20.4.13

Capítulo XXII (Parte IV).


         Solventé quedarme un rato más en la cama, y de veras disfruté aquellos escasos minutos estirados por la parsimonia del sueño leve al tiempo que el sol me acariciaba la frente de cuajo y el viento que se filtraba por las ventanas averiadas rozaba mi desordenada cabellera desplumada otra vez por el cogote, pero no tardé en desperezarme del todo y ponerme algo de ropa seca para salir a desayunar algo antes de presentarme en el Teatro Mágico para mi primer día de trabajo.

         Las calles parecían todas distintas, como desordenadas, pero todo seguía en el mismo sitio. Lo achaqué a imaginaciones mías a causa de mi sueño, y seguí paseando mientras silbaba como una alondra o un jilguero o algo así.

         Después de revolotear a través de unas cuantas manzanas, di con una pequeña cafetería, el Café Telepático, donde ofrecían un menú de “tortitas de tus cosas favoritas” por solo tres dracmas, y como siempre he sido una persona muy sensible a la publicidad y me encantan mis cosas favoritas, decidí desayunar ahí.

         Me acomodé en un taburete alto frente a la barra y, después de dar los buenos días, pedí la carta de tortitas al joven con constelaciones de acné que era el camarero.

         —Aquí tiene —dijo, y sacó de debajo del mostrador un enorme volumen que era una auténtica enciclopedia de comidas y sabores. Desde el aceite hasta el zumo de cualquier fruta, pasando por los macarrones y el tocino. Toda clase de platos y postres y mermeladas. Había hasta tortitas solas.
         —¿Quién demonios pedirá las tortitas solas? —musité, y me decanté por las tortitas de puerros con bechamel, que no es que fueran mis cosas favoritas, pero sin duda gustaban a mi apetito.

         Me llené bien el buche y descansé mientras revisaba el Eco de Estagira en busca de alguna noticia referente al catastrófico tornado de la noche anterior, pero no había más que malas noticias y un crucigrama que resolví en apenas un minuto, aunque con palabras improvisadas como jumdirilla o habbacri, si te inventas las palabras es más fácil.

         Tan pronto como lo terminé, pagué la cuenta y salí de nuevo a la calle en dirección al Teatro Mágico. Salté por las aceras como jugando a la rayuela imaginaria o salvando combas invisibles y en un santiamén llegué al teatro. Pero no fue el Teatro Mágico lo que encontré. En su lugar estaba un edificio rojo con forma de boca de incendios: era el parque de bomberos.

          Atravesé el umbral de la entrada y no vi más que a unos cuantos tipos ataviados con chubasqueros ignífugos y cascos fosforescentes y algunos también con hachas jugando al parchís y a las damas y a la gallinita ciega… a muchas cosas, pero ninguno con fuego. Uno de ellos se me acercó al verme entrar.

         —¿Ha habido algún incendio? —preguntó con una voz infantil.
         —No —respondí, contrariado— Esto… no, yo buscaba el Teatro Mágico.
         —¿El Teatro Mágico?
         —Sí. Ayer estaba aquí.
         —¿Estaba aquí?
         —¡Sí! Ayer vine aquí y… —empecé a decir, nervioso— hubo un tornado, y los edificios salieron volando y… una vaca… y parecía un sueño.
         —¿Un tornado? —volvió a preguntar— Aquí sólo nos ocupamos de los incendios y de los gatos que se quedan atrapados en los árboles.
         —Está bien —contesté, vencido al descalabro.

         Eché un último vistazo a la divertida yincana que los bomberos habían organizado y me fui, decepcionado como unos olvidados cordones de zapatos por estrenar, aún en su caja.
         —¿Y dónde demonios estará ahora el Teatro Mágico? —pensé, pues me negaba a aceptar que hubiera sido fruto de mi imaginación o de un sueño considerablemente vívido. Aquel sitio existía, estaba seguro.

         Caminé sin rumbo a través de las tímidas horas que apenas se dejaban notar, reviviendo los acontecimientos de la mañana anterior, cavilando, rumiando cada minúsculo detalle para determinar si yo, despistado de mí, me habría confundido de calle o si aquel fantástico lugar con su inconmensurable estantería llena de cachivaches de veras se había desplazado de su ubicación como consecuencia del tornado o si tal vez lo soñaría todo como me temía.

         No tenía nada que hacer más que pasear, así que, como el personaje de toda película que aparece al final de la segunda bobina para salvar el día, decidí dedicarme a encontrar el Teatro Mágico, pues cuando pierdes cualquier cosa no hay mayor menester que encontrarla. 

1 comentario:

Schmetterling! dijo...

Mataría por un paseo así.
Genial:)