27.4.13

Carpio koi heyoka.


         Los niños se reían de mí por llamarme Carpio, pero me gustaba. No todo aquello de las burlas y bravuconerías, sino el nombre en sí. Tiene algo de magia, algo de payaso sagrado, algo así como el fresco estupor de la fina lluvia norteña en los párpados.
         Siempre he creído en que el nombre propio influye en la personalidad de cada uno, como un signo, pero ahora me han hecho ver que nuestro nombre no tiene por qué ser el mismo con el que nos salpican de agua santa susurrando inocuos conjuros sobre la llorosa facha, sino una palabra que nos define, una esencia resplandeciente. Ése es nuestro nombre.
         ¿Pero qué vamos a saber nosotros, si sólo somos una manada jumdirilla de lunáticos joroschó que se tumban a la sombra de los árboles?

         Me decían cabeza de calamar, pero nunca entendí el por qué. La nostalgia es el primer síntoma de ser humano y por eso olvidamos los miedos y torturas de la infancia para recordarla como una verde campiña de margaritas y verde trébol bajo el cantar del mochuelo y de la alondra. Pero engañarse para complacerse es el segundo síntoma de ser humano.
         Yo creo que no somos más que monos calvos y locos.
         ¿Pero qué voy a saber yo, si escribo esto en una madriguera tenue alborotada de cachivaches y mamotretos, acomodado en el hogareño colchón?

         Volví a soñar que era un astronauta dormido en el fondo del mar, pero esta vez no sentía las mareas acicalando las algas, sino silencio. Me asusté, a mi manera, pero no fue un sueño inquieto, sino custodiado por una calma solemne o algo así.
         Supongo que hay que ser feliz siempre.
         ¿Pero qué voy a saber yo, si mi escafandra me sirve de pecera para el flagrante koi heyoka [1] de mi barriga y no sé del mar más que es grande y azul?
        
         Mi papá me enseñó una vez —aunque, siendo justos, me lo tuvo que repetir muchas veces— que los senderos ya están hechos para ser andados, y que no hay que inventar la bombilla cada vez que te quedes a oscuras, también que hay que darse prisa porque el hielo se derrite y pronto el agua lo anega todo. Y que hay que ser feliz.
         Mi mamá me enseñó a ser paciente, supongo. Y que aunque no se tenga humor siempre hay sitio para una broma. Me enseñó a respirar bien profundo y a escuchar con oído joroschó los bramidos de las olas. Me enseñó a leer, y que no sólo hay que hacer lo que se quiera sino también querer lo que se hace. Y que hay que perseguir los sueños. Y que hay que ser feliz.
         ¿Pero qué van a saber ellos, si se besaban suspendidos en una pétrea pared en aquella foto vieja que tanto me gusta?
         [A mi hermana le dedicaré otro capítulo.

         Leí cartas del norte que decían:

                   »Fríos susurros arrastra el aliento desde Jutlandia. Cruzamos obnubilados las aristas del laberinto anacrónico con las manos expandidas y agitadas y la mirada desviada en su propio globo.
                   »Fríos sudores de la paranoia amable que convierte el paseo en un terrorífico evento con final feliz extremeño cerrando el círculo de la novatada de la percepción histérica y otras vesches.
                   »Que caminamos sin rumbo en círculos heptagonales evitando los puentes, asustados por el vertiginoso gira y gira de la moneda terráquea.
                   »¡Beaumont y Village, héroes del acertijo del laberinto anacrónico!

         Y no entendí nada.
        
         ¿Pero qué voy  entender yo, si el mayor océano que conozco es una palangana de plástico navegada por barcos de corcho tripulados por hormigas?


         Aquel viejo catalán, al marchar de Macondo para volver a su aldea natal, dejando un montón de libros, dijo algo así como: —¡Acá le dejo toda esta mierda!
        
         Y no le faltaba razón porque, al final de todo —que también es el principio—, no sabemos nada.




[1] loco.

20.4.13

Capítulo XXII (Parte IV).


         Solventé quedarme un rato más en la cama, y de veras disfruté aquellos escasos minutos estirados por la parsimonia del sueño leve al tiempo que el sol me acariciaba la frente de cuajo y el viento que se filtraba por las ventanas averiadas rozaba mi desordenada cabellera desplumada otra vez por el cogote, pero no tardé en desperezarme del todo y ponerme algo de ropa seca para salir a desayunar algo antes de presentarme en el Teatro Mágico para mi primer día de trabajo.

