Gómez irrumpió en la habitación
con brusquedad. —¡Alguien se ha comido el último huevo! —vociferó— ¡Era mi cena
y lo sabíais y de aquí no se va ningún menda hasta que el culpable se descubra!
Harry encendió el canuto que
descansaba entre sus labios y Torpe alargó el brazo para que se lo pasara. Yo
dije que no había tocado los huevos de nadie y seguí mirando la tele. Ponían un
documental de lémures.
Gómez se interpuso entre
Madagascar y nosotros y se cruzó de brazos con el ceño fruncido esperando una
respuesta. Nadie movió un dedo, y al rato se fue a la cocina blasfemando entre
dientes.
Torpe se levantó entonces para ir
al baño, yo me llevé dos dedos a la boca mirando a Harry y éste me alcanzó el
porro con un gruñido ahogado.
Respiramos.
—Harry.
—¿Eh?
—¿Qué piensas que se dicen los
pájaros cuando cantan?
—¿Cómo?
—Yo creo que sólo hablan de
comida. Ya sabes, bichos, gusanos y todo eso.
—Ah.
En eso, regresó Torpe, y nos
preguntó si alguna vez, después de mear, no se nos había quedado una gota en la
punta del pijo que nos mojara el calzoncillo. Apenas tuvimos tiempo de
responder, cuando nos dimos cuenta de que el pantalón de chándal de Torpe
estaba todo empapado de la bragueta a las rodillas, y claro, nos descojonamos
hasta que Gómez olvidó sus pesquisas y se vino con nosotros.
Empezaron los anuncios; un viejo
en una vieja ciudad en medio del desierto se pone una mano de visera y descubre
en el horizonte un coche deportivo que se acerca a toda velocidad levantando
una densa polvareda y que frena derrapando en plena plaza mayor. Una
supermodelo sale del vehículo detrás de sus propias piernas piernas piernas y,
sonriéndonos a nosotros, nos aconseja que nos enjabonemos el pelo tres veces al
día con un champú hidratante de esencia de cacahuete y que abramos una cuenta
de ahorro al nueve por ciento en un banco de las islas Tokelau y que para el
estreñimiento no comamos kiwi, sino unos comprimidos.
Para mí la pantalla había
empezado a perder interés y me quedé embobado con las cáscaras de pipas del
cenicero. Me sumí en ese letargo durante toda la publicidad y el resto del
programa, y, cuando quise darme cuenta, estaban dando el tiempo y por toda la
geografía se habían dispuesto huevos bien fritos y relucientes y entonces Gómez
se volvió a cruzar de brazos.
—¿Quién coño se comió mi huevo?
Accedí a ayudarle a investigar,
pues de todas formas pretendía acercarme a la cocina para prepararme un
sándwich. Lo primero que hice fue enchufar la destartalada tostadora y meter el
pan entre chisporroteos. Luego le dije a Gómez algo como: “Lo primordial es
buscar en la basura”. Miramos bajo el fregadero y el cubo estaba lleno a
rebosar con las pieles de banana cayendo como lianas por los bordes, pero no
vimos cáscaras de huevo.
Examinamos los elevados pilares
de platos y ni rastro de clara, tanteamos con los dedos entre las cajas de
pizza vacías y ni media yema. Le dije que buscara en la nevera, pero rechazó la
idea alegando que ya había mirado.
Trasladamos las indagaciones al
resto de la casa y, no dándonos por vencidos, nos aventuramos a buscar también
por la calle.
Miramos en el parque y en el
estanco, donde yo aproveché para comprar un mechero naranja, y después buscamos
en un par de bares y en tantas botellas. Pero el huevo no aparecía.
Regresamos exhaustos y haciendo
eses. Me acompañaban, al menos, tres Gómez, y todos parecían tan borrachos como
yo. —Me meo por no llorar —dijo uno de ellos, y se sacó la chorra entre dos
contenedores donde lo echó.
Yo me apoyé en una farola torcida
y lancé la vista al final de la calle, a nuestro edificio, aquel edificio de
ladrillo del que brotaba una nube negra y densa. Y así me quedé hipnotizado con
las voluptuosidades de aquella nube, las llamaradas que se adivinaban en mi
ventana y la música del chorro de Gómez sobre el asfalto.
Después cantaron las sirenas, y
así fue como naufragamos.
Mariola Bogacki |
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