Destrozamos la cafetera eléctrica con un martillo y una
escultura de salón horrible y esparcimos los restos sobre la alfombra. Esto nos
dio la idea de quitarnos los calcetines para ver si en algún pie aparecía el
rostro de cualquier profeta dibujado en sangre y pelusas. Para merendar optamos
por unas tostadas con aceite, pero Pete puso la ruedecilla del tostador al
cinco, en vez de al dos y un tercio, y se nos quemó el pan. Nos tomamos el
aceite a cucharadas, pero así no es lo mismo.
Pete se sentó en el alféizar de la ventana con las piernas
apoyadas en la mesilla del teléfono mientras yo buscaba algo más que destruir.
Me entretuve un rato arrancando pedazos de la pintura del techo y dejando que
cayeran al suelo para que se hicieran trizas. Entonces Pete agarró el palo de
la fregona e intentó partirlo con la cabeza, pero como era de plástico, sólo se
dobló.
Encontré un cajón lleno de mecheros y me dediqué a lanzarlos
con todas mis fuerzas para que explotasen contra la pared. Fue entonces cuando
vi a Iggy agazapado en una esquina. Llevaba un chaleco naranja fosforito y un
casco prusiano con Paco Pico sobre la visera, y no hacía más que mascullar
insultos y sandeces mientras encendía y apagaba frenéticamente el interruptor
de la luz.
Pero no había bombillas ya: Pete se había ocupado de ello
con su vieja escopeta de perdigones. Ahora se envolvía en kilómetros de papel
higiénico como en una pupa y me pedía que le alcanzara el rollo de aluminio
para no quedarse a medio metamorfosear, y que le preparara una pipa.
Yo hice ojos sordos y miré los discos en la estantería y
encontré un grifo con gafas de sol redondas y al abrirlo salió chicle rosa
líquido y un par de minutos después nos vimos tumbados panza arriba en el suelo
con las piernas sobre el sofá y de nuestras bocas brotaban pompas.
Graznó el portero automático y perdimos el equilibrio. Iggy
se arrastró como un varano y escondió la cabeza en el tambor de la lavadora con
una lengua bífida silbando entre sus dientes. Yo me hice el muerto, y Pete se
encerró en el baño de un portazo.
Volvió a chillar. Pánico. Ahora silencio. Pete, susurré,
Pete. ¿Qué? Llaman abajo. Yo paso de abrir. ¿Y si es alguien? Yo paso.
Me asomo entonces por la ventana y entrecierro los ojos para
enfocar la vista. Parece Néstor, pero sólo distingo de él el remolino de su
coronilla. Desde arriba todo el mundo se parece.
Chst, Néstor, digo
desde lo alto. Néstor levanta la cabeza y achina los ojos, me reconoce con una
sonrisa cegada por el sol. Ábreme, dice desde abajo.
Le dije con mímica que Pete estaba en el baño, que ahora
salía; y él hizo aspavientos con la cabeza y gritó que le abriera o que le
tirara las llaves. Le saludé con la mano y volví adentro, y, entre que Néstor y
Mario (el mecánico de enfrente) se intercambiaban miradas cómplices en el
desconcierto, Pete salía del baño con el pelo y la camiseta empapados y
apretaba el botón.
Néstor llenó la nevera y se sentó en el sofá sin reparar en
que Iggy se había transformado en un lagarto de cincuenta kilos cuyas piernas de ñandú asomaban por la boca de la lavadora. Tampoco se dio cuenta de que Pete había
arrancado de su maceta el cactus que tanto me gustaba y se había plantado inmóvil
en su lugar con la pantalla de la lámpara en la cabeza; ni de que sobre la
tierra desperdigada por el suelo, un puma había dejado un rastro de huellas.
Había oscurecido y ya sólo se adivinaban las cosas por su
silueta. Iggy se había aletargado en su refugio y ya apenas respiraba de vez en
cuando. Pete optó por probarse todos sus abrigos al mismo tiempo y, así vestido,
meterse en la bañera.
Néstor y yo, mientras tanto, mezclamos mejunjes en la
coctelera y logramos un brebaje que rezumaba una neblina de jade aterciopelado.
Probamos unos sorbitos y las sienes se nos estiraron hacia arriba cosa de un
metro o así y las orejas se nos pusieron de punta y hasta se nos enroscaron
hacia arriba las uñas de los pies.
De debajo de la alfombra empezaron a salir comadrejas y
roedores y yo hice como que no pasaba nada porque los demás tampoco hacían nada
al respecto. Empecé a dudar: ¿Sólo yo veo las alimañas, o es que resulta que
son imaginarias del todo?
Por el rabillo del ojo vi como Néstor se sacudía algo del
hombro y no supe si se trataría de polvo o era de uno de esos ratones. No me
atreví a preguntarle.
La habitación siguió inundándose de esta manera durante una
eternidad, y entonces vino alguien y rompió el silencio. Esparció los restos
sobre la alfombra. Después dijo:
Si ahora venís todos así, como estáis de desnudos, conmigo a
la mesa, y os pregunto qué tenéis pinchado en el tenedor, decidme, ¿Sabríais
responder?
Aquello fue un momento helado y aterrador. Y me vi desde
fuera de mi cuerpo como siendo una copia de yo mismo, pero mucho más pequeño y levitado,
y desde esa perspectiva se advertía un laberinto dibujado en mi contorno en
cuyo final no aguarda una esfinge, sino un agujero. Un agujero en la roca por
el que se oye respirar.
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