         Las calles parecían todas distintas, como desordenadas, pero todo seguía en el mismo sitio. Lo achaqué a imaginaciones mías a causa de mi sueño, y seguí paseando mientras silbaba como una alondra o un jilguero o algo así.

         Después de revolotear a través de unas cuantas manzanas, di con una pequeña cafetería, el Café Telepático, donde ofrecían un menú de “tortitas de tus cosas favoritas” por solo tres dracmas, y como siempre he sido una persona muy sensible a la publicidad y me encantan mis cosas favoritas, decidí desayunar ahí.

         Me acomodé en un taburete alto frente a la barra y, después de dar los buenos días, pedí la carta de tortitas al joven con constelaciones de acné que era el camarero.

         —Aquí tiene —dijo, y sacó de debajo del mostrador un enorme volumen que era una auténtica enciclopedia de comidas y sabores. Desde el aceite hasta el zumo de cualquier fruta, pasando por los macarrones y el tocino. Toda clase de platos y postres y mermeladas. Había hasta tortitas solas.
         —¿Quién demonios pedirá las tortitas solas? —musité, y me decanté por las tortitas de puerros con bechamel, que no es que fueran mis cosas favoritas, pero sin duda gustaban a mi apetito.

         Me llené bien el buche y descansé mientras revisaba el Eco de Estagira en busca de alguna noticia referente al catastrófico tornado de la noche anterior, pero no había más que malas noticias y un crucigrama que resolví en apenas un minuto, aunque con palabras improvisadas como jumdirilla o habbacri, si te inventas las palabras es más fácil.

         Tan pronto como lo terminé, pagué la cuenta y salí de nuevo a la calle en dirección al Teatro Mágico. Salté por las aceras como jugando a la rayuela imaginaria o salvando combas invisibles y en un santiamén llegué al teatro. Pero no fue el Teatro Mágico lo que encontré. En su lugar estaba un edificio rojo con forma de boca de incendios: era el parque de bomberos.

          Atravesé el umbral de la entrada y no vi más que a unos cuantos tipos ataviados con chubasqueros ignífugos y cascos fosforescentes y algunos también con hachas jugando al parchís y a las damas y a la gallinita ciega… a muchas cosas, pero ninguno con fuego. Uno de ellos se me acercó al verme entrar.

         —¿Ha habido algún incendio? —preguntó con una voz infantil.
         —No —respondí, contrariado— Esto… no, yo buscaba el Teatro Mágico.
         —¿El Teatro Mágico?
         —Sí. Ayer estaba aquí.
         —¿Estaba aquí?
         —¡Sí! Ayer vine aquí y… —empecé a decir, nervioso— hubo un tornado, y los edificios salieron volando y… una vaca… y parecía un sueño.
         —¿Un tornado? —volvió a preguntar— Aquí sólo nos ocupamos de los incendios y de los gatos que se quedan atrapados en los árboles.
         —Está bien —contesté, vencido al descalabro.

         Eché un último vistazo a la divertida yincana que los bomberos habían organizado y me fui, decepcionado como unos olvidados cordones de zapatos por estrenar, aún en su caja.
         —¿Y dónde demonios estará ahora el Teatro Mágico? —pensé, pues me negaba a aceptar que hubiera sido fruto de mi imaginación o de un sueño considerablemente vívido. Aquel sitio existía, estaba seguro.

         Caminé sin rumbo a través de las tímidas horas que apenas se dejaban notar, reviviendo los acontecimientos de la mañana anterior, cavilando, rumiando cada minúsculo detalle para determinar si yo, despistado de mí, me habría confundido de calle o si aquel fantástico lugar con su inconmensurable estantería llena de cachivaches de veras se había desplazado de su ubicación como consecuencia del tornado o si tal vez lo soñaría todo como me temía.

         No tenía nada que hacer más que pasear, así que, como el personaje de toda película que aparece al final de la segunda bobina para salvar el día, decidí dedicarme a encontrar el Teatro Mágico, pues cuando pierdes cualquier cosa no hay mayor menester que encontrarla. 

19.4.13

Capítulo XXII (Parte III).


