19.4.13

Capítulo XXII (Parte III).


         —¿Y OFRECE USTED TRABAJO A TODO EL QUE VENGA AQUÍ, SEÑOR MELQUÍADES? —pregunté en un grito, casi sin oír mi propia voz ni mis pensamientos.
         —Te voy a contar la historia del Teatro Mágico, Alonzo —conseguí entender—, aunque mejor mañana. Se te ve cansado, y sabias son las huellas que se dirigen al cubil. Ve y duerme un poco, mañana será un largo día.

         Acepté su propuesta sin dudar, pues aquel pitido se me había colado entre las sienes y sentía cómo mi seso se iba derritiendo en un jugo pegajoso, quedándoseme todo aquello en los párpados y haciendo que éstos se me fueran cerrando adormecidos. Sin más vueltas, Melquíades tenía razón, camino a la cama es el mejor camino.

         Arrastré los pies de vuelta a casa acompañado por los susurros de mis derrotados andares al frotarse con las húmedas callejuelas sembradas de charcos. Había empezado a llover inclinado y daba la sensación de que los edificios y las farolas y los árboles se iban tumbando para acostarse antes que yo. Ahí arriba, bien lejos, sobre mi cabeza, una gran nube negra que parecía el ojo de un cíclope colosal me dirigía una mirada entornada, como si me reconociera después de muchos años sin vernos. Puede que sean imaginaciones mías, pero tal vez yo mismo provocara aquella tormenta abanicándome el verano pasado o soplando las velas de cumpleaños. Por todo aquello del efecto mariposa y eso. Quién sabe.

         —Debería darme prisa —pensé, o dije, convencido de que en cualquier momento caería fulminado por el sueño o por un rayo, y aligeré el paso totalmente calado hasta los calzoncillos por toda aquella lluvia que arreciaba con virulencia y me golpeaba la cara con toda la furia del viejo aliento del cielo.

         Entré en el edificio tiritando, con la ropa empapada y los calcetines encharcados, mi gordo y sudoroso casero roncaba plácidamente en la butaca de orejas descomunales que había en la salita de la planta baja. Subí las escaleras pausadamente, atemorizado por el incesante repicar de un ejército de más de veintidós mil gotas de lluvia asediando las cuadrangulares murallas de cristal de las ventanas y la obscura    voz del viento que hacía que las puertas se estremecieran cobardemente sobre sus goznes.

         —Camino a la cama es el mejor camino —me dije mientras me desvestía y me acurrucaba bajo las arrugadas sábanas.

         Por la ventana vi el cielo gris oscuro y los ojos se me cerraron un rato. Hubo un destello, qué fastidio. Y ya era un naranja pálido o rosa pálido o cian oscuro o igual seguía dormido, porque también vi cilindros y tetraedros bien brillantes y lustrosos. Se dibujaron bucles y torbellinos y símbolos extraños, como matemáticos. Abrí un ojo y la habitación ya estaba oscura otra vez, la lluvia había amainado, pero el viento exhalaba incansable con sus eternos pulmones celestes y el ceño fruncido. Había un ojo negro ahí arriba, que se fue convirtiendo en un gigantesco dedo en espiral o en una cola de cerdo, acercándose más y más.

         La casa se revolvió sobre sus cimientos y, tras una sacudida, salió por los aires, ingrávida.

         —¡Qué sueño tan raro! —pensé yo— Si por aquí no hay ninguna zeta vaporosa…

         Lo que aconteció entonces, o al menos lo que yo percibí, fue un auténtico baile de edificios, coches, árboles, papeleras girando en medio de un torbellino filarmónico. Hasta juraría que vi un par de vacas blancas con grandes manchas geográficas como un vacamundi gimiendo muu-muu flotando en medio de todo aquello. Incluso me pareció ver también a niños saltando en una cama elástica voladora y a unos pescadores en su barca. Estagira se despegaba de la tierra como en un estornudo perpetuado en un lapso de tiempo joroschó danzando alrededor de una hoguera imaginaria y levantándose a más de cien metros del suelo, para posarse delicadamente, a su manera, de nuevo en el mismo sitio como si nunca se hubiera movido de ahí. Claro que todo esto lo vi mientras me frotaba los ojos, adormilado.

         Pero sospecho que de verdad había ocurrido. Las calles no mostraban el típico aspecto que tienen las calles después de haber sido devastadas por un tornado, incluso las farolas se habían vuelto a clavar en sus orificios correspondientes. Una vaca pasó lentamente por el paso de cebra, supongo que para camuflarse, y yo me volví a recostar en el colchón, convencido de que todo aquello había sido un sueño. Así son los sueños.

No hay comentarios: