Cansado de estar cansado me decidí por acostarme temprano y
mirarlo todo después, cuando fuera ya de día. No sé cómo llegué a tales
derroteros, pero pronto me vi pensando en ella y, maldita sea, hacía una
eternidad que no lo hacía. Pienso que nunca estuve realmente enamorado de
María, que fue cosa de unos días, la alegría de las pequeñas cosas, ociosos al
sol, y un puñado de no tan pequeñas bolsas, más bien copiosas, repletas de
maría. Qué época tan feliz aquella, de veras. Ojalá me hubieras conocido entonces.
Llevaba un par de meses trabajando en la librería y no podía sentirme más en mi
sitio que colocando libros en sus respectivos. Los jueves, al mediodía, subía
desde nuestro piso en la calle larga hasta el mercado de la plaza y compraba
frutas y verduras, para después refrescarme con tantas cervezas a la sombra
disfrutando de la compañía de los que gozan charlando acerca de cuán lejos
quedó el invierno. Con la luna llena de marzo habían llegado los seis de Wanda,
y a menudo nos acercábamos a La Albuera para visitarlos en su diminuto palacio,
que era una carpa púrpura con travesaños de madera y ahí mismo, con mi pez
rebosando naranja, aprendí a hacer barcos de papel. Había pasado los últimos
meses viajando, de Lisboa a Ámsterdam pasando por Jerez, y, sin apenas tiempo
para haber deshecho la mochila, ya se encargaba un picoleto de registrarla
buscando escoria justo a dos kilómetros de Coria. De aquella noche recuerdo
bien poco y se trata de una sonrisa que me colgaba de las orejas mientras se me
enredaban en el pelo unas polillas como leviatanes. Joder, si nos reímos. Ella
llegó sin que yo quisiera percatarme demasiado, enfrascado como estaba en Cien años de soledad y los submundos de
Alonzo Testa. Había fabricado con mis propias manos una pompa enorme y cómoda
donde cabían un montón de cosas y donde me lo pasaba fenómeno. Y ella, ay,
ella, reina de las pompas, bruja de las burbujas, ninfa entre los nenúfares;
ella fue la libélula que con los ojos morochos
y achinados fue a posarse en mi fina película, mi animula vagula blandula, y ésta se fundió, confundida. Hubiera sido
un crimen no haber besado aquellos labios esa noche. Fuimos felices y después
me fui y ella se fue. Y ella se fue. Y ella se fue. Y en todo este tiempo no ha
hecho más que crecerme la barba y mientras tanto me he ido desconociendo tantas
veces… Y hoy… hoy sólo quiero volver a mi puesto de libros en el ágora y
charlar con aquella chica risueña de mejillas sonrosadas con la que compartí un
pacto secreto, oculto en una vieja maleta. Hoy sólo quiero que el latido del
teléfono me pueda devolver su voz, aunque sea por un rato, y así yo saber que
todo va bien, que es así, que es el tiempo. El día en que me di cuenta de que
no quería seguir, nos vimos todos en la viña y bebimos cerveza en lata al sol descalzo,
durante toda la mañana. Fui a trabajar por la tarde, y al salir, me hicieron
una entrevista. Después entramos en un concierto de Latin Jazz con botellas de
cerveza en las perneras del pantalón y, cuando terminó, nos dimos de bruces con
la inauguración de un bar en la calle de los ídem, y ahí ya fue cuando nos
rendimos a los efluvios de la birra que fluía, que corría por cortesía de una
barra libre que repartía a rebosar. De todas formas no tardamos en regresar, a
eso de la medianoche y cargados de provisiones, dispuestos a degustar el
insólito menú que el azaroso yoquesé
nos había preparado: sendas raciones de hongos psilocibios con una mijita de
fenetilamina de iodo. El viaje a partir de ahí fue de cada uno y ya se ha
escrito mucha psiconáutica; lo que quiero decir es que aquella noche vi un
aguará guazú que ansiaba de lejanas praderas por donde pulular mientras yo
prefería ponerme a ulular sentado bajo un árbol y entonces la luna se hizo
grande entre las ramas —esto fue la segunda entrevista— y yo, qué más, pues me
puse a temblar con el crujir de una bujía y de la risa se me olvidó todo, y por
detrás de los pájaros amaneció en el cielo. Y yo quise beber de la botella de
vodka, pero ella no quería que lo hiciera. Y yo sentí que hacía años que no la
veía y que de todas formas quién era ella para culparme de hacerle daño. Ella
masculló que el alcohol era el demonio y yo me declaré abrazador de Abraxas y
cambié sus labios por los otros, los de cristal. Unos días antes había nevado
en pleno mayo. Lo que pienso ahora que esto significa es que, a veces, hay un
resplandor, un chasquido, como en un cambio de rollo en un proyector; y dura
apenas un instante, un parpadeo. Ese parpadeo fue lo que ella y yo tuvimos, y
al volver a abrir los ojos, ya no estaba. Me volví más distante y, al poco,
ella terminó de impartir un curso de creatividad en la facultad y puso un pie
en el oeste. Unos meses después yo volvía de Irlanda con una espada de madera y
ella se tocaba los mechones del cabello con plumas de cóndor y sudaba en
temazcales con San Pedro. No digamos ya ahora, un par de años después. Y es que
es así, yo lo he visto: los caminos que se cruzan no son por ello convergentes,
que en un pispás te ves al otro lado del globo y vete tú a saber quién carajo
esconde la chincheta. Pero algo ocurre y es lo que trato de escribir; María ya
no está. No es que haya muerto, ni esté desaparecida. Ni siquiera sé si está,
pero para mí, no está. Como si con ella se hubiera ido la alegría de aquellos
días. No es que no haya vuelto a ser feliz desde entonces, simplemente se trata
de una felicidad distinta, tal vez más madura, más curtida, más sencilla. Más
relajada. Creo que aquel día, aquel día en que me fui, en que se fue, en que
nos fuimos, algo se fue en mí, como si la infancia se tratara de una naranja
que se fuera desgajando con los años y cuyas porciones hay que cuidar como
tesoros para poder más tarde disfrutar de la jubilación. No fui justo con ella,
pues la culpé en secreto de ocupar mi
tiempo y de impedir con su presencia que yo
pudiera sentarme a escribir en mi
trono de mimbre; cuando lo único que ella pretendía era ser musa, quizá con
cierta insistencia, todo hay que decirlo. Ahora lo comprendo desde otro
cerebro, que es el mismo, pero más viejo, y lo veo todo con cariño. Todo aquel
capítulo en mi vida, en el que disfruté y sufrí, a partes no iguales, por no saber
sacarle un provecho creativo a todos los acontecimientos y las tantísimas
nuevas experiencias que decidieron darse cita en mi vida en un tiempo tan
reducido y pleno. Ahora ya sé que las ideas son semillas que han de arraigar y
crecer con la calma, que los temibles bloqueos de escritor no son más que
temporadas de barbecho, y que son los propios escritores los que se arrancan
las canas de la cabeza en vez de distraerse con la vida y decirse: Ya llegará,
ya llegará. Y mientras tanto, yo guardo una
maleta bajo la cama, por si acaso, y esa ballena de plastilina, y este cuello bien largo y joroschó que
navega por las nubes que me salen al paso y, de fracaso en fracaso, veo como
las barrigas crecen, las espaldas se encorvan y sin embargo alguno de estos
cuervos traerá algo nuevo y bueno y pensando eso estoy tranquilo, no me
descuido, voy dando pasos.
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