         —¿Y OFRECE USTED TRABAJO A TODO EL QUE VENGA AQUÍ, SEÑOR MELQUÍADES? —pregunté en un grito, casi sin oír mi propia voz ni mis pensamientos.
         —Te voy a contar la historia del Teatro Mágico, Alonzo —conseguí entender—, aunque mejor mañana. Se te ve cansado, y sabias son las huellas que se dirigen al cubil. Ve y duerme un poco, mañana será un largo día.

         Acepté su propuesta sin dudar, pues aquel pitido se me había colado entre las sienes y sentía cómo mi seso se iba derritiendo en un jugo pegajoso, quedándoseme todo aquello en los párpados y haciendo que éstos se me fueran cerrando adormecidos. Sin más vueltas, Melquíades tenía razón, camino a la cama es el mejor camino.

         Arrastré los pies de vuelta a casa acompañado por los susurros de mis derrotados andares al frotarse con las húmedas callejuelas sembradas de charcos. Había empezado a llover inclinado y daba la sensación de que los edificios y las farolas y los árboles se iban tumbando para acostarse antes que yo. Ahí arriba, bien lejos, sobre mi cabeza, una gran nube negra que parecía el ojo de un cíclope colosal me dirigía una mirada entornada, como si me reconociera después de muchos años sin vernos. Puede que sean imaginaciones mías, pero tal vez yo mismo provocara aquella tormenta abanicándome el verano pasado o soplando las velas de cumpleaños. Por todo aquello del efecto mariposa y eso. Quién sabe.

         —Debería darme prisa —pensé, o dije, convencido de que en cualquier momento caería fulminado por el sueño o por un rayo, y aligeré el paso totalmente calado hasta los calzoncillos por toda aquella lluvia que arreciaba con virulencia y me golpeaba la cara con toda la furia del viejo aliento del cielo.

         Entré en el edificio tiritando, con la ropa empapada y los calcetines encharcados, mi gordo y sudoroso casero roncaba plácidamente en la butaca de orejas descomunales que había en la salita de la planta baja. Subí las escaleras pausadamente, atemorizado por el incesante repicar de un ejército de más de veintidós mil gotas de lluvia asediando las cuadrangulares murallas de cristal de las ventanas y la obscura    voz del viento que hacía que las puertas se estremecieran cobardemente sobre sus goznes.

         —Camino a la cama es el mejor camino —me dije mientras me desvestía y me acurrucaba bajo las arrugadas sábanas.

         Por la ventana vi el cielo gris oscuro y los ojos se me cerraron un rato. Hubo un destello, qué fastidio. Y ya era un naranja pálido o rosa pálido o cian oscuro o igual seguía dormido, porque también vi cilindros y tetraedros bien brillantes y lustrosos. Se dibujaron bucles y torbellinos y símbolos extraños, como matemáticos. Abrí un ojo y la habitación ya estaba oscura otra vez, la lluvia había amainado, pero el viento exhalaba incansable con sus eternos pulmones celestes y el ceño fruncido. Había un ojo negro ahí arriba, que se fue convirtiendo en un gigantesco dedo en espiral o en una cola de cerdo, acercándose más y más.

         La casa se revolvió sobre sus cimientos y, tras una sacudida, salió por los aires, ingrávida.

         —¡Qué sueño tan raro! —pensé yo— Si por aquí no hay ninguna zeta vaporosa…

         Lo que aconteció entonces, o al menos lo que yo percibí, fue un auténtico baile de edificios, coches, árboles, papeleras girando en medio de un torbellino filarmónico. Hasta juraría que vi un par de vacas blancas con grandes manchas geográficas como un vacamundi gimiendo muu-muu flotando en medio de todo aquello. Incluso me pareció ver también a niños saltando en una cama elástica voladora y a unos pescadores en su barca. Estagira se despegaba de la tierra como en un estornudo perpetuado en un lapso de tiempo joroschó danzando alrededor de una hoguera imaginaria y levantándose a más de cien metros del suelo, para posarse delicadamente, a su manera, de nuevo en el mismo sitio como si nunca se hubiera movido de ahí. Claro que todo esto lo vi mientras me frotaba los ojos, adormilado.

