8.10.13

Texaco.

Noventa y seis kilómetros más al norte, por la mañana. El viento es fresco como sólo lo sabe ser a esas horas y tú andas mirando los adoquines con una vieja mochila rosa fabulosa y joroschó con los tupis y las llaves y el cuaderno y esas cosas. Ese frío amable y madrugador.
*   *   *
Lo vi lo vi por vez primera en alguna carretera secundaria del sur, junto a una parada de autobús de madera y con una sonrisa. Lo siento, dijo Steven detrás de sus gafas de sol, no hay sitio. Repasamos el tracklist por segunda vez antes de llegar a Clonakilty, donde quedamos atrapados junto al Texaco de la salida este, justo entre los niños fumadores y la tienda de antigüedades cerrada. Tomamos café y chomp de la aventura, y canturreamos y bailoteamos y aullamos a la luna con cabezas de lobos en las nubes mientras levantábamos el pulgar bajo el indiferente índice de los conductores. Gareth apareció entre las sombras, con su sonrisa, con una guitarra en su funda y la desgreñada melena balanceándose a cada paso. ¡Hola!, nos dijo —pero en inglés—, ¿Os apetece un trago? Nos ofreció un vino tinto de abadía delicioso, además de un Chardonnay que sacó del bolsillo interior de su chaqueta de tweed. Nos contó que venía de Inglaterra, que hacía auto-stop por West Cork tocando en bares y cosas así. Se marchó después de reír un rato con nosotros. Dijo que le gustaba caminar por la noche, y que con una buena botella de vino el camino se hace mejor. Y así desapareció más allá, por la carretera. Compramos enseguida una botella, sardinas y algo de cheddar blanco y buscamos un sitio donde cenar, felices de un modo que no sabría describir, llenos de la alegría que, tal vez sin saberlo, Gareth nos había dejado. Pronto encontramos un altar a la Virgen María con pequeñas cascadas artificiales junto a un arrollo iluminado por velas. Encendimos una, cagamos y cenamos. Bebimos vino. Leímos el capítulo de la oruga y la paloma y Tiger Lily escribió un poema inspirado en la dorada tarde. Y después, sí, es cierto: con una buena botella de vino el camino se hace mejor.


¿Qué tienen estas rayas pintadas en el asfalto que, aún siendo blancas, me enseñan más de mí mismo que cualquier diario de tantos que he garrapateado? 


24.9.13

Jas y la escalera al suelo.

a Color:

         Le llamaban Jas el loco, por su sombrero de paja y la gigantesca escalera de mano que construía tras el granero.

         Era un viejo anacoreta extranjero oculto por una larga y arrugada barba colmada de canas y unas grandes orejas que asomaban con pesar por los lados, todo bajo la sombra de su sombrero.

         Jas, como le llamaban en casa cuando era niño —porque ya hacía mucho que vivía solo—, en efecto construía una escalera en sus ratos libres cuando no cuidaba de las reses. Cabe decir que por supuesto no se trataba de una escalera normal, pues esta era sin duda la más larga de todas las que se hayan fabricado. Ni mil hombres bien robustos que extendiesen sus brazos la abarcarían por completo. Claro que Jas no la fabricó de una sentada, sino a lo largo de muchos años de los que siembran la frente y las manos de arrugas y callos.

         Por las noches, en el pub Harrington’s, era habitual hacer chistes y bromas acerca de por qué extraña razón aquel viejo loco se dedicaba casi exclusivamente a esa dichosa escalera.

         Mientras, él, en el fondo de su soledad alumbrada únicamente por el cálido rubor de la estufa de hierro, lo único que buscaba era llegar a lo que de verdad es profundo —que hasta el más idiota sabe que es el cielo, haciendo escala en la luna quizá, con un sombrero de largas pajas sobre la escafandra—. Desde arriba podría verlo todo así de pequeño, justo mirando a través de los dedos puestos en pinza, así. Todo, visto desde tal distancia, pierde toda importancia y le dejan a uno con la cabeza tan vacía como aquel que vive sin preocupaciones. Sólo así se puede respirar bien profundo y después exhalar sosegadamente y decidir, entonces, bajar de nuevo la escalera para empezar a vivir.



Glengarriff, co. Cork.

31.7.13

Perder el hilo.

Empezó tarareando algo así, y después silbó un estribillo muy pegadizo. Ahora no recuerdo bien cómo era. Miró al horizonte entonces, más allá de la arena y del blanco pentagrama que dibujaban las olas que rompían en la orilla, más allá del azul.

—¿En qué piensas? —me dijo sin apartar la vista del océano.
—No lo sé —contesté—. Perdí el hilo.

Sin embargo, mi cabeza era como un gran ovillo pesado de veras, con hebras de lana de todos los colores. Tantos había que me sentí mareado y con un nudo en el estómago, tal vez de algún cordel que se me hubiera colado detrás de la lengua por la garganta hasta la tripa.

Creo que alguien me ha cambiado la aguja de sitio o la he perdido, y sin ella temo no ser capaz de enhebrar todo este enredo en mi quijotera.

12.7.13

Dodo.

        —Viejo, ponme una jarra —dije mientras cerraba la puerta para que el bochorno no alterase la fresca atmósfera que removían los desvencijados ventiladores del Noche de la Alegría. Era una de esas noches de verano llenas de vulturno y mosquitos y yo había pasado toda la tarde encaramado a mi ventana contemplando el ajetreo de las golondrinas bajo el sosegado planeo de las cigüeñas.
         —¿Un mal día? —contestó el viejo al tiempo que limpiaba una jarra.
         —¿Cómo lo sabes? —pregunté.
         —Últimamente sólo vienes cuando tienes un mal día —aclaró, y me sirvió la cerveza fría.

         Sorbí un par de tragos, sediento y desanimado a partes iguales. Agarré unos cuantos palillos y los deshice en astillas entre los dedos. Volví a beber.

         —Bueno —dijo finalmente el viejo, después de atender a Jerry bigotes— ¿Vas a quedarte ahí sentado bebiendo o me vas a contar lo que te ocurre?
         —Supongo que ambas —respondí, y pegué otro trago para aclararme la garganta reseca por la alergia o vete a saber qué—. Verás, llevo unas cuantas noches teniendo sueños extraños, ya sabes, por el calor y eso. En estos sueños yo soy un dodo.
         —¿Un dodo? —interrumpió el viejo.
         —Sí, un dodo. Esas gallinas de veinte kilos del Índico, cerca de Madagascar. Seguro que te suena si lo ves, ya te haré un dibujo después en una servilleta de ahí. El caso es que me veo con ese pico enorme que pesa un quintal y esas alitas enanas y deformes en un gran palacio de dodos hecho de excrementos de dodos y ramitas secas pero no hay ningún otro dodo. Y es normal, pues se extinguieron hace cuatrocientos años o algo así.
         —¿Y qué pasa? —preguntó el viejo, apoyado en su lado de la barra.
         —¿Cómo que qué pasa?
         —¿Qué ocurre en el sueño?
         —Pues… —bebí otro trago— No sé. Nada. Bastante duro es verte como un pollo extinto sin saber volar.
         —A lo mejor no tienes por qué volar —respondió sabiamente el viejo—. Quizás, como dodo, no has nacido para ello. Piensa en los avestruces.
         —Ah, ya. No pueden volar pero ponen huevos gigantes y corren rápido ¿no?
         —¡No, hombre! Los avestruces son bien grandes, pero esconden la cabeza bajo tierra cuando hay algún peligro cerca. No soy un experto en esos dodos, pero no creo que también lo hagan.
         —¿Me estás diciendo —apuré los restos de la jarra e hice un gesto al viejo para que me sirviera otra— que soy valiente?
         —No, coño. ¿Qué idea tengo yo de sueños y de pájaros?
         —Ya —respondí, y me volví a sumir en las doradas profundidades de mi cáliz como si de un espumoso océano se tratara. Pensé en el dodo, y en qué demonios tenía que ver conmigo. ¿Cuándo habrá sido la última vez que leí algo sobre ellos? Tal vez mirando las nubes de camino a casa la otra semana.

