ESCENA NOVENA
El CHORRO
MUSICAL sigue manando
ininterrumpidamente. Alguien golpea la puerta, varias veces.
QUÍDAM
¡Ocupado!
Esto
provoca un clinamen que desvía la trayectoria de la micción hasta más allá de
los confines del urinario, resultando un resplandeciente charco de oropel en el
suelo.
QUÍDAM
Como iba diciendo, yo no entiendo una
palabra de otra lengua, ni qué decir de las mal escritas; si acaso, me manejo
con algún dialecto endémico y un lontico de lundonita, poco más. Apenas
comprendo a los que comparten mi idioma y me armo jaleos indecorosos hasta para
pronunciar correctamente mi propio nombre; no te imaginas lo que me supone el
pronunciarlo siquiera. Aquella nota no estaba compuesta más que por unas pocas
palabras contadas. ¿Para qué? Digo yo, ¿qué clase de mente garabatea una frase
en un pedazo de papel y la confía a los peces para que estos hagan la vez de
heraldo? Me imaginé a esa suerte de náufrago, sentado en su banco de arena a la
sombra de la única palmera que decidiera germinar tan lejos de todo, en medio
de una laguna recóndita. Lo dibujé delgado y desgreñado, con los pantalones
rasgados convertidos en un fantástico mini short, y sendos xilófonos de tuétano
marcados en los costados. Atada con un cordel, detrás de las orejas, le puse la
cara fea de mi antiguo profesor de historia, a quien siempre deseé una
desgracia parecida, y, además, le imaginé también la compañía inconmensurable
de su solitud. Discurrí largo y tendido acerca de lo que un personaje así
podría dejar escrito en el fondo de una botella. Tal vez sólo quería
despedirse, o quizá confesar un crimen que anduviera atormentándolo a cada
pestañeo. A lo mejor escribía a su madre querida, o a una amante abandonada,
sólo para decir que no se preocuparan, que estaba bien. O incluso podría
tratarse de un mensaje para las algas, preguntando que qué tal, yo que sé; es
increíble la de cosas que se le pueden ocurrir a uno cuando está lo
suficientemente aburrido. Así que, como
no lograba descifrar aquella frase maldita, decidí llevársela a la señora
Levono, para que me extirpara la intriga de entre detrás de las muelas.
Alguien
golpea la puerta, no una, sino tres veces.
ESCENA DÉCIMA
BOSSE-DE-NAGE desciende
planeando gracias a la piel de sus sobacos, dada de sí tras décadas rascándose
las liendres. Aterriza sobre una anciana que, sencillamente, pasaba por allí, y
le devora las dos rodillas de un solo bocado. Se sienta junto a la agonizante y
se limpia los dientes con un ligamento mordisqueado mientras eructa esquirlas
de menisco y jugo sinovial. Un ómnibus amarillo pus se detiene junto a ambos y
de él se apea una estudiante de mirada triste, un mimo sin maquillar, un buzo
de tez púrpura, un bol de boniato malvado en escabeche, medio alfabeto cirílico
y el obispo de los ánades; todos en chancletas. BOSSE-DE-NAGE sube al vehículo y entrega dos monedas ensangrentadas
al chófer: una por el boleto, y la otra por las molestias.
CHÓFER
¿Es que no has visto el cartel? Aquí no se
admiten cercopitécidos de ninguna rama. Anda y lárgate con tu sucio dinero y
agarra un taxi, que no tengo toda la tarde.
BOSSE-DE-NAGE
¡Ha ha!
De un
tortazo, BOSSE-DE-NAGE le salta los
dientes al chófer y lo arroja por la ventanilla, sustituyéndolo al volante y
pisando el acelerador a fondo con la adherencia plana de su pie. A toda
velocidad, los pasajeros gritan trivialidades como “¡Auxilio!”, “¡Socorro!” o
“¡Qué alguien detenga a ese cinocéfalo enloquecido!”, mientras BOSSE-DE-NAGE
ríe tautológicamente y un panel
giroscópico al fondo muestra en bucle el mismo paisaje de frisonas paciendo en
un campo verde perro.
ESCENA UNDÉCIMA
POLICARPO mantiene en
silencio una conversación invisible con las manchas de su delantal beige.
Apenas se aprecia, pero si uno se fija bien, percibe que ha perdido el botón de
uno de los puños de su camisa, precisamente el izquierdo, el del sacacorchos.
Tal vez esto pueda parecer una nimiedad y, ciertamente, lo es; pero, para POLICARPO, ese botón era su cosa. Y otra más que se va
para no volver, dejándolo solo y atrofiado. No hay más que mirarlo, triste; se
ve en sus ojos.
La puerta
se abre, chirría, se queja el quicio. Bajo el dintel se aparece de nuevo el DOCTOR
ORANGJO, con un aspecto aún más ebrio y desaliñado
y, además, sangrando por los oídos.
DOCTOR
ORANGJO
Definitivamente, eran demasiadas. Creo que voy
a intentar un zigurat la próxima vez. Poli, hazme el favor, a partir de ahora,
guarda las botellas vacías para que pueda levantar una cúpula con ellas donde
nadie nos moleste ¡Maldita sea, esa es la solución! No la cúpula, olvida la
cúpula, no hablo de eso ¡Una ballesta! Un dardo certero por la ranura; así
despejaremos el puto baño. Tendremos que improvisar algo con lo que encontremos
por aquí… ¿Tienes una goma elástica? Cualquier cosa servirá. Y si embadurnamos
el proyectil en arak, neutralizaremos a ese meón acéfalo de una vez por todas.
Al menos por un rato. Tú ve a por el anisado, que yo iré preparando las saetas.
POLICARPO
En
serio, doctor ¿Qué tiene?
DOCTOR
ORANGJO
Me
diagnostico mal gen y piuria. No doy con la panacea que revierta mi abulia en
dulzona ataraxia. Ahora pretendo demoler esto que construí y desembocar en el
pragmatismo más bruto. Soy un suicida estético.
POLICARPO
Más bien un beodo estático. Un dipsómano
febril. No haces más que beber y quejarte. Planeas locas aventuras y tú mismo
las desbaratas pidiendo otra cerveza que te aguante los lamentos. Eres un
desgraciado, un borracho y un miserable. Y si te digo todo esto es porque estoy
seguro de que mañana, cuando estés arrodillado frente al retrete, quitándote
los restos de vómito de entre la barba, no recordarás ni una palabra. Y
volverás aquí como un péndulo para pedirme otra cerveza más.
ORANGJO calla. La Poderosa,
medio vacía, se yergue frente a él como un vértice geodésico distante. Una de
sus pupilas, errabunda, indaga el dorso de su muñeca. La otra, volcada hacia el
encéfalo, no insinúa más que lo que puedan sugerir los enrevesados surcos
carmesí de la esclerótica. La luz artificial, entretanto, parpadea.
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