Es difícil
pensar en voz alta a estas alturas. Tal vez debería de haber cenado algo. Me
asomé por una alcantarilla algo oxidada a una roída habitación de hotel de mala
muerte con el papel de la pared pendiendo de girones. Me miré en el pequeño y
sucio espejo de la pared. Sigo pareciéndome –pensé-. Tengo que salir de estas
cuatro paredes, aquí la música está muy alta y el aire está empapado de humo
negro y más ruido.
Los coches se
pararon en seco en cuanto me asomé por la puerta, así como todos los transeúntes.
Todo en silencio, y viendo la hierba crecer sobre el asfalto. Me quité los
zapatos y los calcetines sudados, descalzo se piensa mejor. Paseé un poco
escuchando el trino de los pájaros y el leve chasquido de los semáforos
cambiando de color, aunque no hubiese nadie que quisiera cruzar. El cielo era
verde y amarillo y los árboles con tronco azul y hojas naranjas. Más allá, un
pequeño pub al que se entraba bajando unas escaleras que lo situaban un nivel
por debajo del prado.
El camarero
era un ciempiés sirviendo cientos de copas distintas a una velocidad increíble
y sin pausa, tan sólo se advertía el fugaz destello de vasos y botellas
bailando en torno a él. En una mesa del fondo un escarabajo pelotero perdía su
bola de mierda a las cartas, y junto a la máquina de tabaco una cigarra tocaba
un melancólico blues acerca de cierta cigarra que había muerto un invierno
cualquiera. Una mariquita se paseaba con un contoneo junto a la barra esperando
que cualquier mosca le invitase a un trago. Pero no me gusta mucho este bar,
además el guardarropa está lleno de polillas.
Salí de aquel
hormiguero y caminé un par de manzanas hasta el parque. Un desfile de patos y
ocas y cisnes y patos más pequeños y patos de otro color cruzaron delante de mí
en dirección al pequeño lago, con fuentes y esculturas y todo, que los humanos
habían puesto allí. Los columpios se ven algo tristes, pues las ardillas no
saben columpiarse, sólo se sientan y mastican algo. Empieza ahora la danza
sobre el estanque. Y los patos hacen círculos y figuras y sumergen su cabeza
para dejar a la vista nada más que sus membranosos pies. Y una bandada de
palomas en formación cruza velozmente por encima. Ahí está un pelícano viejo
tocando el bajo. Los peces de colores también hacen su música a base de glu-glus,
pero yo no consigo oírla. Es bonito este espectáculo, al menos un rato, pues
pronto se convierte en un sinsentido de graznidos y aleteos y zambullidas, pero
así todo ¿no?
Cruzo la calle
de los palacios dorados, que no conozco, pero tampoco me interesan. Galopo
junto a las cebras y los antílopes y algún ñu, y pronto llego al mercado. Es
divertido ir corriendo y pararse en seco cuando llegas a un buen sitio, como lo
era este mercado de especias y variedades que llenaba de color y explosiones
graciosas y sonidos raros aquella pequeña plaza de la parte antigua. En el
mercado te podías encontrar con cosas normales, como una vajilla, un televisor
nuevo de muchas pulgadas, juegos de mesa, muebles restaurados, ropa de mujer,
ropa de hombre, ropa de niño, ropa de niña, ropa militar, relojes y el resto de
cosas normales y fruta y verduras. Todo era normal de hecho, pero puesto así,
es otra cosa, pero así todo ¿no?
El paseo por
el centro neurálgico del mercado es largo pero en ningún momento tedioso. Sin
darme cuenta, paseando descalzo como estaba, llegué al restaurante chino. Pero
este era un restaurante chino particular, en él servían todo tipo de comidas
excepto la china, los camareros y cocineros eran de todos los lugares del mundo
excepto de china, y la decoración era una masa ecléctica de todas las culturas
habidas excepto, una vez más, de china. Me senté en una mesa que emulaba un
iglú, sentado sobre grandes cubitos de hielo sorprendentemente confortables, se
me acercó un camarero hawaiano y me presentó el menú del día. –De primero –dijo
con una sonrisa-, tenemos sopa de ornitorrinco con muslo de canguro enano; de
segundo, carrillada de elefante; y de postre, flan.
Me encanta de
veras el flan, pero la sopa de ornitorrinco me sabe rara. Le di las gracias al
hawaiano y le di una propina de dos globos de colores, uno amarillo y otro
azul; me despedí y salí del restaurante chino. Llegué a la gran avenida, con
sus cines porno (sólo para menores de dieciocho años), sus tiendas de zapatos
de payaso, sus carnicerías vegetarianas, sus embriagadoras perfumerías, sus
tiendas de gnomos de jardín, y la sala de descanso.
Esta sala de
descanso, como cualquier establecimiento de este mundo, puede pareceros un
sitio extraño, pero si lo pensáis un poco, no deja de ser un lugar tan normal
como el bar de bichos y el restaurante chino. La sala de descanso no era más
que un pequeño parque cubierto en el que el techo y las paredes estaban
pintados de manera que pareciese un eterno y perfecto atardecer en una verde
campiña, además el suelo estaba cubierto con un suave manto de fina hierba. Es
un buen sitio para echarse una siesta, pero ahora no tengo tiempo, ¿ves lo
rápido que gira el reloj?
Me apetece
ahora ir a la pista de patinaje sin patines (enceran un gran suelo de parqué y la
gente se desliza en calcetines), pero lo cierto es que tengo algo de hambre.
Cruzo la calle y llego a la heladería del espantapájaros. Es divertido ese
tipo, se queda ahí, detrás del mostrador de helados de mil sabores, quieto, con
los brazos en cruz y unos botones por ojos y una zanahoria por nariz. Le dices
el helado que quieres, y unos cuervos que están sobre sus hombros te lo sirven
en un aleteo o dos. Aquí no se puede pagar con billetes, sólo con monedas,
porque a los cuervos les gustan las cosas brillantes. Yo pedí un helado de lasaña.
Decidí
despertar, esto es volver a casa. Cogí una bicicleta roja con las ruedas
blancas que tengo aparcada siempre donde la necesito con una bonita pata de
cabra de las que ya no se fabrican. Cruzo las colinas urbanas llenas de plantas
a toda velocidad y adelanto a los ratones y a las chicas que encajan en mi
mundo y llego a la última habitación llena de relojes y cachivaches y me
apetece ponerlo todo a funcionar.
1 comentario:
¿Seguro que ya ha despertado?, mejor seguir soñando y no enfrentarse a atravesar la urbe con sus ratas, chicas malas y habitaciones de locales a contrarreloj,
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