         —He estado pensando en tu dodo —me dijo el viejo después de un rato, cuando me servía ya el tercer océano cautivo en jarra—. Creo que sólo te sientes perdido, fuera de lugar, de ahí que te veas sólo como un pajarraco desaparecido.
         —Sí, puede que sea eso —contesté asombrado— ¿Sabes? Últimamente no escribo apenas. No consigo concentrarme. No dejo de ver dodos imaginarios que me distraen con sus cacareos sordos.
         —¿Seguro que estamos hablando de pájaros? ¿Qué tal las cosas por casa?
         —Ya sabes, las mismas humedades de siempre.
         —Amigo, si algo sabe todo el mundo es que las humedades nunca son como siempre. No dejan de crecer como bolas de nieve hasta estrellarse contra algún árbol o alguna roca. O en este caso hacer una gran gotera e inundar la cocina de la abuela del piso de debajo. O mejor dicho, una gotera en tu coco.

         Sonreí hacia mis adentros, el viejo había vuelto a pasarse con las copas de vino entre comanda y comanda, los mofletes rollizos se le habían teñido de carmesí, el color de la sabionda ebriedad y la sincera lengua desatada. Terminé la jarra de un trago. De la radio empezó a emanar un penetrante lamento. Una trompeta ronca y grave como el silencio del campo tras una batalla, profunda como los abismos y los cantos de ballenas. Me sentí tranquilo entonces y me prometí que algún día echaría un dodo a volar.


10.7.13

Moloch.

         —Sólo digo que el futuro, visto desde estos ojos guasones, es escalofriante de veras. En serio, me da miedo. Pienso en todas esas cámaras de vigilancia y ordenadores y en los móviles inteligentes y me viene a la cabeza un gran mapamundi electrónico con lucecitas indicando la posición de cada consumidor u ovejita o como quieras llamarlo. No hace falta más que ver la cantidad de coches y máquinas que hay, y todas esas fábricas mastodónticas en las que nadie sabe qué se fabrica más que humo ponzoñoso que hace que el aire se vuelva gris. Puede que sea un loco catastrofista temeroso del apocalipsis. Desde luego que no lo hago por gusto ni me hace lo más mínimamente feliz el tener todo esto en mi sesera como serrín mojado esparcido por aquí en la nuca. Porque me duele la cabeza. Y Me pone triste pensar en las ballenas y en los elefantes. Me pone triste que se esté destripando la tierra para sacar el sagrado desperdicio de la Creación y que no crezcamos como plantas al sol aprovechando cada gota de agua sin mancillarla agitados por las brisas tontainas así como en un bailoteo de verano. Me pone triste que se corten árboles para hacer billetes. Y me pongo triste al pensar en toda aquella gente que no vive en paz ni libre ni feliz. Tampoco digo que no queden cosas buenas. No pasa un día sin que vea una sonrisa, aunque sea por el rabillo del ojo. Siempre queda amor. Lo que digo es que tengo miedo de que todo lo bueno que hay por acá y más lejos, que es mucho, se vaya al carajo por culpa del todopoderoso no-sé-quién que arruina cuanto toca.


