23.4.15

Huevo.

Gómez irrumpió en la habitación con brusquedad. —¡Alguien se ha comido el último huevo! —vociferó— ¡Era mi cena y lo sabíais y de aquí no se va ningún menda hasta que el culpable se descubra!

Harry encendió el canuto que descansaba entre sus labios y Torpe alargó el brazo para que se lo pasara. Yo dije que no había tocado los huevos de nadie y seguí mirando la tele. Ponían un documental de lémures.

Gómez se interpuso entre Madagascar y nosotros y se cruzó de brazos con el ceño fruncido esperando una respuesta. Nadie movió un dedo, y al rato se fue a la cocina blasfemando entre dientes.

Torpe se levantó entonces para ir al baño, yo me llevé dos dedos a la boca mirando a Harry y éste me alcanzó el porro con un gruñido ahogado.

Respiramos.

—Harry.
—¿Eh?
—¿Qué piensas que se dicen los pájaros cuando cantan?
—¿Cómo?
—Yo creo que sólo hablan de comida. Ya sabes, bichos, gusanos y todo eso.
—Ah.

En eso, regresó Torpe, y nos preguntó si alguna vez, después de mear, no se nos había quedado una gota en la punta del pijo que nos mojara el calzoncillo. Apenas tuvimos tiempo de responder, cuando nos dimos cuenta de que el pantalón de chándal de Torpe estaba todo empapado de la bragueta a las rodillas, y claro, nos descojonamos hasta que Gómez olvidó sus pesquisas y se vino con nosotros.

Empezaron los anuncios; un viejo en una vieja ciudad en medio del desierto se pone una mano de visera y descubre en el horizonte un coche deportivo que se acerca a toda velocidad levantando una densa polvareda y que frena derrapando en plena plaza mayor. Una supermodelo sale del vehículo detrás de sus propias piernas piernas piernas y, sonriéndonos a nosotros, nos aconseja que nos enjabonemos el pelo tres veces al día con un champú hidratante de esencia de cacahuete y que abramos una cuenta de ahorro al nueve por ciento en un banco de las islas Tokelau y que para el estreñimiento no comamos kiwi, sino unos comprimidos.

Para mí la pantalla había empezado a perder interés y me quedé embobado con las cáscaras de pipas del cenicero. Me sumí en ese letargo durante toda la publicidad y el resto del programa, y, cuando quise darme cuenta, estaban dando el tiempo y por toda la geografía se habían dispuesto huevos bien fritos y relucientes y entonces Gómez se volvió a cruzar de brazos.

—¿Quién coño se comió mi huevo?

Accedí a ayudarle a investigar, pues de todas formas pretendía acercarme a la cocina para prepararme un sándwich. Lo primero que hice fue enchufar la destartalada tostadora y meter el pan entre chisporroteos. Luego le dije a Gómez algo como: “Lo primordial es buscar en la basura”. Miramos bajo el fregadero y el cubo estaba lleno a rebosar con las pieles de banana cayendo como lianas por los bordes, pero no vimos cáscaras de huevo.

Examinamos los elevados pilares de platos y ni rastro de clara, tanteamos con los dedos entre las cajas de pizza vacías y ni media yema. Le dije que buscara en la nevera, pero rechazó la idea alegando que ya había mirado.

Trasladamos las indagaciones al resto de la casa y, no dándonos por vencidos, nos aventuramos a buscar también por la calle.

Miramos en el parque y en el estanco, donde yo aproveché para comprar un mechero naranja, y después buscamos en un par de bares y en tantas botellas. Pero el huevo no aparecía.

Regresamos exhaustos y haciendo eses. Me acompañaban, al menos, tres Gómez, y todos parecían tan borrachos como yo. —Me meo por no llorar —dijo uno de ellos, y se sacó la chorra entre dos contenedores donde lo echó.

Yo me apoyé en una farola torcida y lancé la vista al final de la calle, a nuestro edificio, aquel edificio de ladrillo del que brotaba una nube negra y densa. Y así me quedé hipnotizado con las voluptuosidades de aquella nube, las llamaradas que se adivinaban en mi ventana y la música del chorro de Gómez sobre el asfalto.


Después cantaron las sirenas, y así fue como naufragamos.

Mariola Bogacki

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