17.4.13

Capítulo XXII (Parte I).

(Que va justo después del Capítulo XXX)

Desperté con un respingo, asustado, pues pensé que un hurón o algo estaba subiéndoseme por los pantalones, aunque seguía vestido con la funda de la almohada y los calcetines. Estaba realmente descansado y con una sensación aireada, como cuando te has pasado la noche soñando algo que no recuerdas. Aún estaba oscuro y una luna en un cuarto dudoso iluminaba el suelo bicolor de mi habitación con un pálido halo.

         Eché un ojo a mi reloj de pulsera con correa de piel de llama y me quedé estupefacto al ver que no había pasado ni un minuto de la medianoche, ni siquiera recordaba por qué iba ataviado con una funda de almohada, supongo que serían cosas nuestras.

         Me quedé hecho un ovillo en el colchón observando las blancas paredes en la penumbra, adivinando las figuras que proyectaban las sombras y esos pequeños hilos que ve la gente y que parecen flotar en algún tipo de líquido ocular alrededor de los globos. Traté de dormir, pero me resultó imposible envuelto en todo aquel silencio, sumiéndome finalmente en una cálida duermevela.

         Respiraba entonces bien despacio, y mis pupilas pronto compensaron la tenue oscuridad engordándose a base de sombras. Vi que en una de las esquinas, junto al cubo orinal, había dos enchufes sin utilizar, y pensé que no estaban mal por si algún día los necesitaba, también que quizá me haría falta una lámpara.

         Decidí ir a buscar una, eso tal vez me despejaría el cerebro. Rebusqué en mi maleta y me cambié de ropa. Por la ventana se vislumbraba una frágil neblina como una charca vaporosa, así que cogí también la chaqueta. Salí al fresco y, justo al doblar la esquina, me percaté de que no hay lamparerías abiertas en Estagira a las dos de la madrugada, pero mis pies se habían olvidado de la dichosa lámpara y mantenían un sordo compás, primero el izquierdo, luego el derecho y así, o al revés, internándome en las oscuras calles ante la mirada indiferente de mi voluntad.

         El paseo nocturno hizo que pensara en muchas cosas. Primero pensé en que de verdad es importantísimo atarse bien los cordones, pues un tropiezo puede retorcerte el tobillo o abrirte el cráneo. Después pensé en que los pollos no cruzan carreteras, que ni siquiera saben qué demonios son las carreteras ni los pollos, y si lo saben no les importa, cruzan porque tal vez quieran llegar al otro lado. Más tarde tuve una vívida ensoñación en la que yo volaba, o por lo menos planeaba joroschó[1] sobre las cabezas y los coches y los bosques de chimeneas mientras todo aquello escupía humo más o menos ponzoñoso. Un par de pasos más allá imaginé que aquella ciudad dormida no existía en realidad, y yo no era más que una luz diminuta en el cerebro de un tipo llamado Pablo o algo así. También pensé que mis iniciales escritas de esta forma parecían un tipo cargando con una cruz enorme en forma de té que me pareció gracioso ¿Os lo imagináis?  Otra cosa que me ocurrió durante el paseo fue que, de la nada, salieron no uno ni dos, sino cinco conejos o liebres o canguros pequeños, ¡cinco! Por supuesto lo tomé como un augurio fantástico y con una sonrisa en mi facha me dejé llevar por el ritmo de las suelas de mis zapatos contra los desgastados adoquines de Estagira.

       Caminando, así, encontré el Teatro Mágico al nacer el día.


[1] Del nadsat: Bien, bueno.