¿Qué esfinge de cemento y aluminio abrió sus cráneos y devoró sus cerebros y su imaginación? ¡Moloch! ¡Soledad! ¡Inmundicia! ¡Ceniceros y dólares inalcanzables! ¡Niños gritando bajo las escaleras! ¡Muchachos sollozando en ejércitos! ¡Ancianos llorando en los parques! ¡Moloch! ¡Moloch! ¡Pesadilla de Moloch! ¡Moloch el sin amor! ¡Moloch mental! ¡Moloch el pesado juez de los hombres! ¡Moloch la prisión incomprensible! ¡Moloch la desalmada cárcel de tibias cruzadas y congreso de tristezas! ¡Moloch cuyos edificios son juicio! ¡Moloch la vasta piedra de la guerra! ¡Moloch los pasmados gobiernos! ¡Moloch cuya mente es maquinaria pura! ¡Moloch cuya sangre es un torrente de dinero! ¡Moloch cuyos dedos son diez ejércitos! ¡Moloch cuyo pecho es un dínamo caníbal! ¡Moloch cuya oreja es una tumba humeante! ¡Moloch cuyos ojos son mil ventanas ciegas! ¡Moloch cuyos rascacielos se yerguen en las largas calles como inacabables Jehovás! ¡Moloch cuyas fábricas sueñan y croan en la niebla! ¡Moloch cuyas chimeneas y antenas coronan las ciudades! ¡Moloch cuyo amor es aceite y piedra sin fin! ¡Moloch cuya alma es electricidad y bancos! ¡Moloch cuya pobreza es el espectro del genio! ¡Moloch cuyo destino es una nube de hidrógeno asexuado! ¡Moloch cuyo nombre es la mente! ¡Moloch en quien me asiento solitario! ¡Moloch en quien sueño ángeles! ¡Demente en Moloch! ¡Chupa vergas en Moloch! ¡Sin amor ni hombre en Moloch! ¡Moloch quien entró tempranamente en mi alma! ¡Moloch en quien soy una conciencia sin un cuerpo! ¡Moloch quien me ahuyentó de mi éxtasis natural! ¡Moloch a quien yo abandono! ¡Despierten en Moloch! ¡Luz chorreando del cielo! ¡Moloch! ¡Moloch! ¡Departamentos robots! ¡Suburbios invisibles! ¡Tesorerías esqueléticas! ¡Capitales ciegas! ¡Industrias demoníacas! ¡Naciones espectrales! ¡Invencibles manicomios! ¡Vergas de granito! ¡Bombas monstruosas! ¡Rompieron sus espaldas levantando a Moloch hasta el cielo! ¡Pavimentos, árboles, radios, toneladas! ¡Levantando la ciudad al cielo que existe y está alrededor nuestro! ¡Visiones! ¡Presagios! ¡Alucinaciones! ¡Milagros! ¡Éxtasis! ¡Arrastrados por el río americano! ¡Sueños! ¡Adoraciones! ¡Iluminaciones! ¡Religiones! ¡Todo el cargamento de mierda sensible! ¡Progresos! ¡Sobre el río! ¡Giros y crucifixiones! ¡Arrastrados por la corriente! ¡Epifanías! ¡Desesperaciones! ¡Diez años de gritos animales y suicidios! ¡Mentes! ¡Nuevos amores! ¡Generación demente! ¡Abajo sobre las rocas del tiempo! ¡Auténtica risa santa en el río! ¡Ellos lo vieron todo!  ¡Los ojos salvajes! ¡Los santos gritos! ¡Dijeron hasta luego! ¡Saltaron del techo! ¡Hacia la soledad! ¡Despidiéndose! ¡Llevando flores! ¡Hacia el río! ¡Por la calle! 

—Allen Ginsberg.

21.6.13

Saya.

Gilberto Saya tiene las manos grandes y desgastadas. De niño, allá en Colombia, asistía a la escuela con una maestra, lo cual era extraño por aquellos tiempos, y compartía el aula con los dos hijos de aquella. Se portaban muy mal con él y ni su padre ni la maestra le escuchaban cuando  se quejaba entre llantos y denunciaba los maltratos. Un día, en la época de las lluvias, cuando el río corría furiosamente arrastrando rocas y barro, Saya iba camino de la escuela cuando se encontró con los hijos de la maestra y, antes de brindarles la oportunidad de acosarle de nuevo, hizo uso de su fuerza aprovechando su centro de gravedad bajo y sus anchas espaldas arrojándolos al fango manchando sus camisas. Porque el peor enemigo es aquel que está prevenido. Después fue a clase y se sentó en su pupitre.