         Pero sospecho que de verdad había ocurrido. Las calles no mostraban el típico aspecto que tienen las calles después de haber sido devastadas por un tornado, incluso las farolas se habían vuelto a clavar en sus orificios correspondientes. Una vaca pasó lentamente por el paso de cebra, supongo que para camuflarse, y yo me volví a recostar en el colchón, convencido de que todo aquello había sido un sueño. Así son los sueños.

18.4.13

Capítulo XXII (Parte II).


Se trataba de un viejo edificio cuadrado de ladrillos sucios, con una pequeña puerta de madera oscurecida por un caldo de lluvia y años de la que colgaba una oxidada argolla, y dos ventanucos en la segunda planta. Junto a la puerta, en un corroído letrero de bronce se podía leer “TEATRO MÁGICO” y debajo una breve e ilegible frase.

         Entré sin llamar, es una mala costumbre que he cogido no sé dónde. Todo aquel teatro era una gran sala diáfana, con unos cuantos bancos apostados junto a las paredes y un gran espacio central donde bailoteaban un puñado de actores y artistas de circo, y las paredes estaban pintadas a rayas rojas y azules, como en mi sueño, digo en mi suelo, lo que me hizo pensar que quizás estuviese frente a una sincronía del Universo que se había manifestado a través de mí pero al revés, o tal vez algo del Destino o algo así, pero supongo que no fue más que una bonita coincidencia.

         Definitivamente, aquí no vendían lámparas, por lo que decidí dar descanso al traqueteo de mis zapatos y sentarme un rato para disfrutar del ensayo o lo que quiera que fuera aquello que hacían los artistas.

         Me quedé asombrado con el equilibrio del pequeño Phillipe allá arriba, sobre una cuerda de guitarra tocando la nota Mi, muda, con la mirada estrábica, absorta, ignorante de la gravedad. Me deleité con los malabares de Éloi el chile, que se atrevía hasta con sables en llamas, incluso sobre un monociclo chirriante. Más allá un coro canturreaba una extraña canción que jamás había oído, el tipo de canción que susurra el viento cuando, después del fulminante ronquido de un viejo volcán escupe fuegos, una brizna de hierba brota de entre el tiznado hollín como una verde lengua de vida que escapa de su prisión de azabache. En otro rincón, unos cuantos actores ensayaban una obra inspirada en Don Quijote, lo que más me gustó fue Rocinante, reducido a un calcetín lleno de paja con dos grandes botones negros por ojos, una crin de lana y un palo de escoba por cuerpo, aunque visto así quizá sea un poco triste; y un poco más a la izquierda, un forzudo levantaba con una mano una escalera sobre la que se sostenía una muchacha mientras que con la otra hacía pasar a un perro pintado de tigre por un aro luminoso que apenas parecía estar caliente.

         Pero lo que más me llamó la atención de todo aquello, lo que atrapó con un anzuelo invisible a mi pupila, fue aquella muchacha, su corta melena del color del melocotón y sus infinitos ojos verdes, su piel dorada sembrada de delicadas pecas que se iluminaban con cada sonrisa de sus labios, toda ella despedía una especie de electricidad o algo parecido que hacía que me temblase todo el cuerpo, mis orejas enrojecieran y el pelo del cogote se me erizase. Como si una tierna voz aquí dentro o tal vez de fuera me tararease la pacífica melodía de la calma ancestral.

         —Esa sensación llámase rubor que, como el atún, es más viejo que el fuego —dijo un viejo que había aparecido junto a mí como por arte de magia— ¿Cómo te llamas? —preguntó
         —Alonzo —respondí automáticamente, sin tiempo para sorprenderme.
         —Bien, bien —hablaba con una voz paulatina y leve, casi como si las palabras le salieran en una acompasada exhalación de algún sitio dentro del pecho— ¿Y qué haces aquí? —continuó— La función no empieza hasta las ocho.
         —Son ya las ocho y veintidós —contesté tras mirar mi reloj de pulsera con correa de piel de llama. El viejo se rió, enseñando una dentadura toda de madera.
         —¡Pero si la actuación es por la noche y apenas acabamos de desayunarnos las tostadas con café! —consiguió decir finalmente entre carcajadas.
         —Ah —suspiré yo—, pues entonces me marcho, hasta luego.
         —¡No, no, no! —gritó el viejo— ¡Espera un momento! ¿Tú no estarás buscando empleo, verdad?
         —En realidad yo sólo buscaba una lámpara —dije—, pero…
         —Pero te has enamorado ¿verdad?
         —Puede que un poquitín —solté con una risita y haciendo un ademán con la mano como sosteniendo un pelo imaginario entre el índice y el pulgar.
         —Pues vamos, te enseñaré tus tareas —sentenció mientras señalaba con el cuello hacia unas cortinas que había en la esquina al tiempo que guiñaba un ojo con expresión cómplice.

