
apenas un instante, un parpadeo. Ese parpadeo fue lo que ella y yo tuvimos, y
al volver a abrir los ojos, ya no estaba. Me volví más distante y, al poco,
ella terminó de impartir un curso de creatividad en la facultad y puso un pie
en el oeste. Unos meses después yo volvía de Irlanda con una espada de madera y
ella se tocaba los mechones del cabello con plumas de cóndor y sudaba en
temazcales con San Pedro. No digamos ya ahora, un par de años después. Y es que
es así, yo lo he visto: los caminos que se cruzan no son por ello convergentes,
que en un pispás te ves al otro lado del globo y vete tú a saber quién carajo
esconde la chincheta. Pero algo ocurre y es lo que trato de escribir; María ya
no está. No es que haya muerto, ni esté desaparecida. Ni siquiera sé si está,
pero para mí, no está. Como si con ella se hubiera ido la alegría de aquellos
días. No es que no haya vuelto a ser feliz desde entonces, simplemente se trata
de una felicidad distinta, tal vez más madura, más curtida, más sencilla. Más
relajada. Creo que aquel día, aquel día en que me fui, en que se fue, en que
nos fuimos, algo se fue en mí, como si la infancia se tratara de una naranja
que se fuera desgajando con los años y cuyas porciones hay que cuidar como
tesoros para poder más tarde disfrutar de la jubilación. No fui justo con ella,
pues la culpé en secreto de ocupar mi
tiempo y de impedir con su presencia que yo
pudiera sentarme a escribir en mi
trono de mimbre; cuando lo único que ella pretendía era ser musa, quizá con
cierta insistencia, todo hay que decirlo. Ahora lo comprendo desde otro
cerebro, que es el mismo, pero más viejo, y lo veo todo con cariño. Todo aquel
capítulo en mi vida, en el que disfruté y sufrí, a partes no iguales, por no saber
sacarle un provecho creativo a todos los acontecimientos y las tantísimas
nuevas experiencias que decidieron darse cita en mi vida en un tiempo tan
reducido y pleno. Ahora ya sé que las ideas son semillas que han de arraigar y
crecer con la calma, que los temibles bloqueos de escritor no son más que
temporadas de barbecho, y que son los propios escritores los que se arrancan
las canas de la cabeza en vez de distraerse con la vida y decirse: Ya llegará,
ya llegará. Y mientras tanto, yo guardo una
maleta bajo la cama, por si acaso, y esa ballena de plastilina, y este cuello bien largo y joroschó que
navega por las nubes que me salen al paso y, de fracaso en fracaso, veo como
las barrigas crecen, las espaldas se encorvan y sin embargo alguno de estos
cuervos traerá algo nuevo y bueno y pensando eso estoy tranquilo, no me
descuido, voy dando pasos.
Joder, ya no podía más. Gota a gota me había ido derramando
por el suelo y, agotado, me entró el sueño y me quedé tendido, rendido, tumbado
sobre el colchón que había sido mi propia tumba y mi mismo palacio. Así, bien
despacio, accioné el botón de cierre que hay entre mi seso y los párpados. Y al
fin, con todo oscuro de nuevo, me atreví a sonreír, pero no pude dormir por el
jaleo de un puñado de ovejas que, entre jadeos, se habían puesto a contarme a
mí.
De la cuenca del cenicero brotó entonces una serpiente
bailando, y yo, aun sin flauta mágica, había de ser encantador. Aunque fuera yo
mismo el hechizado.
Las ovejas siguieron balando y las cabezas se nos colmaron
de alquitrán y una suerte de ser de dedos largos removía con un tenedor
mientras nos frotábamos los ojos.
¿Cuántos somos ahora? —intenté decir con la boca llena y
escupiendo gargajos— ¿Por qué carajo peleábamos?
Me distraje, y esto también me lo contó una oveja. Me dijo:
vete de viaje, olvídate. Que un mono en su pecera piensa que sapiens, mas solo
araña la corteza. Que sólo con arrastrarse sobre dos patas para dejar libre la
barriga no se logra ahogar el hambre de ser hombre, ni la vergüenza que trae el
verse despojado.
¿Y qué soy? —musité con la lengua partida— Si tratando de
ser alguien me pierdo en el camino y me sudan las palmas de las manos y no sé
ni lo que digo. Si me descubro animal de sangre fría, más de lo que temía, más
de símil y algo de lagarto. Si saliendo al sol se me alargan hasta los huesos y
cuando me oculto en mi agujero, cojo y me largo.
Si algo sé —susurró— es que hay que ser lo que se sea, lo
que se tenga, en este injusto momento. Que no hace falta más que una nariz para
oler las flores y que a solas se está bien, pero sólo si las olas siguen siguiéndose
unas a otras.
¿Y de qué me sirve tanta flor y tanto aroma si ninguna se
detiene para olerme a mí?
La oveja explotó entonces, empezó por las orejas, y salpicó
mi blanca frente de emplastos de cera y manchas rojas. Traté de limpiarme con
la manga, pero estaba desnudo y manché también mis brazos. Busqué el río,
busqué un lago, y no encontré más que sucios charcos y algunos sorbos en esos
vasos.
Así, de esa guisa, me zambullí en los ladrillos de la pared
y me sentí como sospecho que somos: una suerte de fuego sólido, un juego
complicado, un truco descubierto, un temblor en cada mano… Una verdad dicha mil
veces convertida así en mentira, una mitad sin apariencia, y el resto anomalía.
No supe más del tema, ni tampoco investigué. Si acaso miré
mi reflejo en la ventana y le sonreí, y me sonrió, y así me quedé. Los animales
se durmieron y ¿sabes qué? Desde entonces ya respiro, y apenas lo recuerdo, como
si fuera el mal sueño de otro. Hoy sólo estoy yo, y con eso me conformo.
¿Y ahora qué? Si parece que no hacemos otra cosa que empezar
de nuevo. Y es que es así, no queda otra: Cada día es el primero.