—Gilberto —le dijo la maestra—, ¿Qué le ha hecho usted a mis hijos?
—¿Yo? —respondió Saya con mirada tranquila— Nada.
—¿No les arrojó al río? —volvió a preguntar amenazadoramente.

Gilberto levantó la tabla del pupitre y cogió su cuaderno y su lápiz y después salió por la puerta sin decir una palabra más. Así fue como dejó la escuela. Tenía trece años.

El padre de Gilberto pasó toda su vida trabajando, una vida muy dura que hizo mella en su carácter como una gran cicatriz encallecida dentro del pecho. A Saya le gustaba mucho jugar al fútbol y, cuando se lesionaba y decía que no podía ayudarle con el trabajo en el campo, su padre le decía: Ah, ayer no le dolía, ¿verdad? Pues hoy usted va a trabajar.

Saya se fue de casa con dieciséis años y nada en el bolsillo. A Venezuela. A veces conseguía algún empleo por jornadas o algo para comer mendigando por ahí. La vida es muy dura, dice Saya, pero es así y hay que vivirla porque no hay otra cosa.

Ahora Saya tiene los ojos enrojecidos por los años y trabaja cocinando carne a la parrilla en el mesón del pueblo los fines de semana. El resto del tiempo lo pasa en la taberna, bebiendo Ballantines con hielo y agua. Todos conocen a Saya por ahí con buenos ojos, y aunque vive solo, nunca toma si no es con alguien. Le gusta cantar con una sonrisa.

Saya me dijo que cuando quieres a alguien tienes que atarlo, pero darle cuerda. Después canturreó algo mientras movía las caderas y se quedo así, sonriendo, con la mirada perdida.

Yo, he desenrollado bien mi carrete de sedal especial y joroschó, de veras irrompible, y tanteo con las nalgas buscando un sitio cómodo entre las rocas de este acantilado lleno de dragones dormidos para quedarme a esperar mientras miro más allá del mar.

9.6.13

La cabeza vacía.

Anoche no pude encontrar el interruptor a oscuras y sin querer rompí la hucha de cerdito que guardo desde hace años sin ahorrar un centavo para mi viaje a la Pampa y de entre los fragmentos de arcilla astillados emergió una cabeza vacía que no sabía ni su propio nombre ni tenía más conciencia de sí misma que lo que confusamente le decían sus ojos empañados de lágrimas de desconcierto al encenderse su pequeño hipotálamo entre los lóbulos y la coagulante placenta.

Intentó decir algo, pero de sus labios resecos sólo salió un goch-goch gutural y ronco. Le costó un buen rato relajar los bruscos jadeos y cuando su respiración se volvió más acompasada pestañeó plácidamente.

—He comprendido —susurró con una sonrisa joroschó— que las fronteras de la materia no son más que una ilusión. Que todo se confunde. Que las cosas son lo que fueron y serán y que siempre es de día en algún sitio. También de noche. Y que siempre hay alguna nube por ahí arriba llena de tripas y otras vesches.


Me miró pensativamente, y me aconsejó que recogiera los pedazos del cerdito para no rasgarme los calcetines y me acostara, que era tarde. Obedecí, por supuesto, mas no pude dormir en un buen rato, con la mirada perdida en el oscurecido blanco del techo de cal que algunas veces fue la copa de un árbol con una cascada y la lengua de una ballena. Después no soñé nada. 

31.5.13

De orugas y hongos.

Nos dimos la vuelta como bailando, giramos como el tiempo gira sobre sus estambres deshojándose para que broten nuevos pétalos de colores. Revolcamos nuestros cuerpos bajo la noctámbula cúpula manchados de barro y lluvia y nos quedamos como los cantos rodados de una orilla cualquiera con el corazón tan duro como la coraza y ese estremecimiento vacío entre las sienes.

*     *     *

Me acuesto ahora por las noches como una oruga en su crisálida, y sueño con que al despertar luzco unas irisadas alas joroschó. Pero mi pupa no es más que una colcha normal como las que usan las personas. Por eso me despierto decepcionado a veces, pero ¿han visto estas aletas doradas y este caudal ondulado y brillante? El cielo es muy grande, pero no deja de ser más que aire, y hasta los lunáticos saben que las mariposas envidian a los peces por no poder libar del néctar coralino en las profundidades más ignotas.