         Aquel viejo llamábase Melquíades Quismondo, aunque todo el mundo le llamaba Melquíades, y era el director del Teatro Mágico. De él se decía que tenía más de cien años, cosa que concordaba con su arrugada piel del color de las aceitunas y con sus pálidos ojos tan profundos como el gran saco de sabiduría envuelto en mantas de colores que era él mismo.

         Me condujo hasta las cortinas coloradas de terciopelo de imitación y, tras ellas, di con una descomunal estantería que llegaba hasta el techo, toda llena de cajas de todos los tamaños, cajas y más cajas de cartón y de madera, incluso cajas hechas con terrones de azúcar y pesados baúles forrados de piel de cebra. Había tantas cajas que fácilmente podían contener entre todas al menos una muestra de cada cosa que hubiera sobre la tierra y parte de sus adentros, hasta una pequeña muestra de nube y otra pequeña muestra de arcoíris y esas cosas.

         Pero lo que contenían esas cajas, me dijo Melquíades, eran cientos de cachivaches y artilugios científicos y ropas extrañas como disfraces y baratijas y amuletos que había ido recopilando en sus viajes por las dos caras de la moneda terráquea y que, según me indicó, yo debía ordenar.

         —¿Cómo lo hago? —titubeé.
         —Como tú veas —respondió afablemente— Hay tantas cosas fabulosas aquí amontonadas que ya apenas las recuerdo todas. Por ahí debe de haber una pareja de espejos que le compré a un árabe que los había fabricado para, puestos uno frente al otro, poder ver el reflejo de Dios entre ellos.
         —¿Y qué vio? —pregunté entonces, intrigado.
         —Nada. Bueno, y todo. Vio de todo menos a Dios. Vio cosas pequeñísimas que parecían esferas eléctricas zumbando todo el rato, pero no a Dios.
         —Vaya.
         —¿Y qué me dices de este catalejo mágico? —siguió diciendo animadamente mientras me tendía un rollo de cartón.
         —Pues parece un rollo de cartón —contesté decepcionado.
         —¡Pero no lo sostengas así! —exclamó— ¡Mira a través de él!

         Y al mirar por aquel cilindro acartonado no pude ver más que a la muchacha al otro lado de la estancia.

         —¿Has visto, Alonzo? ¡Es un catalejo mágico! ¡Tiene la cualidad de centrar nuestra despistada mirada únicamente en aquello que queramos ver!
         —¡Es cierto, increíble! —proferí entusiasmado, aún con ese tal rubor tras las orejas— ¿Y qué hay de todos estos libros? —pregunté mientras sacaba una caja de su estante.
         —¡Ay, Alonzo! —suspiró Melquíades— Has de tener especial cariño y cuidado con los libros, pues albergan antiguas historias que no deben ser olvidadas. Ricardo Corazón de León, que se llama igual que el rey pero no es el mismo, dijo una vez con su profunda voz que los libros le enseñaron a pensar, y el pensamiento le hizo libre ¡Se encuentran cosas maravillosas en estos manojos de páginas encuadernadas!
         —Está bien —asentí— ¿Sabe, señor Melquíades? —continué— Yo antes vivía en otro lugar, y mi vida era comer, dormir y trabajar. No es que me sintiera triste con todo aquello, tal vez sí, pero el problema es que no sentía absolutamente nada. Toda mi vida se reducía a las volteretas de las agujas del reloj, que son volteretas harto tediosas cuando no tienes tiempo ni para subirte un poco los calcetines entre escalón y escalón. Ahora —proseguí— he dejado todo eso para vivir y pensar, y, cuanto más observo el mundo y más pienso sobre él, más loco me parece, todo lleno de serpentinas y desorden y galimatías y cosas feas y malas y también gente buena que se asusta en todo ese caos de la anarquía de las pompas de jabón.
         —Ay, Alonzo —me dijo Melquíades mientras apoyaba su tibia mano sobre mi hombro—, el mundo no puede dejar de sorprendernos nunca porque está en su naturaleza. Cada uno ha de ser lo que es, y el mundo no es coherente. La gente toma decisiones distintas y los rayos caen donde menos te los esperas.
         —Hablando de rayos —dije, al ver la densa y oscura nube que dejaba ver uno de los ventanucos de arriba—, se avecina tormenta.

         Y, aunque no lo crean, justo en ese mismo instante, hubo un fugaz destello seguido de un ensordecedor estallido que se perpetuó aquí en mi sesera durante un rato vestido de silbido átono. Supongo que había sido otra inesperada coincidencia.

17.4.13

Capítulo XXII (Parte I).

(Que va justo después del Capítulo XXX)

Desperté con un respingo, asustado, pues pensé que un hurón o algo estaba subiéndoseme por los pantalones, aunque seguía vestido con la funda de la almohada y los calcetines. Estaba realmente descansado y con una sensación aireada, como cuando te has pasado la noche soñando algo que no recuerdas. Aún estaba oscuro y una luna en un cuarto dudoso iluminaba el suelo bicolor de mi habitación con un pálido halo.

         Eché un ojo a mi reloj de pulsera con correa de piel de llama y me quedé estupefacto al ver que no había pasado ni un minuto de la medianoche, ni siquiera recordaba por qué iba ataviado con una funda de almohada, supongo que serían cosas nuestras.

         Me quedé hecho un ovillo en el colchón observando las blancas paredes en la penumbra, adivinando las figuras que proyectaban las sombras y esos pequeños hilos que ve la gente y que parecen flotar en algún tipo de líquido ocular alrededor de los globos. Traté de dormir, pero me resultó imposible envuelto en todo aquel silencio, sumiéndome finalmente en una cálida duermevela.

         Respiraba entonces bien despacio, y mis pupilas pronto compensaron la tenue oscuridad engordándose a base de sombras. Vi que en una de las esquinas, junto al cubo orinal, había dos enchufes sin utilizar, y pensé que no estaban mal por si algún día los necesitaba, también que quizá me haría falta una lámpara.

         Decidí ir a buscar una, eso tal vez me despejaría el cerebro. Rebusqué en mi maleta y me cambié de ropa. Por la ventana se vislumbraba una frágil neblina como una charca vaporosa, así que cogí también la chaqueta. Salí al fresco y, justo al doblar la esquina, me percaté de que no hay lamparerías abiertas en Estagira a las dos de la madrugada, pero mis pies se habían olvidado de la dichosa lámpara y mantenían un sordo compás, primero el izquierdo, luego el derecho y así, o al revés, internándome en las oscuras calles ante la mirada indiferente de mi voluntad.

         El paseo nocturno hizo que pensara en muchas cosas. Primero pensé en que de verdad es importantísimo atarse bien los cordones, pues un tropiezo puede retorcerte el tobillo o abrirte el cráneo. Después pensé en que los pollos no cruzan carreteras, que ni siquiera saben qué demonios son las carreteras ni los pollos, y si lo saben no les importa, cruzan porque tal vez quieran llegar al otro lado. Más tarde tuve una vívida ensoñación en la que yo volaba, o por lo menos planeaba joroschó[1] sobre las cabezas y los coches y los bosques de chimeneas mientras todo aquello escupía humo más o menos ponzoñoso. Un par de pasos más allá imaginé que aquella ciudad dormida no existía en realidad, y yo no era más que una luz diminuta en el cerebro de un tipo llamado Pablo o algo así. También pensé que mis iniciales escritas de esta forma parecían un tipo cargando con una cruz enorme en forma de té que me pareció gracioso ¿Os lo imagináis?  Otra cosa que me ocurrió durante el paseo fue que, de la nada, salieron no uno ni dos, sino cinco conejos o liebres o canguros pequeños, ¡cinco! Por supuesto lo tomé como un augurio fantástico y con una sonrisa en mi facha me dejé llevar por el ritmo de las suelas de mis zapatos contra los desgastados adoquines de Estagira.

       Caminando, así, encontré el Teatro Mágico al nacer el día.


[1] Del nadsat: Bien, bueno.

6.4.13

Un cordón verde.


         No es que me guste fardar, pero yo también llevo abalorios.
        