*    *    *

Bau da Terra se comió las polillas de regaliz con un beso y fue sin cabeza o con una muy grande y joroschó por las regiones mentales de la introspección, la entropía y la redundancia disfrutando de su particular mentira o aventura como si fuera una odisea por el espacio y el movimiento y la luz y la música y la energía con los coyotes galopando por desiertos circulares de vinilo negro bajo la lluvia de las cerbatanas de plástico científico, mas todo fueron risas y sonrisas con la fuerza primigenia del no-sé-qué que hay en todo y que fluye y fluye como la forma de escribirlo y con los ojos rojos y joroschó.

Bau da Terra dijo bajo el árbol que siempre se respira la decadencia de los años que pasan y pesan y pisan, y que vivimos con la misma sensación que se tiene cuando abandonas la sala de cine después de la película o vuelves a abrir la nevera para cerciorarte de que sigue vacía. Dijo también: Yo no quiero verme, quiero fundirme y confundirme con la voz de la luna que se asoma paulatinamente entre las nubes de plata para observarnos desnuda bajo el eco de su luz.

Bau da Terra también dijo que puedes estar toda una vida —o incluso mil— corriendo tras el Sol, pero él siempre aparecerá a tu espalda como una bola radiante, que es lo que es.

Después se comió su propia cabeza.


29.5.13


(...) Yo sólo creería en un dios que supiera bailar. Y cuando vi a mi demonio lo encontré serio, grave, profundo y solemne; era el espíritu de la pesadez. Él es el que hace que las cosas se caigan. No se mata con la cólera, sino con la risa. ¡Venga! ¡Matemos el espíritu de la pesadez! Desde que aprendí a andar no hago más que correr. Desde que aprendí a volar no espero a que me empujen para moverme de un sitio. Ahora soy ligero, ahora vuelo, ahora me veo por debajo de mí, ahora baila un dios por medio de mí.

—Así habló Zaratustra, Friedrich Nietzsche.

13.5.13

Manuscrito en una maleta.


Un tigre saltando por el aro de fuego y más allá hay un elefante haciendo equilibrios a dos patas sobre una pelota gigante de goma. Un pirata bebe ron acostado en la hamaca que hay en la terraza de bambú, con vistas al puerto donde ahora mismo hay un galeón modernista con diez mil gárgolas sonrientes como salamandras por banda. La expansiva región se ve silenciosa ahora como la escarcha derritiéndose con quietud, y yo aquí tumbado panza arriba con esta vieja maleta de un tal Juan Guillamón que encontré entre los nenúfares y que está algo raída por dentro pero por fuera aún se la ve lustrosa a su manera. Las ocas patinan sobre el hielo con su elegante torpeza mientras una araña espera en su cristalina red tejiendo tejiendo la mortaja de seda para alguna mosquita con sombrero que vaya con prisa y distracción a la caca del mediodía. Hay una carta dentro de un buzón de ninguna parte, pero el barco de papel hecho de sobres y sellos y facturas hace tiempo que se deshizo con la laguna Estigia empapada de salitre y raspas de pescado. Escampó entonces, y las nubes cerraron un pacto secreto con el horizonte fundiéndose por un breve instante en un beso para desaparecer con los rayos de sol tiñendo sus esponjosas espaldas del color de las piritas. Puse un zapato mirando hacia el oeste, y en cuanto Apolo aparcó su carro por ahí detrás de la moneda, las polillas bíblicas se confundieron con las jumdirillas estrellas revolcándose entre las luces y yo bebí cerveza con el tumulto derretido y decidí que tal vez algún día debería cortarme el pelo para que no se me enredaran los gavilanes morochos. El aire azota mi cabezota rota que flota y rebota entre las notas y me digo: Has de ser siempre simple. Y lo escribo. Y abro otra lata. Otra lata. Y ya.