  De mi cuello cuelga un cordón de zapatos de color verde atado por los extremos. Puede que ya haya hablado de él alguna vez, antes. Lo llevo desde hace mucho mucho, casi un cuarto de mi vida. Lo curioso es que muchas personas, al conocerme y ver semejante complemento, se sorprendían y me preguntaban el motivo de semejante “locura” esperando una respuesta cuanto menos filosófica. Yo podía hablarles de mi rechazo a la cultura de la moda inculcada en la sociedad como con una aguja hipodérmica gigante o divagar sobre los cánones de apariencia establecidos y cuán fácil sería derribarlos si aceptáramos que podemos ser nosotros mismos y ver la belleza en el interior tanto nuestro como en el de los demás… cosas así. Pero la verdadera historia de mi cordón verde es que un día ayudé a mi mamá a guardar cajas viejas en el trastero y, de casualidad, ella encontró un cordón verde sin pareja, y me lo ofreció como haciendo una inocente broma. Yo me reí, así, y me lo colgué del cuello, y como me hizo gracia, al levantarme al día siguiente y verlo, volví a ponérmelo. Y así. A la gente le cuento esta historia. Bueno, cuando estoy cansado les digo: ¿por qué no? De todas formas creo que muy poca gente lo entiende, pero no importa.

         Ahora mismo quizá esté pasando por una etapa especialmente coqueta, pues le he ido colgando algunas cosas a modo de amuletos. Llevo un clip, un muelle dorado, una chapa de una lata de refresco, un muelle de una pinza, un clip grande a rayas verdes y amarillas y una pinza de madera pintada de rojo y azul y morado y na’masqué que me regaló Color. Pesa un poco, pero creo que me da algo de suerte. O por lo menos una sonrisa joroschó.

Olga Rozanova.

4.4.13

Música de cañerías.


         Cuando era un niño solía pensar de debajo de la bañera vivía un gruñón. No es que se quejara o protestara por cualquier cosa, simplemente vivía ahí debajo, a su aire, y se molestaba cuando, después de mis batallas navales en miniatura y mi chapuzón diario, mi mamá quitaba el tapón y mi diminuto océano se derramaba por las cañerías y anegaba su ya de por sí húmeda guarida mientras él rugía entre gárgaras con enojo.

         Y ahora, que ya no hay beligerantes navíos ni inmersiones higiénicas, que solamente me quedo de pie bajo la tibia lluvia de la alcachofa, me doy cuenta de que echo de menos al empapado gruñón de debajo de la bañera que me daba tanto miedo. Incluso a veces me agacho y acerco el oído al desagüe hasta el yunque o casi el estribo para ver si oigo una respiración ronca o un pulso acuoso.

         Tal vez sólo sea que está de viaje, o que se haya acostumbrado ya a vivir calado hasta los huesos, pero de veras que me tiene preocupado.

1.4.13

Dominós.


         Necesito algo para empezar… es una idea, algún día, en mis lágrimas, mis sueños... la descubrí bien poco a poco, como esos detalles de cualquier cosa que aprecias cuando la has estado observando durante un tiempo. Una cáscara de huevo perfectamente esférica, como una pelota de ping pong y tan blanca, me entró por la pupila un día que ya no recuerdo y se me enganchó aquí detrás, entre los ojos y el pelo, justo encima de la campanilla, y por eso no podía tragar bien —y ni con gárgaras se me pasaba—. Ya sólo hicieron falta un par de susurros brillantes con olor a terciopelo y musgo verde musgo para que eclosionase sin dolor, como el parto de una pompa de jabón, como el alumbramiento de las motas de polvo. Así empecé a jugar al dominó en silencio, cuando todos dormían y yo cerraba los ojos para disimular. Y así pasé los días, tan oscuros como cálidos, curando un corazón demasiado blando para haberse roto.

         Y ese mamífero enmarañado me pone contento ahora. Ver cómo intenta hacer equilibrios por ramas invisibles para intentar cruzarse en tu camino y que parezca una inesperada coincidencia, cómo imagina fuegos artificiales y espirales fabulosas y joroschó con un tibio rubor detrás de las orejas, cómo pierde la mente escuchando el eco de las alondras y los tímidos aleteos que se confunden con los latidos aparentes de las cosas.
        
         Es una idea, algún día…